Entre los temas que han resultado centrales en la cultura española
del siglo XX se cuenta, sin duda, el que se ha dado en llamar «el problema
de España». Así se viene denominando la preocupación
intelectual, sentida por amplios grupos de pensadores y escritores, y expresada
además de modo literario, que en torno a la realidad de nuestro país,
su compleja identidad y los modos sociales en que aquella se ha plasmado ha
dado origen a un importante cuerpo de reflexiones, característico de
nuestra cultura.
Lo formuló muy bien D. Franco, hace años, al
escribir: «surca la literatura española, durante tres siglos, una
vena de honda preocupación nacional, que unas veces corre profunda y
otras aflora a borbotones. Su persistencia, su volumen y su matiz hacen de ella
algo específico de nuestras letras» (Franco, 1998). En el trasfondo
de tal inquietud viene latiendo lo que Laín llamó una «
dramática inhabilitada » de nuestro pueblo para llegar a ser «
un país mínimamente satisfecho de su constitución política
y social » (Laín, 1962). Se trata de un tema central en nuestra
vida colectiva, que en su raíz evidencia un núcleo referido a
su identidad social, y sobre el que se ha escrito en verso y en prosa, y se
ha debatido en salones y ha generado violencia. En particular, hace ahora un
siglo, la Generación del 98 le dio un extraordinario alcance, al convertir
esa preocupación en tema central de su obra creativa. Al cabo del tiempo,
el tema ha vuelto a estar de moda al quedar enlazado con la nueva estructura
política del país en forma de un «estado de autonomías».
Éstas, pensadas precisamente para articular una complejidad social que
demandaba reconocimiento institucional, han dado carta de naturaleza a muchos
de los elementos primero dibujados en la previa etapa de fermentación
cultural y social.
Es éste, por otro lado, un tema nuclear de la psicología,
y en concreto de la psicología social. Está en juego la cuestión
de las identidades nacionales desde las que habría que contemplar la
realidad social española. La nacionalidad, lo han repetido los psicólogos
sociales, «es sobre todo una categoría social» (Bernard,1946,
215). En nuestro caso, además, la psicología no sólo ha
de aportar su estudio del problema; ha jugado también un papel relevante
en la historia del desarrollo de éste, y de un modo u otro ha contribuido
a su planteamiento. De ahí el interés de un examen sumario de
estas interacciones entre teoría psicológica y problema social.
La psicología, una ciencia nueva a la altura de 1898, empezó por
entonces a calar en el mundo hispánico, no sólo como un saber
académico, sino como un instrumento de acción social al servicio
de ciertos grupos activamente implicados en dar forma - una u otra - a la sociedad
que pretendían reestructurar.
El conflicto de mentalidades
Durante el siglo XIX España hubo de hacer frente a una
serie de conflictos profundos en todos los órdenes. De un lado, las preferencias
políticas dominantes en el primer tercio del siglo hicieron que se distanciase
el país del resto de los países europeos, rompiendo la unidad
de civilización que había dominado con la Ilustración en
el siglo anterior. Esa misma política condujo a una ruptura interior
del país, con conflictos continuos entre los varios grupos sociales que
tuvo como efecto una serie de emigraciones de españoles a Europa, en
oleadas sucesivas - primero de afrancesados, luego de liberales y constitucionalistas,
más tarde de carlistas y revolucionarios (Marías, 1985). La fractura
social así gestada terminó por plasmarse en los sistemas de actitudes
y valores de los distintos grupos, dando cuerpo a una escisión entre
distintas mentalidades fuertemente inconciliables. Iba a surgir el problema
de «las dos Españas» (Figueiredo, 1932).
Tal vez una de las primeras expresiones del conflicto la haya
plasmado Mariano José de Larra (1809-1837), el gran romántico,
que llegó a imaginar grabado en una losa sepulcral este epitafio: «
aquí yace media España; murió de la otra media »
(Larra, III, 230). Consciente de que el país se había escindido
por la tensión de los dos extremos opuestos del arco social, escribió
unas palabras que anticipan gran parte de las reflexiones de muchos autores
posteriores: «Empiécese por el principio: educación, instrucción.
Sobre estas grandes y sólidas bases se ha de levantar el edificio. Marche
esa otra masa, esa inmensa mayoría que se sentó hace tres siglos.
Deténgase, para dirigirla, la arrogante minoría a quien engaña
su corazón y sus grandes deseos, y entonces habrá alguna remota
vislumbre de esperanza.
Entretanto, nuestra misión es bien peligrosa... Éstos
son los inconvenientes que tiene que arrostrar quien piensa marchar igualmente
distante de los dos extremos. Allí está la razón, allí
la verdad; pero allí el peligro» (Id. I, 72 s.). Larra veía el
país dividido entre una mayoría inmóvil, detenida en el
cultivo obsesivo del pasado y la tradición, y una minoría arrogante
que tomaba sus sueños de progreso por realidad; progresistas y reaccionarios
disputaban por el proyecto de país que cada grupo quería imponer
a los demás. Y al mismo tiempo, el conservadurismo y el tradicionalismo
generaban innumerables obstáculos para la incorporación de los
nuevos valores dominantes en Europa: la democracia, la mentalidad positivista,
el reformismo social y económico.
