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PSICOTHEMA
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  • Digital Edition:: 1886-144X
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Psicothema, 2001. Vol. Vol. 13 (nº 2). 205-213




EL EGO, LA CONCIENCIA Y LAS EMOCIONES: UN MODELO INTERACTIVO

Vicente M. Simón

Universidad de Valencia

En este artículo se presenta un modelo de funcionamiento mental utilizando como protagonistas a tres de las instancias mentales clásicas: el ego, la conciencia y las emociones. Tras exponer brevemente cómo concibe el autor cada uno de estos tres constructos, se exponen dos versiones distintas de cómo posiblemente interactúan entre sí. La primera responde a la forma de funcionamiento más habitual en nuestro entorno social occidental. La segunda tiene su máxima representación en la tradición meditativa oriental, aunque también se encuentra presente en las tradiciones místicas de todo tipo, incluidas las occidentales. La esencia de esta forma alternativa de funcionamiento mental consistiría en que la habitual identificación de la conciencia con el ego y las emociones, identificación característica de la primera forma de funcionamiento, se truncaría en esta segunda modalidad. Surge así una nueva forma de relación de la conciencia con el complejo emociones-ego, en virtud de la cual la conciencia queda liberada de su habitual y estricta dependencia de este complejo, abriendo así las puertas de la experiencia humana a todo un universo de vivencias inexploradas.

Ego, consciousness and emotions: an interactive model. In this paper, a model of mental processing is presented using as protagonists three of the classic mental instances: ego, consciousness and emotions. After briefly expounding the author’s conception of each of these three constructs, two different versions of their possible interaction are outlined. The first corresponds to the most usual working mode in our western cultural setting. The second finds its maximum representation in the oriental tradition of meditation, though it is also present in mystical traditions of all types, including those of the West. The essence of this alternative form of mental functioning consists of breaking the habitual identification of consciousness with ego and emotions, which is characteristic of the first mode. In this way, a new form of relationship between consciousness and the ego-emotions complex arises, by virtue of which consciousness is freed from its habitual strict dependence on this complex, so opening up a whole universe of unexplored human experience.

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Hace más de doscientos años que Hume dejaba constancia de su perplejidad por la idea que del yo y de la identidad personal tenían sus contemporáneos. Refiriéndose a un supuesto interlocutor que defendiera la posición entonces habitual (y que no difería mucho del saber popular de ahora), Hume decía: «Es posible que él pueda percibir algo simple y continuo a lo que llama su yo, pero yo sé con certeza que en mí no existe tal principio». Lo que él descubría en sí mismo le llevaba a afirmar «que todos los demás seres humanos no son sino un haz o colección de percepciones diferentes, que se suceden entre sí con rapidez inconcebible y están en perpetuo flujo y movimiento» (Hume, 1992). Esa disparidad entre lo percibido y lo que los demás le relataban despertó su perplejidad. Yo, que también he compartido su extrañeza, pretendo aquí relatar mi forma de salir de ella, es decir, trato de dibujar el mapa de un cierto itinerario.

En esta empresa que me he propuesto, voy a hacer uso, inevitablemente, de conceptos y de palabras tales como « ego», «yo» y « conciencia». Sin embargo, quiero dejar bien claro que mi intención no es consagrar ni a los unos ni a las otras. Lo que deseo es transmitir una experiencia y una forma de comprender algunos aspectos de la realidad. Es decir, concibo los conceptos y las palabras como mensajeros, pero dejando bien claro que no son ellos los protagonistas de la acción, sino únicamente los correos que la transmiten. Me daré por satisfecho si el lector recibe el mensaje y, de ser así, bien puede proceder entonces a desechar las palabras. Éstas, una vez cumplida su misión, no tienen por qué perdurar más allá de lo necesario en su mente, ya que las palabras tienden fácilmente a suplantar al mensaje que en realidad debieran custodiar.

En esta breve exposición, comenzaré bosquejando un somero perfil de los tres actores que van a protagonizar la representación de la vida psíquica que después desarrollaré. Los tres actores son el ego, la conciencia y las emociones. A continuación, pasaré a analizar cómo estos tres actores se relacionan entre sí, exponiendo, primero, la forma más habitual de esta relación y presentando, después, una forma alternativa de interacción que supone posiblemente un cambio cualitativo en el funcionamiento de la mente humana.

El ego

Comenzaré por la historia de una escisión. Fernando Pessoa, en ese atormentado volumen que es el «Libro del desasosiego», al comentar la impresión que él cree haber causado en la gente que le rodea, dice: «Nadie ha supuesto que a mi lado estuviese siempre otro, que, al final, era yo. Me creyeron siempre idéntico a mí» (Pessoa, 1987). Aunque él, en este texto, se refiere a una equivocación de los demás, creo que a todos nos aflige una confusión similar a la descrita por el escritor portugués, pero, en este caso, referida a nosotros mismos. Pienso que nos creemos idénticos... a nuestro ego, a lo que, a lo largo de estas páginas, voy a llamar ego1. Entiendo, pues, que el ego es un constructo mental que contiene, básicamente, la imagen que uno tiene de sí mismo.

