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Psicothema was founded in Asturias (northern Spain) in 1989, and is published jointly by the Psychology Faculty of the University of Oviedo and the Psychological Association of the Principality of Asturias (Colegio Oficial de Psicología del Principado de Asturias).
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PSICOTHEMA
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Psicothema, 1996. Vol. Vol. 8 (nº 1). 229-240




LA MENTALIDAD POSTMODERNA*

José Luis Pinillos

Universidad Complutense de Madrid

Discurso pronunciado con motivo de su investidura como Doctor Honoris Causa por la Universidad de Oviedo

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Excmo. y Magfco. Sr. Rector, Señoras y Señores:

Sean mis primeras palabras de agradecimiento a esta Universidad de Oviedo y a su Rector, Don Santiago Gascón, que se han dignado honrarme admitiéndome en el seno de su eminente Claustro de Profesores. A todos ellos, y muy en especial a mis compañeros y amigos de la Facultad de Psicología y a mi Padrino y Decano Serafín Lemos, mi más sincera gratitud. Esta distinción que tan generosamente me habéis otorgado me hermana aún más con vuestra Universidad, que ya es también la mía, y con esta noble ciudad de Oviedo a la que me unen lazos de los que perduran toda la vida. Gracias de nuevo, Sr. Rector, y mi reconocimiento a todos. Ahora permítidme que cumpla con la grata obligación de pronunciar mi discurso de ingreso en este Claustro.

La mentalidad postmoderna

Considerada en sí misma, al margen de sus determinaciones biológicas y sociales, la mente humana es una abstracción científica o filosófica que carece de existencia real. El hombre es siempre de algún lugar, piensa en una lengua concreta y tiene una manera de ser y de ver la realidad que comparte con las gentes de su grupo. Lo que entendemos por mentalidad es, pues, la forma social de la mente, es decir, la forma particular que adopta la vida mental en función de su pertenencia a una sociedad determinada. El homo universalis es un ideal del que, en el sentir postmoderno, es menester desconfiar. En mi intervención trataré de explicar el porqué de esta desconfianza de los postmodernos en la Idea de una mentalidad universa1.

La tarea no es nada fácil, entre otras razones por la ambigüedad del propio término ‘post-moderno’ que, en realidad, significa bien poco, pues es obvio que ‘después de’ lo moderno puede venir cualquier cosa. La voz ‘postmodernidad’ deja prácticamente intacto el ahora, lo que sigue a lo moderno, porque su referente es un tiempo que se supone ya pasado. A esta circunstancia se une la condición plural y algo extravagante del propio postmodernismo que, como es natural, se resiste a todo aquello que tienda a unificarlo, a convertirlo en un monolito doctrinal, a la par que manifiesta unas ideas bastante chocantes para el común de las gentes. De ahí que si se desconoce el sentido profundo del pensamiento postmoderno, la simple enumeración de sus rasgos más salientes resulta incomprensible o fastidiosa para el hombre de la calle y, al parecer, también para las elites. En líneas generales, esta imagen de un postmodernismo trivial y sin pies ni cabeza es la que se ha depositado en la opinión pública española.

Por razones en las que no hay tiempo de entrar ahora, la realidad es que, con las excepciones de rigor, aquí el tema de la postmodernidad no cayó bien. Al poco tiempo, nuestros expertos en el arte de estar de vuelta de las cosas sin haber ido se apresuraron a dar por superado el asunto de la postmodernidad y decidieron anunciar su próxima defunción. Lo que ha ocurrido luego no tiene mucho que ver con eso, pero la mala imagen ha perdurado. No importa que fuera de España el postmodernismo haya originado a un debate importante, que aún continúa vivo en América y en gran parte de Europa. Últimamente, a pesar de la escasa atención que se la prestado al tema, las encuestas de Juan Díez Nicolás y Amando de Miguel han detectado en la población española la aparición de unos nuevos valores postmaterialistas característicos del proceso de posmodernización que, según algunas investigaciones sociológicas, ha reemplazado desde hace un cuarto de siglo al proceso de modernización clásico2.

Alguien podría objetarme de todos modos que, diga lo que diga Inglehart, no hay que hacer mucho caso de la postmodernidad porque objetivamente es un tema frívolo, carente de interés y ya anticuado. Pudiera ser, no digo que no. Pero lo que está ocurriendo en los países llamados avanzados no es precisamente eso. En estos países, los hechos apuntan en sentido contrario al anuncio de la muerte del postmodernismo. Yo más bien creo que lo que ocurrió aquí es que el tema se despachó antes de tiempo y luego resultó que las cosas tomaron un camino distinto del que parecía que iban a seguir. Hoy resulta difícil negar que, con independencia de que nos agrade o no, de que sea bueno, malo o regular, el fenómeno postmoderno es una realidad con indiscutible presencia en los círculos intelectuales y artísticos de Europa y América, que parece haber prendido en la mentalidad de las generaciones jóvenes.

