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Psicothema was founded in Asturias (northern Spain) in 1989, and is published jointly by the Psychology Faculty of the University of Oviedo and the Psychological Association of the Principality of Asturias (Colegio Oficial de Psicología del Principado de Asturias).
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PSICOTHEMA
  • Director: Laura E. Gómez Sánchez
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  • ISSN: 0214-9915
  • Digital Edition:: 1886-144X
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Psicothema, 2003. Vol. Vol. 15 (nº 1). 1-5




EL CONOCIMIENTO DE SÍ MISMO DESDE LA ÓPTICA CONDUCTISTA

Esteve Freixa i Baqué

Universidad de Picardie

El presente trabajo presenta la posición conductista respecto al viejo precepto «conócete a ti mismo». En primer lugar, y tras unas breves consideraciones histórico-epistemológicas, se argumenta que conocerse a sí mismo es conocer sus propias conductas y las circunstancias que las producen, seleccionan, mantienen o eliminan. Se examina luego la significación del término «conocer» o, dicho de otro modo, se presenta sucintamente la teoría conductista del conocimiento, según la cual conocer no es una actividad mental sino una conducta particular emitida en presencia de los estímulos adecuados.

Knowing yourself from a behavioristic point of view. The purpose of this paper was to present the behavioristic position related to the old rule ‘know yourself’. First, and after brief historical and epistemological considerations, it is argued that knowing oneself implies to understand ones’s own behavior, as well as circunstances that could produce, select, support, or eliminate it. Following, the meaning of the term ‘to know’ or, to put in other words, the behavioristic theory of knowledge is briefly analysed; from what knowing is not a mental activity but a particular behavior arisen in front of adequate stimuli.

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El conocimiento de sí mismo es un tema casi tan antiguo como la humanidad y, en todo caso, ya muy presente en la civilización griega. El famoso «conócete a ti mismo», inscrito en el frontón del templo de Delfos, ha llegado hasta nosotros como un precepto de profunda sabiduría.

No es demasiado arriesgado asegurar que la finalidad de las primeras psicologías (a las que podríamos llamar «protopsicologías», y que son, de hecho, meras filosofías) era intentar cumplir con tal precepto; parece pues lógico, entonces, que la introspección, como metodología, haya gozado de una popularidad y legitimidad indiscutible. Incluso la psicofísica, que, alrededor de 1860, fue considerada (equivocadamente) como el nacimiento de la psicología científica, no era más que un intento de objetivar las sensaciones, es decir, de mejorar la introspección. Y ciertas protopsicologías que aún no han caído en desuso (como el psicoanálisis, por ejemplo) continúan privilegiando este método a pesar de las críticas que ha recibido, especialmente a causa de su carácter subjetivo.

Hubo pues que esperar el verdadero inicio de la psicología científica (es decir, la emergencia del conductismo) para reconsiderar el problema partiendo del nuevo punto de vista impuesto por la definición de la psicología no ya como el estudio de las percepciones y sensaciones sino como el estudio de la conducta. El «sí mismo» del precepto griego ya no era el «sí mismo interno», subjetivo puesto que inaccesible para otros sino el «sí mismo externo», objetivo puesto que público [Los términos interno, externo, subjetivo y objetivo son utilizados aquí en el sentido corriente, que no es del todo correcto, como lo ha claramente argumentado Ribes en varias ocasiones (Ribes Iñesta, 1990a; 1990b; 1999); pero su definición y uso adecuado nos apartaría del propósito principal de este trabajo]. Empezaremos pues por examinar lo que recubre la expresión «sí mismo» y abordaremos luego los problemas inherentes al concepto de «conocer», de acuerdo con el argumento expuesto en un trabajo anterior (Freixa i Baqué, 1989).