Sólo con la llegada de la Restauración (1874) pudo España al fin entrar en una era de progreso, de incorporación al continente, en el orden político, social, intelectual y científico-técnico (Seco, 1993). También ésta es la época en que se va a producir, y no por azar, el comienzo de incorporación de la psicología científica a nuestro horizonte de ideas (Carpintero, 1998). Y al hacerlo, algunos espíritus iban a acercarse a la nueva ciencia para obtener luz sobre los problemas sociales que se estaban viviendo.
La realidad española y la Institución Libre de Enseñanza
Durante el reinado de Fernando VII (1814-1832), el país derivó por derroteros que lo alejaron del progreso dominante en Europa, hasta el punto de percibir ciertos grupos como indispensable un movimiento de europeización y de transformación de la mentalidad social mediante la educación. No se puede olvidar que en los años de la Restauración, en 1876, las mentalidades conservadora y liberal (Menéndez Pelayo y Laverde frente a Azcárate) iban a enzarzarse en una fuerte polémica en torno a las relaciones entre religión, iglesia y progreso científico, en nuestra historia moderna, al tiempo que B. Pérez Galdós (1843-1920) enfrentaba también ciencia y religión en su novela Doña Perfecta, una mirada fuertemente ideológica sobre nuestra sociedad.
La Institución Libre de Enseñanza, empresa intelectual de enorme empuje creada por F. Giner de los Ríos (1839-1915) para emprender la renovación social del país a través de la educación (1876), se iba a convertir en cauce de aproximación a la cultura europea y a los nuevos desarrollos de la ciencia moderna. Entre otras cosas, iba a conceder atención y a tratar de aprovecharse de la nueva psicología para su diseño educativo. Y con ello, iban a llegar también ideas cuyo fruto serviría para ciertos planteamientos de la realidad social que la época parecía reclamar.
Giner, en unas bien conocidas Lecciones sumarias de psicología
(1874, 1877) hizo notar la necesidad de injertar en la antropología filosófica
krausista, de corte idealista, los avances de la «novísima psicología»
que estaban desarrollando Wundt, Lotze, Helmholtz y tantos otros pioneros de
la nueva ciencia psicológica por aquellos años. Esto es cosa bien
sabida (Lafuente, 1984; Carpintero, 1994). Pero al mismo tiempo, incorporó
también los conceptos psicológicos a la ciencia social.
En La persona social (1899), dejó constancia
de su consideración de la sociedad como ser, y ser real, al que había
que ver como organismo vivo: «Toda comunidad de individuos (o de sociedades)
unidos para cumplir un fin real, o varios, o todos, mediante su mutua cooperación,
constituye un propio organismo, sustancialmente diverso de cada uno de sus miembros
y aun de la mera suma de éstos» (Giner, 1899, 40). Dotado de existencia
propia, tal «organismo» vendría en último extremo
caracterizado como «persona» , poseedora de un fondo de ideas y
sentimientos, y orientada hacia el cumplimiento de fines - rasgo que para Giner
caracterizaría a todo organismo - . En esa vida de la persona social
radicaría su personalidad y su peculiaridad como nación. Incorporaba
así a sus reflexiones jurídico-políticas ideas que circulaban
en Europa en torno a las realidades sociales, y de las que es singular ejemplo
la sociología de Herbert Spencer. En ésta se afirma temáticamente
que una sociedad «es un organismo», y que así como el organismo
biológico puede ser visto como «nación de unidades»,
la nación podía ser pensada precisamente «como un organismo»
(Spencer, 1947, I, 145), abriendo de este modo una vía a su exploración.
(Una fórmula aún más extrema aparece en la sociología
de Hostos, escrita por aquellos mismos años: «afirmamos que el
ser social vive como todos los seres de la escala zoológica...»
[Hostos, 1904, 29]).
Como krausista, Giner considera al hombre como una realidad
compleja, en la que junto a su dimensión individual y sensible se contiene
otra racional. La primera se modula con las componentes histórico sociales,
la segunda instaura el orden racional universal en los individuos de nuestra
especie. Ésta hace de cada uno un ser racional igual a los demás;
aquella introduce un cúmulo de diferencias individuales y sociales que
multiplica y enriquece la realidad: «todos somos al par el hombre
y este hombre» (1899, 25). Individualidad y racionalidad, sociedad
y universalidad, nacionalismo e internacionalismo, tensiones que alentaban la
época y que subyacen a los innumerables fenómenos históricos
de la segunda mitad del XIX, encontraban explicación en esa visión
biológica y evolutiva de la realidad social que se había adueñado
del mundo de la ciencia social.