Por descontado, nada de esto quiere decir que por ahí ande todo el mundo entusiasmado con las ideas postmodernas, o que el pensamiento moderno haya desaparecido de la escena. En otras partes, las críticas al postmodernismo son muy numerosas y a veces feroces. Excepto que las críticas de los postmodernos a la modernidad tampoco escasean y, a menudo, son de las que levantan ampollas. A decir verdad, la confrontación actual entre modernos y postmodernos no es menos fuerte que la famosa querella de antiguos y modernos que tuvo lugar durante la Ilustración. Hoy por hoy, después de más de treinta años, continúa la polémica, siguen enfrentados los partidarios de desguazar lo que queda de la modernidad, con los que por el contrario están decididos a reflotarla por encima de todo. En ambas posturas hay muchos matices, por supuesto, pero en esencia las posiciones principales en relación con este asunto son de tres clases. Por un lado, están los postmodernistas radicales, que creen que la ruptura ya se ha producido y no tiene vuelta atrás. En unos casos, la interpretación de la supuesta ruptura es positiva; este es por ejemplo el caso de John Cage o Nicolas Zurbrugg, que definitivamente esperan del postmodernismo un mundo mejor. Otros, como Baudrillard, coinciden en que la ruptura se ha producido, sólo que para mal. Algunos entusiastas de Braudillard, como los canadienses Kroker y Cook, llegan al extremo de considerar el postmodernismo como una cultura excremental. En el otro extreno se encuentran aquellos que niegan la existencia de discontinuidad o ruptura alguna, como es el caso de Jürgen Habermas, de Callinicos o Charles Taylor. Por último, son mayoría los que han optado por una dialéctica de continuidades y discontinuidades: por ejemplo, Jean-François Lyotard, Richard Rorty, Stephen Toulmin, Fredric Jameson, David Harvey y muchos más. La voz que en cambio ha enmudecido es la de los que en su día anunciaron la pronta muerte del postmodernismo. Los años han pasado y el postodernismo sigue en pie, como podrán colegir ustedes de algunos datos que, aunque sea sólo de un modo telegráfico, les ofreceré a continuación. Son datos que hablan por sí mismos respecto de la situación en que se encuentra actualmente la cuestión.

Diré algo en primer lugar de publicaciones y de autores. El debate de la postmodernidad está efectivamente tan "superado" que la Biblioteca de la Universidad de Harvard, por hablar de un tema que he seguido directamente, ha incorporado a sus fondos durante los últimos cuatro o cinco años como medio millar de libros sobre postmodernismo. De otra parte, sin más trabajo que anotar las editoriales del centenar de obras que he manejado en estos años sobre este asunto, me he encontrado con que aproximadamente una tercera parte de esos libros han sido publicados por universidades tan aficionadas a patrocinar tonterías como el M.I.T., Yale, Princeton, John Hopkins, Chicago, Illinois, Columbia, New York State, San Diego, Berkeley, California, Oxford, Cambridge, la Open University británica o la propia Universidad de Harvard, aparte de editoriales privadas, algunas de gran prestigio, cuyo nombre me callo, no sea que algún juez me incluya en la lista. Huelga decir que, entre tanto libro, hay de todo. Los hay deleznables, por supuesto, y la crítica es bien dura con ellos; pero los hay también que llevan la firma de autores como Stephen Toulmin, Charles Taylor, Jürgen Habermas, Umberto Eco, Richard Rorty, Charles Jencks, Jacques Derrida, o Jean-François Lyotard, por citar sólo algunos nombres de los más conocidos a esta orilla del Atlántico.

A todo esto es menester añadir que el postmodernismo ha encontrado eco en materias y disciplinas tan diversas como la historia, el arte, la literatura, la semiología, el teatro, el cine, la música, la crítica cultural, la educación, el feminismo, los prejuicios raciales, el derecho, la sociología, la economía, la ciencia política, la arquitectura, la ecología, la medicina, la psicología, la psiquiatría, la antropología, la filosofía y también la teología. Por supuesto, el eco no ha sido siempre favorable. Ha habido comentarios enormemente elogiosos, pero también mortales de necesidad. Lo que no ha habido es silencio, indiferencia. La presencia activa del postmodernismo en la escena intelectual de países como Estados Unidos y Canadá, o los miembros de la Comunidad Europea, valga el ejemplo, constituye un hecho de bulto que no es serio pretender esquivar.