Sí mismo

De la explicación pre-científica a la explicación científica

Al alba de la humanidad, los conocimientos explicativos de los fenómenos naturales eran prácticamente nulos y se veían sustituidos por explicaciones mítico-religiosas (los rayos son lanzas enviadas por los dioses, la peste es un castigo divino, etc.). La observación sistemática y el empirismo empezaron a generar un cierto número de conocimientos prácticos (cómo encender un fuego, cómo lograr ciertas aleaciones entre metales, cómo pulir cristales para que sirvan de lentes, etc.) mucho antes de que la física y la química aportaran las verdaderas explicaciones, es decir, las leyes que rigen dichos fenómenos. Y cabe señalar que, a menudo, las explicaciones proporcionadas por la ciencia contradicen las explicaciones forjadas por el «sentido común», obligando a cambiar las concepciones mismas de los fenómenos en cuestión. Tales cambios encuentran resistencias enormes en la medida en que las explicaciones míticas precedentes poseían una solera de varios siglos y parecían pues indiscutibles y definitivas. Es más, formaban parte de la cultura en la que los individuos (ahora de golpe sometidos a las nuevas explicaciones) se habían criado; y, en general, las antiguas explicaciones cuadraban perfectamente con lo que el «sentido común» mostraba: que la tierra es plana, que el sol gira a su alrededor (hay encuestas que muestran que un porcentaje relativamente importante –del orden del 20%– de la población de los países pretendidamente civilizados sigue creyendo que es el sol quien gira alrededor de la tierra y no lo contrario).

A menudo, la explicación pre-científica de los fenómenos naturales forjaba conceptos, entidades, cuerpos u objetos (como el flogisto y la piedra filosofal de los alquimistas) sencillamente inexistentes, propuestos únicamente para disimular la ignorancia en que se encontraba la humanidad, pero que acababan por transformarse en realidades indiscutibles, en dogmas inamovibles contra los que se estrellaban las nacientes explicaciones científicas (Anticipando un poco sobre lo que sigue, se puede afirmar que la mayoría de los conceptos explicativos de la psicología tradicional –mentalista y dualista– pertenecen a esta categoría. Pero cada cosa a su tiempo).

Despojados progresivamente por la ciencia de todas sus posesiones (el mundo físico primero, luego los seres vivos y por fin el cuerpo humano), los mitos y doctrinas pre-científicos se atrincheraron en su último bastión, el inexpugnable torreón de lo «mental», ámbito considerado inviolable, inaccesible al método experimental, únicamente abordable a través de la introspección.

Cuanto precede nos permite entender mejor la importancia de la «revolución» conductista y el vigor de las resistencias que debe vencer. En efecto, hasta entonces, cada vez que las explicaciones mítico-religiosas se veían obligadas a retroceder, les quedaban posiciones de retaguardia donde podían sobrevivir. El combate era largo (a veces, varios siglos), pero la derrota no era nunca total puesto que podían refugiarse en otros ámbitos cada vez más difíciles (ya que más complejos) de abordar por parte de la ciencia. Pero hoy asistimos a la última batalla, y si el mundo de lo mental, de la psique, del espíritu, del alma (o como se le quiera llamar) resulta poder ser abordado por la ciencia de la conducta, entonces no queda ni un solo terreno donde puedan refugiarse las filosofías idealistas. Luchan pues de espaldas al precipicio y un nuevo retroceso sería fatalmente el último y definitivo.

Esta situación desesperada explica, en parte, las reticencias, quizá más fuertes todavía que en el pasado, a adoptar una nueva visión de la realidad. No hay que olvidar que el conductismo está aún lejos de cumplir un siglo, lo que es realmente poco comparado a 25 siglos de concepciones mentalistas. Es más, las explicaciones míticas son casi siempre más poéticas, más seductoras y, sobre todo, más valorizantes para la especie humana que las explicaciones materialistas y deterministas que la ciencia propone. En efecto, resulta mucho más «reforzante» pensar que la tierra constituye el centro del universo, que el hombre es el rey de la creación y que nuestra mente gobierna nuestros actos que admitir que la tierra no es más que un vulgar planeta del sistema solar (el cual no es más que una parte infinitesimal de una de los millones de galaxias del universo), que nuestros antepasados recientes eran una variedad de monos y que nuestra conducta depende de sus consecuencias y no de nuestra voluntad.