Recordemos, junto a Giner, la figura de Joaquín Costa
(1846-1911), tan próxima en muchos sentidos a aquel. Costa, hondamente
preocupado por la realidad social de su país, interesado por todas las
manifestaciones sociales - el arte, el juego, el derecho, el folklore... - ,
publica en 1880 la Teoría del hecho jurídico y social,
un libro en que también se apela a la nueva psicología, o mejor,
a la psicofísica, como él la llama, para consolidar la construcción
de las ciencias sociales. Lo que ha pretendido es sentar las bases del estudio
de la realidad social «poniendo a contribución los novísimos descubrimientos
e hipótesis de la Psicofísica, debidos al perseverante esfuerzo
de los Weber, Fechner, Wundt, Carpenter, Maudsley, Luys, Ferrier, Delboeuf,
Lotze, Helmholtz, que ya es hora de introducir en la ciencia del derecho...»
(Costa, 1880, vii). Ésta es una doctrina sobre la acción de los
hombres, sus modos de obrar, sus hábitos y costumbres, y acerca de estas
cosas, como es bien sabido, estaba ocupándose la nueva ciencia psicológica.
Algunas expresiones son tajantes: «no cabe - dirá - verdadera ciencia
jurídica sin el estudio del sistema neuropsíquico, señaladamente
del cerebro y sus varias funciones» (Id., ix).
Costa, según comentara Ortega, se saturó de atmósfera
historicista y de dogmas románticos sobre la naturaleza y el alma de
los pueblos. Éstos, convertidos en organismos vivos, habrían de
tener sus aptitudes y funciones. Por ejemplo, refiriéndose a Aragón,
su tierra, y sus «funciones ...en el organismo de la nacionalidad española
» , en una conferencia que pronunció en 1884, concibió el siguiente
paralelismo: «Es Aragón respecto de España lo que Inglaterra
respecto de Europa», a saber, la región con especiales aptitudes
para los fines «sociales y políticos» (Costa, 1884, 282).
A juicio de Costa, le señalaban sus papeles de «iniciador de todos los
grandes progresos sociales...; regulador y moderador de la actividad nacional;
fuerza de resistencia contra los desbordamientos del espíritu reaccionario
y ... del espíritu progresista; fuerza de impulsión contra los
desfallecimientos del país...» (Ibíd.) En la edad moderna, seguía
diciendo el gran aragonés, «es un pueblo sin hombres» (Ibíd.),
que ha dado fuerza colectiva pero no individualidades señeras.
A la base de tales visiones hay, naturalmente, una cierta idea
del «alma española». Una idea que, curiosamente, subraya
la condición rígida y mineralizada de nuestra sociedad : «en
esa exploración del alma española se me ha descubierto como carácter
fundamental nuestro espíritu hecho dogma, inerte, rígido... aferrado
a lo antiguo como el molusco a la roca» (Costa, 1906, 697).
Dejemos a un lado los juicios sobre su tierra, y quedémonos con esa visión del organismo nacional y de las funciones vitales de las distintas regiones, para comprender cómo en la mente de estos hombres de la Institución se había desarrollado una visión psicosocial de la realidad nacional, que iba a cobrar fuerza en las décadas finales del siglo. Las ideas psicológicas, y fundamentalmente aquellas que apuntan hacia una mente colectiva y una psicología de los pueblos, iban a comenzar a emplearse para entender la realidad de nuestra sociedad, cuyos desequilibrios y desajustes reclamaban tratamiento.
El paso siguiente, naturalmente, había de ser el ver esos desequilibrios desde los conceptos psicológicos adecuados a las formas patológicas de lo mental. Ese paso lo vino a dar la Generación del 98.
Generación del 98 y psicopatología
Con la pérdida de los últimos restos del imperio
colonial español en el conflicto con Estados Unidos que sufre España
en 1898 - el «desastre del 98» - , y la conciencia aguda de crisis
vivida por los grupos más sensibles a los problemas nacionales, que alentó
los afanes de europeización del país, se produjo un movimiento
de renacimiento y regeneración nacionales, que inspira la obra creadora
de la generación del 98.
El grupo de escritores que se integran en esa generación,
y que en muchas ocasiones ocupan todo el protagonismo de la misma, constituye
uno de los momentos más creadores y admirables de la literatura española.
Azorín, los Machado, Ganivet, Unamuno, Baroja, Valle Inclán, son
nombres clave en nuestras letras y en nuestra cultura. Todos hacen de España,
de su realidad histórica y sus paisajes, un objeto de análisis,
de estudio, y también de apasionada estimación y crítica.
En sus manos cobra nueva fuerza , «el problema de España»,
que les inspira reflexiones y les hace sentir con fuerza, vital y literariamente,
la realidad de nuestro país.
En una u otra forma, les anima una preocupación por integrar los nuevos tiempos europeos con la realidad profunda de nuestra sociedad. La sociología, la psicología, en general las ciencias sociales, estaban llamadas a tener un papel protagonista en el tiempo que llegaba.