Pero hay algo más que, aunque sea brevísimamente, todavía debo añadir a este preámbulo. Me refiero al lenguaje. Entre las partículas compositivas de los idiomas modernos, el prefijo ‘post’ está en alza desde hace aproximadamente una década. Sobre todo a partir del último lustro, cada vez son más las palabras que ponen sus referentes a la cola de otros, es decir, que definen sus objetos por ir "detrás de" o "después de" algo previo, sea la modernidad, la guerra o cualquier otra cosa que al pasar haya dejado "detras de" sí - que eso quiere decir ‘post’ - ciertas secuelas. El término posguerra, vaya por caso, lo define el Diccionario de la Academia como tiempo inmediato a la terminación de una guerra, durante el cual subsisten las perturbaciones ocasionadas por la misma. Por analogía con la palabra postguerra, lo postmoderno vendría a ser el oleaje producido por el naufragio de la modernidad.

Hasta hace poco tiempo, esta clase de palabras se contaban con los dedos de la mano. El Tesoro de la lengua castellana o española, de Covarrubias (1611) menciona sólo tres voces -postre, postrero y postrimerías- que, en realidad, son variantes de la misma palabra. Siglo y medio después, en el 1778, el Diccionario de la Real Academia Española registra unas pocas más, como una media docena, entre las que, por cierto, no se habla aún de ‘posguerra’. Por último, en la edición del 92, las palabras que empiezan con ‘pos’ o ‘post’ son ya más numerosas - aparecen postoperatorio, posventa y otras por el estilo -, aunque aún falta por incorporar la prolífera generación de neologismos que proceden del vocablo ‘postmoderno’. Aparte de esto, en mis lecturas me encuentro cada vez con más frecuencía neologismos formados con el prefijo ‘post’, tales como postmarxista, postcolonial, postpositivista, postilustrado, postdivorcio, postparto, poscristiano o poscomunión y otras muchas - unas treinta, hasta ahora - que aún no están en el Diccionario de la Academia. Pero aun así, aunque el incremento es notable, no significa nada si se compara con la impresionante lista que aparece en el Webster de este año, con más de 300 entradas de neologismos en ‘post’. Este fenómeno lingüístico quiere decir algo: indica a mi parecer inseguridad en un presente cuyo futuro es incierto y cuyo único referente es un pasado que ya no existe.

En fin, todas estas y alguna más son las razones, pienso yo, por las que el editor de una reciente y muy crítica compilación de textos sobre el postmodernismo, titulada simbólicamente Zeitgeist in Babel, se ha sentido en la obligación de declarar lo siguiente:

"Hasta ahora, jamás un signo lingüístico, anunciando el advenimiento de una época nueva, había recibido una atención tan generalizada a nivel internacional e interdisciplinar como el postmodernismo"3.

Creo que la evaluación de Ingeborg Hoesterey, que es el autor de estas líneas, refleja la realidad del postmodernismo como un fenómeno cultural que no tiene demasiado que ver con la movida, ni tampoco es tan sencillo de entender como creen algunos. A propósito de la Europa del Este, L.B. Smárgunov, un profesor de la Universidad de San Petersburgo, ha publicado hace poco un artículo contando que los movimientos de protesta de Rusia y otros países de la órbita de la antigua Unión Soviética se oponen, desde luego, a las estructuras del antiguo régimen totalitario y propugnan la defensa del pluralismo y la diferencia, en el espíritu del postmodernismo, excepto que entendiéndolo a través de la lógica totalitaria, que es naturalmente la que la gente tiene por educación4. Ya me doy cuenta, desde luego, que el ejemplo de Rusia no es del todo aplicable a España. Pero lo cierto es que, aunque por otras razones, también aquí el postmodernismo ha tropezado con una resistencia que merece ser analizada, no sé si en términos freudianos, pero sí próximos al psicoanálisis.