Buen ejemplo de ello nos lo proporciona el episodio siguiente: cuando Newton propuso su teoría de la luz y de los colores en términos de longitudes de ondas después de haber descompuesto el haz luminoso con la ayuda de un prisma, el gran poeta alemán Goethe publicó una diatriba panfletaria contra la ciencia que quitaba toda poesía y encanto a los fenómenos que estudiaba; y argumentó, quejándose de ello, que, en adelante, una pareja de enamorados ya no podría extasiarse delante de la belleza de un arco-iris, por magnífico que fuese, bajo pretexto que los interesados sabrían que se trataba solamente de vulgares longitudes de ondas. ¡Como si el conocimiento de un fenómeno pudiese quitarle su belleza! Los enamorados en cuestión siguen viendo lo mismo que hubiesen visto sin los trabajos de Newton. El fenómeno no ha cambiado; es nuestra conceptualización del mismo que es diferente. Lo que sí quitó Newton fue la ignorancia de sus semejantes frente a tal fenómeno, y hay que ser un obscurantista empedernido para quejarse de ello. En cambio, con un conocimiento adecuado de la naturaleza de la luz (aunque la discusión sigue abierta respecto a su naturaleza ondulatoria o corpuscular), no sólo uno puede continuar extasiándose delante de un maravilloso arco-iris, sino que, además, se puede producir un rayo láser (cuyas múltiples y benéficas aplicaciones nadie discute), cosa impensable e imposible sin tal conocimiento.

El conductismo y el conocimiento de sí mismo

Pero volvamos al conductismo. Obviamente, no es éste ni el lugar ni el momento de dar el curso completo, para aquellos que no están familiarizados en ello, de análisis experimental de la conducta, curso necesario para exponer los detalles, justificar las posiciones, demostrar los principios, explicar los conceptos, etc. del conductismo. Existe una importante bibliografía en castellano al respecto, por lo que el lector interesado no tendrá dificultades en formarse en el tema si lo desea. Puede, pues, que el lector, que ha crecido probablemente inmerso en una cultura que no ha integrado todavía, ni de lejos, la visión conductista del comportamiento y que, presumiblemente, ha heredado toda la panoplia tradicional de conceptos explicativos de la conducta humana, no esté en absoluto convencido, a pesar de la anterior disgresión histórico-epistemológica, de la pertinencia de la tesis que vamos a desarrollar: conocerse a sí mismo es conocer sus propias conductas y las circunstancias que las producen, seleccionan, mantienen o eliminan. Y, sin embargo, es en el entorno –y no en un ser interno (homúnculo) que nos habita y nos gobierna según pretende el dualismo cuerpo/alma, cuerpo/mente, conducta/psique, etc.– donde se encuentra la llave de nuestro comportamiento.

En efecto, del mismo modo que, a nivel filogenético, el ambiente ha seleccionado las especies más adaptadas, sometiendo las otras a un proceso de extinción, el entorno selecciona también, a nivel del individuo, las conductas más adaptadas, extinguiendo las demás. Conocerse a sí mismo implica pues un conocimiento de las circunstancias que preceden a nuestras conductas y, sobre todo, de las circunstancias que les siguen; la conducta viene a ser, en cierto modo, la resultante de todo ello.