Formados en la cultura europea de su tiempo, que era predominantemente psicologista, hubieron de aprovechar en cada caso las nuevas ideas para tratar de resolver el problema de España. Aquí correspondió a la psicología una función que iba más allá de la mera comprensión de los fenómenos mentales, para alcanzar niveles de interpretación social que llegarían a formar parte de diferentes cosmovisiones y filosofías.
Los hombres de la generación del 98 estaban sustentados,
en buena medida, en ideas que procedían más o menos directamente
del evolucionismo y el positivismo. Leyeron a Herbert Spencer, y a Hipólito
Taine, y también a Darwin, y a Ribot. Estaban, además, muy fuertemente
influidos por las ideas acerca del Volksgeist y los caracteres nacionales,
que iban a desarrollarse de modo extraordinario, unas veces en su versión
nacionalista, otras veces en forma más separatista o regionalista. Al
fin y al cabo, tales conceptos alentaron muchos de los movimientos de resurrección
de las culturas regionales por toda Europa, España incluida, y permitieron
que tomara cuerpo la idea de la existencia de diferentes «mentes populares»,
especialmente en casos de grupos con lenguas y culturas particulares. Recordemos
tan sólo aquí, como síntesis de muchos otros trabajos orientados
en esa dirección, el estudio de Alfred Fouillée sobre Psicología
de los pueblos europeos (Fouillée,1903), donde se trazan unas semblanzas-tipo
de los varios europeos de la época, incluyendo al español entre
otros, y oponiéndolo singularmente al perfil del anglosajón (Fouillée,
1903).
En otro lugar (Carpintero, 1998) se han analizado ampliamente
las diferentes dimensiones que pueden caracterizar la realidad de la psicología
en la España del 98 y su presencia en la obra de algunos de los miembros
de la mencionada Generación. Consideraremos aquí tan sólo
el «problema de España», tal y como fue interpretado desde
el horizonte de la psicopatología.
Hay dos supuestos generales que actúan de modo influyente
en estos autores: uno, que la realidad social que se considera tiene una índole
psíquica o mental - que se está hablando de una cierta «alma
española» ; y, segundo, que ésta se halla desorganizada,
desordenada, enferma - y ahí está la clave de la situación
por la que atraviesa el país.
Consideremos ahora la obra de algunos de los miembros de esa generación.
Miguel de Unamuno (1864-1936) y Ángel Ganivet (1865-1898) dieron a la luz en fecha muy temprana sus reflexiones sobre la situación nacional; el primero, principalmente en sus artículos de 1895, luego reunidos en libro, En torno al casticismo (1902); el segundo, en las páginas del Idearium español (1897).
Unamuno se preocupó por estudiar «la psicología
de nuestro pueblo» (Unamuno, III, 158), y apeló al trasfondo de
actitudes y creencias que formarían el «Volksgeist», o «verdadera
subconciencia popular» (III, 299), conjunto de representaciones, sentimientos
y expresiones que el folklore, la etnología y la historia venían
explorando, lo que llamaría «intrahistoria». Lo importante
es que este núcleo de fenómenos colectivo deja su impronta en
las almas de los individuos, y las sella con ciertos « caracteres nacionales
» (III, 188). En su visión antropológica están claras
las influencias de krausistas y positivistas (Carpintero, 1998; Quintana, 1998).
Pero lo que aquí nos interesa es que su diagnóstico del problema
propio del «español» es, precisamente, que es un espíritu
que vive en desconexión, en disociación. «Espíritu
este dualista y polarizador», dirá refiriéndose a él
(1902, 110); y añade: «Don, Quijote y Sancho caminan juntos ...pero
no se funden» (Ibíd.); «este espíritu disociativo,
dualista, polarizador, se revela en la expresión...en el énfasis,
en la ‘inundación de mala y turbia retórica’... » (Id.,
114); disociación que separa ciencia y literatura, idealismo y realismo,
voluntarismo simplista y fatalismo, sensibilidad y concepto... En vez de poseer
una mente colectiva asociada e integrada, persiste y domina la «tendencia
disociativa » (1902, 188).
Esa la raíz de nuestro problema colectivo.
No demasiado distinto suena el juicio de Ganivet. Éste
reclama un retorno hacia el conocimiento de nosotros mismos según la
fórmula de San Agustín: «Noli foras ire, in interiore Hispaniae
habitat veritas» (Ganivet, 1944, 151). El español, según
su dictamen, vive arraigado en un profundo voluntarismo, que ahora se ha visto
invadido por un trastorno en su capacidad de querer: «aboulía»
- el trastorno de que hablaron los psicopatólogos como Ribot o Janet,
entre otros (Id. ,162): «si yo fuese consultado como médico espiritual
para formular el diagnóstico del padecimiento que los españoles
sufrimos... diría que la enfermedad se designa con el nombre de "no
querer" , o en términos más científicos por la palabra
"aboulia", que significa eso mismo, "extinción o debilitación
grave de la voluntad"; y lo sostendría, si necesario fuera, con
textos de autoridades y examen de casos clínicos muy detallados, pues
desde Esquirol y Maudsley hasta Ribot y Pierre Janet hay una larga serie de
médicos y psicólogos que han estudiado esta enfermedad...» (1944,
162 s). Toda una serie de rasgos de aquel padecimiento parecen darse en el cuerpo
social enfermo. Es, como se ve, un trastorno mental. E idéntico diagnóstico
propondrá Azorín en su temprana novela La voluntad (1902),
en la que descubre ese mal al examinar con cuidado los hechos y gestos de la
vida provinciana, tal como se muestra en Yecla, que es cifra y símbolo
del resto del país.