En definitiva, dado el estado de vaguedad en que ha quedado por estos parajes el problema de la postmodernidad, creo que mi intento de aclarar un poco más en qué consiste eso de ser postmoderno acaso puede tener algún sentido. No hace falta devanarse mucho los sesos para comprender que si a la gente se le dice a palo seco que los postmodernos defienden el caos, juegan al ‘vale todo’ en el arte y en la vida, les encantan el collage y los pastiches, en arquitectura mezclan el gótico con el estilo internacional de Mies van der Rohe o de Le Corbusirère, se complacen en romper las fronteras y límites de las disciplinas científicas, no respetan los géneros, ni los literarios ni los del sexo, dan por obsoletos el heroismo y la patria, anteponen las autonomías y el cultivo de las lenguas vernáculas a la Nación y su idioma oficial, van de frívolos e irónicos por la vida, practican la crítica por sistema, tienen como objetivo prioritario desmontar cualquier conocimiento o sistema establecido, desprecian la metafísica, cultivan el pensamiento light, declaran que su filosofía carece de fundamento, rechazan la idea de verdad, recelan de la objetividad, opinan que nuestras representaciones mentales no son reflejo de las cosas sino construcciones socio-lingüísticas, se oponen al humanismo, han condenado a muerte al sujeto, están en contra de la autenticidad personal, abrigan muchas reservas con respecto a las señas de identidad de las personas y de los grupos, prefieren el cambio y las rupturas a la permanencia y continuidad de las costumbres, les encanta lo fragmentario y efímero, conciben la vida como un video clip, anteponen la estética a la ética, están convencidos de que la historia universal es un invento del imperialismo occidental para dominar el mundo, insisten en que hay que reemplazarla por la microhistoria, creen que en realidad la historia como camino de progreso de la humanidad ha concluido, proclaman que la teoría y la unidad de la razón son sino argucias para lograr la unificación del mundo ad mayorem Occidentis gloriam y, en definitiva, hacen del error, de los falsos razonamientos y del desorden la clave de una ciencia postmodernista, entonces muchas gentes se asusten y piensen del postmodernismo lo peor.

Por supuesto, esta clase de afirmaciones no las hacen los postmodernos así, sino al hilo de un discurso que trata de justificarlas. Pero cuando se prescinde de este transfondo explicativo, y las afirmaciones se exponen de tal forma que lo que más resalte es lo que tienen de contrarias al sentido común y a la recta razón, y cuando además se emplea un lenguaje abstruso, plagado de galicismos y de términos insólitos como ‘diferendo’, ‘différance’, textualidad, paralogismo, conmodificaciones, implosión o performatividad, en ese momento es obvio que cabe esperar lo peor. Habrá quizá quien ponga cara de circunstancias y diga que muy bien; otros se reirán, y algunos llegarán a enfadarse ante lo que consideren que es una intolerable tomadura de pelo. Por fortuna, no faltan quienes se han preocupado de proponer explicaciones teóricas del asunto. Críticos marxistas como Fredric Jameson, por ejemplo, mantienen la tesis de que el postmodernismo es la lógica cultural del capitalismo tardío. Sociólogos conservadores como Daniel Bell tienden a cargarle a la postmodernidad el muerto de los conflictos del capitalismo. Bell parece estar convencido de que el postmodernismo no es sino un nihilismo de pacotilla y un hedonismo narcisista, responsable poco menos que de la decadencia de Occidente. Según contó la prensa, un día llegó a decir en El Escorial -y eso al menos tiene gracia- que la postmodernidad era una "olla podrida", supongo que sin saber lo que decía. La mayoría de la gente, sin embargo, pasa del tema. O no ha oído hablar de él, o le trae al fresco, o piensa que a esos pobres posmodernos o pos lo que sea les falta un tornillo.

Lo que ocurre es que muchas de esas afirmaciones que se atribuyen a los postmodernismo son medias verdades, que dichas fuera de contexto suenan rarísimas. Una vez explicadas, ya no parecen tan estrambóticas. Todo el asunto toma efectivamente un cariz muy distinto si se contempla al trasluz del discurso que hay detrás. Pero la tarea no es fácil. El postmodernismo carece de una teoría y un método unificados. Por principio, no posee un manifiesto o programa común que compartan todos los que se reclaman de postmodernos, y eso evidentemente dificulta la tarea, aunque no la hace imposible. De hecho, hay áreas de pensamiento más o menos comunes al postmodernismo que, si uno pone empeño, se pueden entender. Si se hace este esfuerzo, entonces se cae en la cuenta de que muchas, o algunas, de las ideas postmodernas responden a una crítica de problemas de nuestro tiempo que la modernidad ha ocultado cuidadosamente. Pero de todos modos es verdad que la aclaración de ese oculto trasfondo exige un trabajo que a mucha gente no le parece que merezca la pena. A la postre, igual que ocurre con tantas cosas, el postmodernismo puede ser una necedad, una locura o algo sumamente interesante dependiendo de lo que se lea y de quien lo lea. En el resto de mi intenvención trataré de convencerles de que los postmodernos tienen más razón de lo que parece en lo que dicen.