Y, en la medida en que el entorno es algo externo, observable, se desprende que cualquier persona puede estudiarlo y conocer así la conducta ajena. Reconocemos, a menudo, que alguien que nos es muy próximo acaba por conocernos mejor que nosotros mismos (a pesar de que, por definición, no puede acceder a nuestra introspección), puesto que ha podido observarnos largo y tendido sin ser influido por nuestra subjetividad, que deforma sin duda alguna nuestra propia visión de nosotros mismos. Así, el acceso a nuestro «mundo interno» puede convertirse en una fuente de distorsión más bien que una ventaja cuando se trata de identificar y describir correctamente las circunstancias que envuelven y gobiernan nuestra conducta. Y si, a pesar de ello, tenemos a menudo la impresión de que nos conocemos al fin y al cabo bastante bien, es sin duda porque tenemos, no el privilegio de introspectarnos, sino el privilegio de observar nuestra conducta y sus circunstancias más a menudo que las demás personas, y, a veces, en situaciones en las que nadie más nos observa.

El estatus epistemológico del «mundo interno»

El estatus de lo que hemos llamado, ex profeso entre comillas, «mundo interno», es uno de los puntos capitales de la explicación conductista. En efecto, cada uno de nosotros posee una experiencia indiscutible de la existencia de su pensamiento, de sus sentimientos, de sus deseos, etc., y el conductismo nunca los ha negado; sencillamente los ha explicado mejor que las doctrinas mentalistas tradicionales y, sobre todo, ha redefinido su estatus, bajándolo del pedestal de las causas para transformarlo en simple efecto (o sub-efecto, para ser más precisos) inflingiendo así, una vez más, una dolorosa herida al narcisismo de la humanidad que se ve de nuevo despojada de otra de las lisonjeras visiones de sí misma de la que se había dotado a lo largo de los siglos.

Veamos este punto un poco más de cerca con la ayuda de un ejemplo. Cuando empezamos a aprender una lengua extranjera pensamos en nuestra lengua materna y luego traducimos a la lengua en cuestión; pero cuando la dominamos perfectamente y estamos inmersos en un país que la habla constantemente, obligándonos a oírla y hablarla sin cesar, acabamos por pensar (¡e incluso soñar!) en la lengua extranjera. Es evidente, en este caso, que las modificaciones «internas» (el pensamiento) son la consecuencia, el «sub-efecto», de las modificaciones externas (hablar, escuchar) y no lo contrario. Acabamos por pensar en otra lengua a fuerza de oírla (nuestro entorno) y de hablarla (nuestra conducta), y nadie se atreverá a pretender que si hemos conseguido hablar esa lengua es porque hemos aprendido a pensar en ella, puesto que pensar en otra lengua constituye el último estadio, el «no va más» del aprendizaje de una lengua. Queda claro en este caso que quien tiene estatus causal es la conducta (hablar) y quien posee estatus de consecuencia es un elemento del «mundo interno» (el pensamiento), mientras que las doctrinas idealistas y mentalistas sostienen lo contrario. Es más, en el análisis experimental de la conducta, el pensamiento es considerado como conducta verbal oculta (o interna, o privada) y no como un fenómeno de la mente.

Este ejemplo puede pues ayudarnos a entender el verdadero estatus de tales variables internas y cómo son generadas por la conducta y no al contrario. Así, para conocerse bien a sí mismo, más vale no equivocarse de blanco e interesarse en lo que hace que seamos lo que somos, es decir, nuestras conductas, más que en los sub-efectos que generan, aunque nuestra educación, reflejo de la cultura mentalista en la que aún vivimos, nos incline a la actitud inversa.

Y para terminar este punto quisiéramos tomar otro ejemplo, quizá de mayor importancia, para mostrar hasta qué punto el conocimiento del mundo en general y de sí mismo en particular no constituyen dos cosas diferentes, sino dos cosas que provienen de un mismo proceso: el modelaje por el entorno.

¿Cómo aprendemos a describir nuestros «estados internos»?