Esta visión psicologista de la realidad social, que
gira sin terminar de explicitarlo en torno al examen de un «espíritu
popular», un «Volksgeist», que singularizaría al pueblo
español, encontró plena expresión en el estudio de Rafael
Altamira (1866-1951), notable historiador y ensayista noventaiochista, sobre
la Psicología del pueblo español (1902; 1917). Le mueve
a escribirlo la preocupación ante ciertos fenómenos como el pesimismo
y la insolidaridad, que afectan a ese organismo social, con personalidad propia,
que es nuestro país. No deja de señalar la serie de rasgos que
lo definen - «un grupo humano organizado en territorio propio, con civilización
y carácter diferenciados, con historia común a todos sus componentes
en un largo período de tiempo, y que tiene conciencia de su personalidad»
(Altamira, 1917, 67) - , que sin embargo se halla en una fase crítica
afectado sobre todo por «disociaciones espirituales» (id. 80), en
concreto por los regionalismos catalán, vasco y gallego.
En su examen de esa psicología, notará ciertos
caracteres colectivos - criticismo, armonismo, realismo y valor de lo práctico,
intuición eficaz... - pero también la falta de voluntad en las
masas sociales, lo que llama una «masa abúlica» a la que
habría que mover a realizar metas colectivas posibles. Advierte también
que ya empieza a haber una minoría que se ha regenerado, y que podría
intervenir eficazmente, continuando la marcha del pueblo por la historia, siempre
que sea capaz de superar la «antigua abulia », la falta de aspiraciones,
el «¡lo mismo da!» y el «¡bien está! »
(Id. 196-7). Aquí volvemos a encontrar esa nota común de todos
los diagnósticos, esa referencia a la falta de voluntad que constituye,
aparentemente, la clave patológica del n«Volksgeist» de nuestro
país.
Este estudio une al interés de su análisis otros
dos méritos. Uno, indisputable, el de su título, que hace inmediatamente
pensar en la compleja problemática de la «Völkerpsychologie»
y su aplicación a la realidad social española; y segundo, una
muy interesante documentación sobre este tipo de estudios hasta la época,
que lo enriquecen de modo notable.
De esta suerte, los hombres del 98, impulsados en buena medida por sus lecturas psicológicas, por las ideas de Spencer, Taine, Wundt o Renan, han logrado reaccionar ante el drama del desastre encontrando una vía explicativa, la que a su juicio pasa por la dinámica perturbada y enferma del alma española. La fórmula de la recuperación habría de pasar por recuperar la conciencia de la identidad en el pasado histórico, y revitalizar los valores en que aquel se había fundado.
La Mente colectiva y la generación de 1886
El esfuerzo literario e historicista de los hombres del 98
requería ser completado con otro que procurase la elevación del
país al nivel del tiempo, a la «altura de los tiempos» -
concepto que J. Ortega y Gasset (1883-1955) iba a utilizar profusamente -. Se
trataba de recuperar, junto a la memoria de la personalidad sida, la visión
clara de los proyectos hacia el futuro. En alguna ocasión, Ortega se
referirá, precisamente, a su convicción de que la nación
no es una realidad propia de los antepasados, sino una empresa de futuro que
es propia de los hijos...
El pasado convertido en problema, el futuro incierto y carente de determinación, todo ello explica que la generación siguiente a la del 98, la de 1886, la de Ortega y d’Ors y Marañón, vuelva la mirada hacia Europa en busca de soluciones técnicas y científicas, en busca de ideas rigurosas y definidas, con que abordar la renovación social.
En este contexto merece ser recordada una obra singular de un miembro de esta generación y figura notable de la vida cultural y política de su tiempo: Salvador de Madariaga.
Madariaga (1886-1978) ingeniero, historiador y político activo en el mundo internacional de la Sociedad de Naciones, publicó en inglés, en 1928, un curioso estudio de psicología social comparada, Ingleses, franceses, españoles, con fortuna literaria y poca repercusión entre los especialistas.