Por lo pronto permítanme señalar que ser postmoderno no es sólo ir ‘detrás de’ o ‘después de’ lo moderno, sino que sobre todo consiste en estar ‘de vuelta de’ lo moderno. Auschwitz, Hiroshima o el Goulag impiden a muchos postmodernos seguir creyendo en la unidad de la razón y en la racionalidad esencial de la raza humana. El postmodernismo entiende que el discurso humano es heterogéneo y que la racionalidad moderna es instrumental. Dicho de otro modo, los postmodernos están convencidos de que el ideal de una humanidad emancipada a través de su ascenso a la universalidad de la razón es una quimera. A la vista está, dicen, en qué se ha traducido el progreso del conocimiento durante el siglo XX. Después de lo que ha ocurrido, las grandes palabras sobre la emancipación y la felicidad del género humano suenan a delirio o a cinismo.

El rechazo de estos grandes relatos legitimadores del proyecto de una modernidad progresiva y emancipadora, punto primero del credo postmoderno según Lyotard, cobra sentido si se le mira al trasluz de las incalificables monstruosidades cometidas en este siglo con ayuda de la ciencia. De otro lado, ese rechazo también se justifica si se le sitúa en una línea de reivindación de la pluralidad de culturas frente a la alternativa uniformizante que ofrece la civilización tecnológica. El postmodernismo protesta de que se identifique la postmodernidad con la civilización postindustrial. Lo que Baudrillard considera postmoderno forma parte, en realidad, del postindrustrialismo a que justamente se opone la postmodernidad. El rechazo de los grandes relatos -gran récits- que se han contado con el fin de legitimar la misión emancipatoria de la modernidad, no se limita sólo a criticar la consabida historia del ascenso del hombre a la universalidad de la razón por medio de la ciencia y la educación. Incluye también un vade retro a la gran narrativa de la salvación por las nuevas y omnipotentes tecnologías que Jean Baudrillard ha descrito con tanta perspicacia en sus análisis del simulacro y la hiperrealidad.

Pero Jean-François Lyotard es quien tal vez ha explicado mejor cómo el nuevo status que el saber ha adquirido durante este siglo de grandes avances tecnológicos, finalmente se ha convertido en el determinante estructural de una condición postmoderna, en la cual ya no es posible legitimar el conocimiento apelando a metadiscursos de ningún género. Las grandes narrativas como la elaborada por los ilustrados del XVIII sobre la emancipación del género humano a través de la razón suenan ya a hueco. Lyotard ve el postmodernismo como un movimiento de deslegitimación de la modernidad: lo postmoderno es la incredulidad en las metanarrativas. Bien entendido -aquí un galicismo no va mal- bien entendido, digo, que Lyotard incluye también en la categoría de metadiscursos legitimadores la narrativa cristiana que cuenta cómo el pecado de Adán es redimido por el amor y, cómo no, tampoco se deja fuera la buena nueva marxista, que anuncia que la clase obrera se liberará de la explotación y la alienación del capital mediante la socialización del trabajo. Todas esas solemnes palabras, insiste Lyotard, están fuera de servicio. En parte, desde luego, como resultado de los tremendos cambios técnicos, políticos, militares y económicos habidos durante el siglo XX; pero sobre todo a causa de la insuficiencia respiratoria que padecen los metadiscursos mismos.

En nuestro tiempo, explica Lyotard, el conocimiento ha perdido el aura sacral que tenía en el modernismo, o sea, recibe el mismo tratamiento que cualquier otro sistema de producción disociado de los individuos. En esencia, tres le parecen ser los factores que han contribuido más a la génesis de la condición postmoderna. De una parte, la primacía que desde la II Guerra Mundial han adquirido las cuestiones de comunicación, eficacia y rendimiento, en perjuicio de las relativas al valor intrínseco de los conocimientos y a la naturaleza de los fines perseguidos con ellos. Valga como ejemplo el hecho de que el conocimiento se ajusta cada vez más al formato exigido por el procesamiento de información que son capaces de ejecutar las nuevas máquinas -los ordenadores-, de las que a la postre dependen el funcionamiento del sistema. El segundo factor determinante de la condición postmoderna habría sido el triunfo de la nueva economía capitalista (el llamado postfordismo), con su anteposición del consumo hedonista al heroismo de las grandes causas o, dicho de otro modo, con la substitución de las relaciones de producción por las de consumo. Y en tercer lugar, el factor decisivo consistiría en los gérmenes de nihilismo que albergan dentro de sí las propias ideologías legitimadoras de la modernidad, que son los que en definitiva las han hecho vulnerables a la erosión de las nuevas tecnologías. Una vulnerabilidad que por lo visto no existe en Japón, quizá porque su cultura no sea "moderna" en el sentido occidental.