Un niño que aprende a conocer los objetos que le rodean empieza por designarlos con palabras, las palabras que ha oído pronunciar en presencia de dichos objetos. Así, si ve una manzana dirá «manzana», y su entorno le felicitará por tal éxito en la medida en que la manzana es un objeto externo, público, que tanto el niño como sus padres pueden ver, por lo que éstos pueden comprobar la correspondencia entre el objeto designado y la palabra utilizada. Si el niño hubiese dicho «pera» en presencia de una manzana, la comunidad verbal le hubiese corregido diciéndole: «no; eso no es una pera, es una manzana» hasta que el niño aprendiese a diferenciar (discriminar) las peras de las manzanas. Pero supongamos ahora que el niño tiene dolor de vientre, y que sus padres o el médico le pidan que precise si se trata de un dolor «sordo» o «agudo»; difícilmente podrá transponer dichos términos (términos que, para designar un dolor, son estrictamente metafóricos) a la sensación dolorosa que experimenta y, o bien contestará algo así como: «no sé, pero me duele mucho» (lo que constituye la respuesta más honrada que puede dar), o bien escogerá, al azar, uno de los dos términos propuestos, sin que su entorno pueda comprobar que ha escogido el adecuado puesto que sólo el niño experimenta el dolor en cuestión. Puede, por lo tanto, que haya calificado de «sordo» un dolor «agudo»y viceversa. El carácter privado, no público, de la sensación dolorosa impide a la comunidad lingüística corregir sus eventuales errores de denominación, creando así sentidos diferentes para una misma palabra, o palabras diferentes para una misma sensación, con todas las dificultades de comunicación que ello conlleva y que pueden hacernos discutir durante horas acerca de tal o cual concepto sin darnos cuenta de que estamos hablando de cosas muy distintas para cada uno de nosotros.

Es por eso que raramente vemos a alguien preguntar a su interlocutor: «pero, vamos a ver: ¿qué es lo que tú entiendes exactamente por manzana? Mientras que ocurre a menudo que preguntemos lo que, palabras como «dolor agudo», «angustia», ansiedad, etc. significan para quien nos habla. Peor aún; si no lo preguntamos es porque suponemos que tales vocablos son tan unívocos como lo son «manzana», «silla» o «coche», y que significan lo mismo para todos, cuando, en realidad, como lo acabamos de ver, resulta imposible cerciorarse que un individuo dado utilice estas categorías de términos de manera adecuada. Ello explica que, a menudo, nos cueste mucho traducir con palabras sensaciones internas, por lo que nos escabullimos con escapatorias como: «lo tengo muy claro, pero no sabría cómo explicártelo»; «lo que siento no puede expresarse con palabras» o «no existen palabras para expresar esto», etc. expresiones que contribuyen a aumentar el carácter hegemónico, primordial, esencial de las sensaciones internas, del «mundo interno» (que consideramos, erróneamente, como la causa de nuestra conducta, cuando no hacen más que traducir la dificultad de la comunidad lingüística para asegurar la correspondencia, en el caso de fenómenos privados, entre un vocablo y lo que designa (véase, al respecto, Skinner, 1975).

Este ejemplo sugiere pues que el proceso de conocimiento del interior de sí mismo no difiere del proceso de conocimiento del mundo externo más que en un solo aspecto: es subjetivo y, por ende, mucho menos fiable. Lo que refuerza una vez más las reticencias respecto a la introspección y justifica que la conducta, elemento público y objetivo, deba constituir el objeto del conocimiento de sí mismo.

Conocer

Habíamos indicado, al principio de este trabajo, que abordaríamos el problema que nos ocupa en dos partes: qué debe entenderse por «sí mismo» y qué debe entenderse por «conocer». Hasta ahora, hemos intentado contestar a la primera interrogación (aunque somos plenamente conscientes de que estas simples páginas no serán suficientes para cambiar «mentalidades» acostumbradas desde siempre a concebir las cosas de otro modo; nos conformaríamos con que constituyesen un elemento de reflexión y de discusión). Nos queda pues por discutir, de manera mucho más sucinta, el segundo interrogante.