Su autor comienza por admitir la importancia de la psicología
en el mundo de las relaciones internacionales. En política, afirma, la
clave es el hombre; en política nacional «el factor primordial
es la psicología del individuo» (Madariaga, 1969, 7/1946, 11),
mientras que en la política internacional lo es «el carácter
nacional» (Id., 8/Ibíd) que gravita sobre sus participantes. Cada
nación marca a sus hijos con un determinado núcleo dinámico
que trasparece en sus actos y decisiones. En concreto, los ingleses girarían
en torno a un predominio de la acción, guiada por el «fair play»
(el «juego limpio»); los franceses, se distinguirían por
el protagonismo concedido a la inteligencia, y al concepto de «droit»
(derecho); en fin, a los españoles les caracterizaría la pasión,
y el concepto de «honor». Cada núcleo lleva en su derredor
vicios y virtudes, pros y contras. El interés británico por la
acción implica fuerza, empirismo, utilitarismo, pero también hipocresía;
la inteligencia francesa se acompaña de un predominio de la visión
comprensiva, el afán planificador, el centralismo, y también una
parsimonia en la acción; entre los españoles, la pasión
y la vida, el vitalismo, resultan predominantes, pero con ello parece que también
estamos dominados por la espontaneidad, las contradicciones, ciertas actitudes
de mesianismo y, además, por la envidia, en el lado negativo.
El libro hace gala de la amplia experiencia vital de su autor, quien admite como método la intuición impresionista, que no obstante refuerza con agudos análisis de expresiones características de los tres idiomas, que ha poseído con gran dominio. Sobre todo, el libro refuerza la visión generalizada de los estereotipos nacionales, un tema que conocen bien los psicólogos empíricos que los han analizado en distintos lugares y tiempos.
Caso bien distinto es el que representa Ortega. En Meditaciones
del Quijote (1914), su primer libro, formuló la pregunta clave de
su propia trayectoria como pensador comprometido: «Dios mío, ¿qué
es España?». Para tratar de responderla iniciará una amplia
empresa de comprensión de la circunstancia, pues España es la
primera de esas circunstancias. Ello reclamará como marco general la
comprensión del universo. Y esto implica sencillamente toda una filosofía.
Lo interesante es que, habiendo comenzado su progreso intelectual
bajo la expectativa de hallar un alma o una mentalidad nacional, enseguida se
revuelve contra el tópico para desarrollar una nueva perspectiva. Afirmará
que las realidades sociales son, ante todo, estructuras sociales de índole
histórica, donde las minorías proponen formas de vida colectiva
con que abordar las demandas de la época, y donde las mayorías
han de estar dispuestas a convertirlas en realidad. La tesis orteguiana, sin
entrar a discutir las convicciones de los noventaiochistas, daba un paso adelante,
al mostrar que el problema de España no era cuestión de mentalidades,
sino de organización y configuración social: precisamente un problema
de «invertebración colectiva». Las naciones son cuerpos históricos
que en muchos casos han resultado de procesos de integración, y que pueden
verse afectados por tendencias desintegradoras. Esa desintegración, si
se apuran las cosas, puede tener una explicación «psicológica»:
se debe al hecho de haberse llenado las sociedades occidentales, y desde luego
la española, de un tipo de hombre, el «hombre-masa», que
posee una socialización deficiente, que reposa en el uso de la fuerza,
de la imposición violenta, de la acción directa, y de la exclusión
de lo diferente de lo que constituye su círculo vital (Carpintero, 1994).
La fórmula de Ortega historifica la realidad social.
Deja a un lado las pretensiones de existencia intemporal y cuasi metafísica
de los «espíritus nacionales» para venir a fundarse en la
construcción humana en el tiempo de los cuerpos colectivos, sostenidos
por relaciones de poder, imitación, autoridad, cooperación y seguimiento.
Se trata de funciones sociales, no de almas colectivas, lo que constituye la
vida de los pueblos. La comprensión de los problemas nacionales requiere
el uso de la razón histórica, que explica los hechos narrando
su devenir.
La historicidad de las naciones y las sociedades lleva el problema
a un nuevo marco de comprensión. Lo extrae de las visiones románticas
de los « espíritus nacionales» para situarlo en el horizonte
de las realidades colectivas constituidas en la convivencia histórica.
Con ello entramos en un nuevo horizonte conceptual e interpretativo.
Sin embargo, el problema interpretativo no se había
limitado a considerar la realidad global de la nación. Los grupos y movimientos
regionalistas e independentistas también lo habían abordado, y
«los espíritus nacionales» encontraron ahí suelo fértil
para seguir desarrollándose.
Alma de los pueblos y nacionalidades
La visión psicologista de las culturas y las lenguas como expresión de un Volksgeist no sólo hizo posible una reflexión regeneradora e impulsora de la actividad nacional, sino que tuvo otros efectos distintos y paralelos. Fundamentalmente, dio consistencia a los afanes autonomistas y disgregadores de ciertos grupos, reactivos frente a la estructura nacional centralizada resultante de los siglos precedentes. De este modo, ya desde la segunda mitad del siglo XIX encontramos ese examen de la realidad propia dentro del horizonte conceptual del Volksgeist, o espíritu de los pueblos, tanto para asentar una acción nacional en un sentido global como para fundamentar unas perspectivas autonomistas en clara colisión con la primera, pero situadas en el mismo nivel de construcción intelectual. Unos y otros se ocuparon de introducir, como en un gran mural, algunos temas psicológicos cuya utilidad era evidente a la hora de dar vía de solución al conjunto de preocupaciones dominantes en aquella hora histórica.