De otra parte, en un espíritu complementario al de la incredulidad en los grandes mensajes se halla el imperativo deconstruccionista que Ihab Hassan designó inicialmente con el término unmaking, una forma del verbo unmake, ‘deshacer’, que cabría traducir acaso por desmontaje o deconstrucción. De hecho, la primera presentación general de la literatura y el pensamiento postmodernos se debe a un artículo que Hassan publica en 1971, donde ya declara que el Post-Modernismo es esencialmente subersivo en la forma, y anárquico en su espíritu cultural. Es Post-Modernismo dramatiza su falta de fe en el arte, e incluso en su propia producción de nuevas obras de arte encaminadas a precipitar su disolución artística y cultural5.

En un notable artículo sobre la función innovadora de la crítica, aparecido unos años más tarde, el crítico norteamericano acepta la existencia de otros términos más o menos afines al de unmaking, como por ejemplo deconstrucción, descentramiento, desmitificación, descontinuidad, différance, que se usan para significar una relación de oposición con otros términos básicos del modernismo, tales como totalización, universalismo, centro, trascendencia, jerarquía y orden. Lo cual, a juicio de Hassan, significa que el pensamiento postmoderno representa un momento antinómico de la mentalidad occidental clásica. El postmodernismo implica una obligación de deconstruir, un imperativo de desmontar cualquier sistema de conocimiento establecido, por entender que sólo así será posible romper el orden rígido que congela las posibilidades de hacer frente de forma creadora a los inmensos cambios acontecidos en el mundo desde finales del siglo XIX. Esta pretensión, que tomada al pie de la letra a muchos les resulta inquietante, contiene sin embargo un punto de razón, en la medida en que el orden excesivo reduce la entropía y, con ella, reduce también las posibilidades de crear órdenes alternativos con mayores posibilidades de incrementar la autonomía funcional del hombre frente al medio.

En relación con este punto, déjenme decirles que este verano he pasado por la ciudad de Santa Fe, en Nuevo Méjico, donde tiene su sede el Instituto de Ciencias de la Complejidad. Este Instituto, fundado a mediados de la década de los 80 por George Cowan, eligió la idea de complejidad como marco de referencia de sus trabajos sobre redes neurales, inteligencia artificial, teoría del caos, ecología, política y economía. Los científicos del Instituto, entre los que se encuentran varios premios Nobel, como Murray Gell-Mann y Philip Anderson en física, y Kenneth Arrow en economía, piensan que disponen de una materia no lineal -no sé si se puede llamar así- capaz de ayudar a descifrar el proceso de organización espontánea que preside de forma inexorable la evolución del universo, como ya anticipó Heriberto Spencer el siglo pasado en su principio de la evolución de lo simple a lo complejo. En todo caso, los miembros del Instituto piensan que en el Instituto se está forjando la primera alternativa rigurosa al pensamiento reduccionista y lineal que ha dominado en la ciencia desde la época de Newton6.

De entre las muchas investigaciones que se llevan a cabo en el Instituto de Santa Fe, aquí interesa especialmente una que dice referencia directa al problema del orden, que juntamente con la idea de Totalidad, es el caballo de batalla del pensamiento postmoderno. Esta investigación tiene por objeto la formulación de una nueva Segunda Ley de la Termodinámica, según la cual el crecimiento del orden y la estructura en el universo es tan inexorable como el de la entropía y puede considerarse como su contrapartida. Excepto que el camino de la organización, es decir, de la perpetua generación de un orden nuevo, es más dificil de entender que el de la desorganización, ya que los átomos están constantemente tratando de actuar de forma aleatoria.