El lector que ha tenido la amabilidad de seguirnos hasta aquí, probablemente se esté preguntando si las tesis defendidas por el conductismo, y que hemos intentado resumir brevemente, no se derrumban por sí solas frente a la simple existencia de actividades mentales tan primordiales como «conocer». La única respuesta que se puede aportar a esta objeción es que el problema se encuentra mal planteado desde el momento en que se considera como un hecho indiscutible que «conocer» es una actividad mental. Vamos a intentar explicarnos (véase, al respecto, Skinner, 1970, 1975).

En principio, y simplificando una vez más las cosas, se acepta que los sustantivos designan objetos, los adjetivos cualidades y los verbos acciones. En la frase: «me como una manzana deliciosa», por ejemplo, comer es una acción, manzana un objeto y deliciosa un atributo de dicho objeto. Correr, saltar, mirar, etc. son acciones, es decir, conductas. ¿Por qué razón ha de ser distinto para ciertos verbos, como pensar o conocer, por ejemplo? Ya hemos evocado anteriormente el estatus de conducta que se debe atribuir al pensamiento (conducta verbal oculta o privada); lo mismo ocurre con el conocimiento: conocer es comportarse. Permítasenos justificar tal asersión.

Imagínese por un instante que es usted maestro (o maestra), encargado(a) de enseñar a sus alumnos las tablas de multiplicar. Al cabo de un cierto tiempo de aprendizaje, de ejercicios, etc., usted desea cerciorarse de que sus alumnos conocen (han aprendido, saben) ahora las tablas o bien si es preciso continuar el adiestramiento. ¿Se contentará Ud. con preguntarles: «Vamos a ver, niños; ¿se saben (conocen) ya las tablas»? En otras palabras, ¿va Ud. a preguntarles si poseen ahora una actividad mental llamada «saberse (conocer) las tablas»? Seguro que no. Lo que Ud. hará es pedirles que las reciten, las escriban o resuelvan problemas que necesitan su manejo, es decir, pedirles que emitan las conductas determinadas que cubre la expresión «saberse (conocer) las tablas». Y, si habiendo corregido a un alumno que se equivocaba constantemente, dicho alumno sostiene que sí las conoce perfectamente, lo más probable que Ud no le crea.

Es un poco como en el famoso «sketch» humorístico en el que un «adivino» juega a adivinar elementos de la vida de tal o tal espectador. En un momento dado, su comparsa, que se mueve entre el público, se detiene delante de un espectador, le pide su carnet de identidad y pregunta al «adivino», que se encuentra en el escenario: «Gran maestro, ¿puede Ud. decirnos el número del carnet que tengo en mis manos?». El «adivino» se concentra y, al cabo de un instante, «emerge» de su concentración y proclama: «Sí; puedo». Y su comparsa exclama entusiasmado: «¡Sí, señoras y señores: puede decirlo, puede decirlo!» y ahí se acaba el «sketch». El público se ríe y aplaude, pues para todos está claro que se trata de un «sketch», de un buen «skecht» incluso, puesto que nadie se cree que el «adivino» pueda decir el número. Y, de hecho, no lo ha dicho; sólo ha afirmado que puede decirlo, y esto es lo cómico, puesto que «concentrarse» y hacer tanta comedia para acabar diciendo, como si fuese una hazaña, que sí puede decirlo, cualquiera puede hacerlo (Entre paréntesis, si hubiese realmente dicho el número del carnet del espectador, no por eso habría que aceptarse que se trata de un verdadero adivino con poderes extrasensoriales, sino de un buen artista que ha combinado con su comparsa –el cual tiene el carnet en las manos y ve su número– un sutil código de comunicación que le permite transmitir el número sin que el público se dé cuenta de ello, realizando así un buen truco escénico).