Sin entrar en el detalle de la evolución de estas propuestas regionales, nacionalistas en diverso grado, bastará con notar su coincidencia a la hora de apelar a ese principio de Volksgeist o espíritu nacional como fundamento de su reivindicación autonomista. Ciertamente, atrás quedaba ya el eco del movimiento federalista que liderara intelectualmente Francisco Pi y Margall (1824-1901), que alentó eficazmente todas las ilusiones nacionalistas existentes, y tal vez despertó algunas nuevas (Las nacionalidades, s.a.).
En el caso de Cataluña, notemos que en 1886 Valentí
Almirall (1841-1904) publicó Lo catalanisme, y en él, junto
a una afirmación rotunda de voluntad de cientificismo y positivismo,
mantiene una defensa de la pluralidad y variedad dentro de la nación,
lo que llama «particularismo». Aspira así a distinguir entre
las relaciones exteriores, propias del estado central, y las interiores, donde
habría de cederse un amplio margen a la peculiaridad de los pueblos que
integran la variedad del país (Balcells, 1991). Coetáneo de Costa,
es también un regeneracionista, que lucha contra la degeneración
de la nación. Al hacer su análisis, habla de varias «razas»,
que al final reduce a dos, la catalana (pirenaica o nororiental) y la castellana
(o «central-meridional») (Almirall, 1888, 27). Ésta es «idealista»
y dada a las abstracciones como don Quijote, mientras la primera es positiva
y práctica, a semejanza de los pueblos anglosajones: «Si aquesta
es la mes completa representació del positivisme basat en lo sentit práctich
individualista, aquell es la genuina expressió del idealisme, apoyat
en lo més inconstant afany d’abstraccións » (1888, 27).
Dominados los catalanes por sus facultades «reflexivas», despreciarán
las formas y tenderán a aparecer como «interesados y mezquinos»
(Id, 62), mientras los castellanos se apasionarán por lo abstracto y
el afán de «predominio» (Id. 46). Se admite, pues, que hay
un elemento importante diferencial entre las distintas mentalidades de las razas
que conviven en el país, y que por ello mismo se requeriría una
regionalización y descentralización que atendiera a las particularidades
de las mismas.
La idea estaba lanzada. Poco después, Josep Torras i
Bages (1846-1916), luego obispo de Vich, publicó La Tradició
Catalana (1892), expresión de un nacionalismo conservador y fuertemente
clerical, donde se defiende la existencia de un «espíritu nacional»
que se liga a la nación, a la lengua, la cultura, y la religión.
Cuando llegamos a los hombres de la generación del 98,
encontramos ahí a Enric Prat de la Riba (1870-1917), artífice
de la Mancomunitat de Catalunya, primera construcción política
alentada por los ideales catalanistas. Aquí se habla del «ànima
del nostre poble», el alma del pueblo catalán, expresada en la
lengua, y en ideales colectivos, propios de un «espíritu nacional
de los catalanes » («l’esperit nacional de la gent catalana»)
que sostiene su individualidad nacional (Prat [1906] 1978, 89). Ahora ya el
«espíritu nacional» se distiende hacia el pasado y el presente,
y proporciona la base esencial para que se conciba aquella «individualidad»que
parece corresponder a los catalanes.
Otro tanto sucede en el País Vasco, donde esa misma
idea genera una concepción ya declaradamente biologista de raza, defendida
y aplicada consistentemente por Sabino Arana (1865-1903) al pueblo euskera (Juaristi,
1997). Considera, en efecto, este pueblo como una verdadera «raza originalísima»,
«sui generis», «aislada en el universo de tal manera que no
se encuentran datos para clasificarla entre las demás razas de la Tierra».
Y la originalidad de raza arguye ineludiblemente, a juicio de este autor, en
pro de la independencia de su pueblo (Arana, 1978, 52-53).
En Galicia, en 1889 Alfredo Brañas (1859-1900) publica
El Regionalismo, en que se defiende una descentralización donde
no peligrara la unidad nacional, pero permitiera la actividad propia de la región
- con su suelo, sus costumbres, la enseñanza pública, la idiosincrasia
individual, el derecho y la justicia, «que forma el verdadero elemento
psíquico, el alma del regionalismo»(Brañas, 1889, 59).
El «Volksgeist» ha entrado, como puede verse, al
servicio de la voluntad política de ciertos grupos. De esta suerte, en
la década 1880-1890, en Cataluña, en el País Vasco, en
Galicia, se ponen en marcha movimientos que tienen como base su convicción
en la realidad de las almas de los pueblos, que buscan cuotas superiores de
autonomía o independencia respecto del gobierno central de la nación,
y que reivindican, junto con un nuevo nivel sociopolítico, el renacimiento
y regeneración de las lenguas y culturas vernáculas respectivas,
elementos que se han convertido en base de sus realidades diferenciales, en
mayor o menor grado políticamente autónomas.