Lo importante de esta nueva segunda ley de la entropía es que afirma que las entidades emergentes -nuevas especies, nuevas formas artísticas, etc.-ejecutan sus operaciones más creativas cuando operan al borde del caos, at the edge of chaos. Es de esas zonas asomadas al abismo del caos de donde surgen niveles cada vez más altos de complejidad. Así es como funcionan la biosfera, y también la historia. Los seres vivos no están inscritos en un orden rígido; de algún modo operan siempre en esas situaciones de transición donde las cosas andan, por decirlo así, como más sueltas y la acción es más fluida. Demasiado orden acaba por paralizar la espontaneidad, aunque por el lado contrario las turbulencias la volatilicen. Los sistemas complejos -y la historia es uno de ellos- son incompatibles con el ordenancismo. Por poner un ejemplo, déjenme recordarles que en dos fascinantes libros relacionados con esta cuestión -Los usos del desorden y Los usos del error-, Richard Sennet y Frank Kermode cuentan hasta qué punto ambos factores, el desorden y el error, pueden tener consecuencias fecundas7.

En definitiva, lo que pretendo decir con todo esto es que las fluctuaciones entre las fuerzas de dispersión y las del orden de que se ocupa la ciencia de los sistemas complejos -por ejemplo, las investigaciones de Prigogine sobre las estructuras disipativas- guardan una intrigante analogía con los principios cosmogónicos de Empédocles y de los Upanishads, también con la oscilación pendular que va del polo de la unión (Bindung) al de la dispersión (Losung), observada por Karl Joël en su clásico estudio de las fluctuaciones de la visión del mundo a lo largo de la historia y, asimismo, con la visión postmoderna del mundo8. Uno de los miembros del Instituto, Chris Langton, piensa que la lección que debemos aprender es que la evolución no ha concluido, que continúa en su marcha hacia una complejidad creciente, que ahora tiene lugar en el plano de la historia.

No sé. Sin pretenter apurar el arriesgado juego de las analogías, he de confesar que el pensamiento postmoderno muestra, al entender de muchos, una cierta convergencia con los postulados fundamentales de la ciencia de este siglo. La pluralidad, la discontinuidad, el particularismo y el desorden forman parte de las categorías del pensamiento científico actual, y también de la visión postmoderna del mundo. La mecánica cuántica primero, y luego las ciencias de la complejidad sugieren que la realidad es heterogénea y se halla estructurada de una forma plural. Como se ha permitido apuntar Wolfgan Welsch en su riguroso volumen sobre la postmodernidad, en los umbrales del tercer milenio la realidad muestra un diseño postmoderno9. Después de todo, si se piensa bien, puede que la entrada en Babel que encabezan los actuales postmodernos tenga más sentido del que parece a primera vista. Quizá más que una modernidad que se ha vuelto loca, la postmodernidad sea una modernidad que está tomando conciencia de sus propias locuras. En todo caso, el postmodernismo representa un desafío a quienes identifican la defensa de la verdad con su monopolio.

En fin, contempladas desde esta perspectiva, la guerra contra la obsesión moderna por legitimar la homogeneidad del discurso humano, la lucha contra el gran fetiche de la totalidad, la búsqueda del pluralismo y de la diferencia, el imperativo de complejidad y disentimiento, el uso de juegos de lenguaje y de paralogismos aptos para fragmentar un discurso que se supone unitario, la deslegitimación de esos conceptos solemnes como verdad, fundamento o sujeto, que son necesarios para acceder a un Todo al que no es posible llegar sin ellos, son acciones deconstructivas que, vistas desde la perspectiva de una lucha contra los totalitarismos, cobran un cierto sentido que no hay que perder de vista. La ruptura de la unidad, el hecho en apariencia aterrador de tener que vivir sin seguridad en el fragmento, conlleva desde luego unos graves riesgos, pero tiene también sus ventajas, porque justamente amparados en la universalidad del Todo es como sus partidarios se hacen totalitarios, es decir, se erigen en terribles mesías de una unidad frente a la cual toda diferencia es culpable. Desenmascarar el viejo sofisma de presentar la parte como el Todo, poner en un aprieto a los falsos mensajes emancipadores, hechos en nombre de una Idea del Todo que ofrecen como constitutiva cuando en realidad sólo es regulativa, todo eso da, como digo, un cierto sentido a la defensa postmoderna de un pluralismo entendido como condición de posibilidad de la libertad.