Se podría objetar a esta demostración que, si no nos fiamos de afirmaciones verbales tales como «sí, me sé las tablas» o «sí, puedo decirlo», no es porque consideremos que conocer es una conducta, sino, sencillamente, porque dudamos de la sinceridad del que nos contesta esto. Podría muy bien ser que dijese que conoce algo cuando, en realidad, no lo conoce. Desde este punto de vista, conocer sería, en efecto, una actividad cognitiva, mental, y la conducta que la traduce públicamente para demostrarla no es más que su consecuencia; doy la respuesta correcta porque la conozco, pero el conocimiento es anterior a la respuesta, es su causa, y, por consiguiente, no puede ser identificado con la respuesta, que no es más que una prueba de su posesión. Tal es, en efecto, la concepción tradicional del conocimiento. Pero, de nuevo, se están tomando los efectos por las causas (y viceversa). Recordemos lo que hemos visto a propósito del aprendizaje de una lengua extranjera: es cuando la hablamos bien (conducta) que somos capaces de pensar en esta lengua (actividad «mental»). Del mismo modo, es cuando hemos repetidamente emitido una conducta (recitar, manipular) las tablas (aunque sólo sea «para sí mismo» –ya hemos aclarado que la conducta verbal oculta, es decir, el pensamiento, no difiere en nada respecto a la conducta verbal pública excepto en su grado de accesibilidad para los demás–) que somos capaces de «interiorizarla». Pero no por ello es anterior a la conducta; técnicamente hablando, se trata de un sub-producto de la conducta (y no de su causa).

Así, si pedimos a nuestros alumnos que nos digan cuánto son 5 por 7 en vez de pedirles que nos digan si pueden decirlo, no es sólo (aunque también) porque pueden mentirnos, sino, sobre todo, porque saber, conocer, no es más que ser capaces de emitir la conducta adecuada en presencia de unos estímulos discriminativos dados. Por ejemplo, no basta con conocer la palabra «Altamira» (no todos la conocen); es preciso, además, ser capaz de pronunciarla cuando nos preguntan el nombre de una cueva con pinturas prehistóricas famosísimas y no cuando nos preguntan la ciudad natal de Hernán Cortés.

Conclusión

Conocerse a sí mismo es pues una conducta (conocer) emitida en presencia de nuestras conductas (sí mismo) que desempeñan entonces el papel de estímulos discriminativos. Evidentemente, esta afirmación es mucho menos valorizante que los discursos propuestos desde hace varios milenios por teólogos, filósofos, moralistas y psicólogos mentalistas. Pero resulta mucho más exacta y, sobre todo, eficaz. Antiguamente se creía que el sol giraba alrededor de la tierra y que el corazón era el noble órgano del amor. En el lenguaje cotidiano todavía persisten las expresiones: «el sol se levantará mañana a las 6h33 y se acostará a las 20h28», o «te quiero con todo mi corazón»; pero cualquier estudiante de geofísica sabe que el sol no gira alrededor de la tierra y a nadie se le ocurriría inscribirse en una facultad de medicina con el propósito de estudiar cómo el amor reside en el corazón. Esperemos que un día, más temprano que tarde, los estudiantes de psicología se dispondrán a investigar la conducta y sus circunstancias ambientales en lugar de los mitos dualistas tradicionales. Solamente entonces esta joven ciencia alcanzará el desarrollo y el nivel de eficacia de la geofísica, de la medicina y de las demás disciplinas científicas. [Aunque, a fuerza de repetir eso de joven desde hace tantos años, pronto habrá que reconocer que (¡como todos!) ha ido envejeciendo… (‘hace veinte años que tengo veinte años’, canta Serrat… ¡desde hace casi veinte años!)].

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Ribes Iñesta, E. (1990a). Psicología General. México: Trillas.

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Skinner, B.F. (1970). Ciencia y conducta humana. Barcelona: Fontanella (Orig. 1953).

Skinner, B.F. (1975). Registro cumulativo. Barcelona: Fontanella (Orig. 1972).

Impact factor 2022:  JCR WOS 2022:  FI = 3.6 (Q2);  JCI = 1.21 (Q1) / SCOPUS 2022:  SJR = 1.097;  CiteScore = 6.4 (Q1)