Ciertamente, no es éste un fenómeno sólo español, sino de dimensiones ampliamente europeas. Los desarrollos de las particularidades regionales y nacionales han florecido en otras latitudes, de la Cerdeña a Irlanda, de Centroeuropa a los Balcanes.
Además, y ello nos tocaba mucho más de cerca,
también creció en las antiguas colonias perdidas en el desastre,
en Cuba, en Filipinas y Puerto Rico. También allí la independencia
política encontró como uno de sus argumentos éste de la
peculiaridad de su «espíritu nacional».
Recordaré aquí tan sólo la figura del
gran cubano José Martí (1853-1895), que en numerosas ocasiones
insistió en la singularidad del mundo hispanoamericano, en su condición
de «pueblo», al que la había de corresponder la responsabilidad
e independencia propias de las naciones.«Tenemos cabeza de Sócrates
y pies de indio » , escribió en cierta ocasión para referirse
a esa síntesis singular del mundo clásico y occidental con lo
indio aborigen que le parecía el hecho diferencial de lo latinoamericano;
y añadía: «somos un pueblo original, desde los yaquis hasta
los patagones» (cit., Armas, 19, 273). En otra ocasión, con una
imagen sorprendente, aunaba las fuerzas que impulsaban los nuevos tiempos representadas
en dos figuras libertadoras: «De aquella América enconada y turbia,
que brotó con las espinas en la frente y las palabras como lava... hemos
venido a pujo de brazo, a nuestra América de hoy, heroica y trabajadora
a la vez... con Bolívar de un brazo y Herbert Spencer de otro... »(cit.
en Gaos, 1946, 587). Bolívar y Spencer: el primero, la figura militar
romántica independentista, y el segundo, el teórico de las sociedades
como seres vivos, cuya autonomía y cuya vitalidad era preciso desplegar
en toda la América hispana.
Todos esos testimonios, y muchos más que cabría reunir, apuntan en la misma dirección. Tras su lectura se hace evidente que ha habido en el mundo hispano una profunda influencia, nacida de la moderna psicología, que ha ido mucho más allá de las reformas puntuales en el campo de lo educativo o de la intervención individual.
Como se ve, la psicología de los pueblos, que Wundt
y otros han defendido, no deja de tener una resonancia entre nosotros, y además,
una resonancia de incalculable alcance político. Han sido, en efecto,
ciertos grandes conceptos de la psicología social, de la psicología
de los pueblos, los que han cobrado una extremada importancia histórica
en el marco de los vaivenes y conflictos experimentados por la sociedad hispánica,
no sólo española, en las décadas finales del siglo XIX.
La psicología social es, como bien se ve, una realidad histórica
por sus contenidos y por sus consecuencias (Ovejero, 2000). Las demandas de
reestructuración y regeneración sociales, que tuvieron su origen
en el desajuste español al mundo de la modernidad que se había
instalado en occidente (Pinillos, 1988), encontraron prestas para ser usadas
ideas relativas a la condición biológica y cuasi «personal»
de las naciones, cuya utilidad era indiscutible una vez puestos al servicio
de proyectos de independencia y de asunción del poder en áreas
y grupos sociales tanto internos al país como coloniales.
En el desarrollo de la psicología contemporánea, la primacía que se ha concedido a sus intervenciones individuales o de pequeño grupo ha impedido ver otras formas de influencia sobre las sociedades, tal vez más básicas, profundas y duraderas, aunque sin duda alejadas de todo marco académico de laboratorio y experimentación.
La visión psicologista de las culturas y las lenguas regionales dio consistencia a un tiempo a los esfuerzos regeneradores del 98 y a los afanes autonomistas de distintos grupos, sometidos políticamente a una estructura centralizada resultante de los siglos precedentes.
Las nuevas concepciones psicológicas fomentaron, sin duda, un enorme esfuerzo por estudiar, describir y conocer la realidad social del país, su Volksgeist, en forma no erudita sino vital y literaria.
No se puede por menos de pensar que sólo cuando, entre
algunos grupos más fuertemente influidos por la concepción científica
de la realidad social, se abra camino la interpretación histórico-estructural
de las colectividades, y se relegue a un plano secundario todas las interpretaciones
organicistas y psicologistas de aquellas, dejará de contar esa rudimentaria
«psicología de los pueblos» con el apoyo intelectual de los
grupos más ilustrados, y se depurará el concepto de las «naciones»,
desligándolo de las cosmovisiones románticas que en gran número
de lugares todavía las envuelven.
Una vez que se contempla el panorama histórico en su totalidad, sin mutilaciones preconcebidas, se hace visible la honda significación que han tenido ciertos conceptos de la psicología social, que a través de la acción social y política han condicionado e influido de modo decisivo en la realidad histórica de nuestro mundo actual. |
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Aceptado el 17 de noviembre de 2000 |