La última y definitiva legitimidad que a la postre valora la ciencia postmoderna no es, pues, la mejor actuación, no es la eficacia máxima que estamos acostumbrados a tomar como el más alto criterio de valoración del conocimiento: es más bien la diferencia comprendida como paralogía, como la producción de enunciados inconmensurables con los ya expresados y también con aquellos que eventualmente les sucedan, o sea, como la génesis de enunciados que no estén comprometidos con el consenso. Por virtud de este mecanismo paralógico de ruptura con los supuestos tácitos de la lengua usual, las ciencias humanas son capaces de hacer saltar por los aires, vaya por caso, categorías bipolares tan establecidas en la episteme moderna como la de hombre-mujer, raza blanca-raza de color u otras por el estilo que, bajo la apariencia de la pura simplificación descriptiva en términos de ‘esto o lo otro’, introducen de forma insidiosa sesgos perjudiciales para el segundo miembro del par. Pues bien, la ciencia postmoderna no sólo es incompaginable con el uso de esta clase de oposiciones binarias, sino que rechaza cualquier narrativa que utilice la sintaxis opresiva de un "nosotros" que en realidad es un "nos" sin los "otros". En suma, la ciencia postmoderna se opone frontalmente a la entronización de saberes que pretendan pasar por perennes, o aspiren a convertirse en fundamentos inmutables, en paradigmas estáticos que impidan la aparición de otras nuevas maneras de considerar la realidad. Con la salvedad de que en esta ciencia ‘post’ lo nuevo no tiene el sentido admirativo y acumulativo que posee el discurso moderno.

En fin, el tiempo manda y he de concluir dejando intactas mil cuestiones que me habría gustado al menos rozar. De todos modos, lo que pretendía decir ya queda dicho. Mi pretensión no era otra que mostrarles que con argumentos como estos que hemos expuesto al galope, y otros muchos que habría que añadir, la crítica del postmodernismo ha alcanzado a la modernidad en su talón de Aquiles. Considerada a la luz de esta crítica, no parece nada seguro que el proyecto de la Ilustración esté a la altura de lo que exigen las nuevas circunstancias. Tampoco el postmodernismo tiene la solución del problema, desde luego. Pero es más que dudoso que las fórmulas que fueron útiles en el pasado sean las que se necesitan hoy, y el postmodernismo aspira al menos a renovarlas, o en todo caso pretende despejar el camino de los obstáculos que estorban la creación de alternativas. Sin duda, son muchos, muchísimos los aspectos del postmodernismo que resultan discutibles o francamente inaceptables. Pero hay en él un empeño de renovación y, sobre todo, un deseo de que nadie pueda arrogarse la posesión de la verdad absoluta que a mí me lo hacen atractivo. Naturalmente está por ver que es lo que va a quedar de la postmodernidad. ¿Quién va a saberlo? Pero quede lo que quede, pienso que en la mentalidad de muchos postmodernos late el deseo de defender lo que Lyotard ha llamado "el honor del pensamiento". Y eso ya es mucho en los tiempos que corren.

Por ello, cuando veamos que un presunto postmoderno escribe panfletos contra el Todo, cuando le oigamos criticar la verdad o alabar el desorden pensemos que detrás de todo ello puede haber algo más que mera incongruencia o ganas de enredar. Tengo para mí que en asuntos tan complicados como éste, y "en todas las ocasiones", como se dice en Asturias, es bueno atenerse a aquel sencillo lema de Espinosa que, ante lo que parece incomprensible, aconseja no reirse, no mentir, ni despreciar, sino entender: non ridere, non lugere neque detestare, sed intelligere. El tema de la mentalidad postmoderna nos ofrece a todos, y a mi el primero, desde luego, una excelente ocasión de practicar este admirable consejo. Muchas gracias.

Notas

(1) Ronald Inglehart: ‘Modernization and Postmodernization: The Changing Relatioship between Economic Development, Cultural Cahnge and Political Change’. Encuentro sobre valores sociales y políticos, en conmemoración del 700 aniversario de la Universidad Complutense, Madrid, 1993.

(2) Ingeborg Hoesterey (ed.): Zeitgeist in Babel. Indiana University Press.

(3) L. B. Smárgunov. Revista de la Universidad de San Petersburgo, nº 6, marzo de 1993.

(4) Ihab Hassan: "POSTmodernISM: A Paracritical Bibliography. New Literary History, 3, 1, 1971.

(5) Cf. M. Mitchell Waldrop: Complexity. The emerging Science at the Edge of Order and Chaos. A Touchstone Book, Nueva York, 1995.

(6) Richard Sennet: The Uses of Disorder. Personal Identity and City Life. Penguin Books, Londres, 1970. Frank Kermode: The Uses of Error. Harvard University Press, 1991.

(7) Karl Joël: Wandlungen der Weltanschauung (2 vols). Tübingen 1928-1934.

(8) Wolfgang Welsch: Unsere postmoderne Moderne. Acta Humaniora, Weinheim, 1991.

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