La raíz del ego hay que buscarla en la capacidad que posee el cerebro (en este caso, el cerebro humano) de construir modelos neurales de la realidad (tanto externa como interna). Los modelos son estructuras artificiales que suplantan o sustituyen al original. En el sistema nervioso se trata de patrones de actividad neuronal que copian o representan a determinados aspectos del mundo, de manera que estas copias pueden ser utilizadas como una especie de realidad virtual para realizar ciertas operaciones mentales relativas al objeto original, aunque éste no se encuentre presente. Esta capacidad modeladora del cerebro les permite a los seres vivos ensayar formas de hacer frente a la realidad sin tener que estar sometidos a los riesgos vitales que la verdadera exposición a la realidad conlleva. De esta manera, es concebible que aquellos seres vivos capaces de construir buenos modelos y de utilizarlos bien, vean notablemente incrementadas sus posibilidades de supervivencia con respecto a los «modeladores» menos brillantes, aumentando así su «fitness» en la selva evolutiva.

Pues bien, entre los múltiples modelos de la realidad que construimos, uno de los más importantes hace referencia a nosotros mismos, a nuestra propia identidad. Es a ese modelo de uno mismo a lo que aquí denominaré «ego». La espina dorsal del ego está formada por la acumulación, a lo largo del tiempo, de información referente al individuo que lo genera y depositada en forma de memoria. Quiero resaltar aquí dos características formales de este proceso que son importantes para comprender cómo funciona el constructo. La primera es que el ego es, fundamentalmente, un producto de la memoria; más precisamente, es, en sí mismo, recuerdos, memoria organizada. Y la segunda, es que esa memoria, que es lógicamente muy extensa y ramificada, consta tanto de zonas accesibles a la conciencia como de zonas totalmente inconscientes.

Dentro de esa imagen de nosotros mismos que el cerebro ha ido componiendo a través del tiempo, podemos distinguir varios tipos de información. Es útil (aunque en cierto modo arbitrario), dividir a esa memoria del ego en dos partes. La primera, a la que llamaremos «memoria extralingüística», incluye toda la información que no ha sido elaborada por la maquinaria del lenguaje y que se almacena, por tanto, en la memoria llamada implícita. En segundo lugar, nos encontramos con la «memoria lingüística» que contiene información codificada en forma de lenguaje y que se almacena en la memoria denominada explícita. Esta clasificación tiene la ventaja de que coincide a grandes rasgos con la división de la memoria en declarativa o explícita y procedimental o implícita, división generalmente aceptada y que se halla sustentada por datos experimentales neurofisiológicos y neuropsicológicos (Schacter y Graf, 1986; Cohen y Squire, 1980; Squire, 1992). En la información no lingüística entran, primordialmente, las experiencias corporales de todo tipo, entendiendo por tales, no sólo los datos directos de los sentidos, sino también su elaboración ulterior, especialmente las vivencias emocionales, siempre que no pasen a ser objeto de la elaboración lingüística. Esta memoria extralingüística constituye la porción somática o psicosomática del ego y es la parte que suele encontrarse más alejada de la conciencia, aunque muchos de sus contenidos pueden acceder a ella si el trasvase de información halla cauces propicios y es adecuadamente estimulado.

Normalmente, somos ajenos al extraordinario papel que desempeña el lenguaje en nuestra forma habitual de conocimiento. El lenguaje nos traduce el mundo de la experiencia a otra cosa que ya no es experiencia, sino una versión codificada (y, por tanto simplificada) de la experiencia. En este momento, por ejemplo, si alzo la mirada del teclado del ordenador en el que escribo, puedo contemplar en la habitación una mesa de madera, una silla tapizada, una ventana de aluminio y unas estanterías con libros. En esta breve descripción, ya se encuentra hecha la traducción. Mi impresión visual original estaba compuesta de un juego de colores y de formas, era una imagen rica, continua, matizada, en cierta forma indescriptible. Después de la traducción, el original ha quedado dividido, parcelado y amputado. Ha perdido su complejidad inicial y se ha transformado en una caricatura esquemática de la realidad que le dio origen. Lo que hacemos con el lenguaje es forzar a la realidad a encajarse en los moldes que para ella tenemos, moldes que son las palabras y los conceptos. La dividimos de acuerdo con esas categorías prefabricadas por nosotros que son las palabras y convertimos lo que era un flujo continuo y polimorfo de impresiones de los sentidos en una cadena de palabras domesticadas, familiares y cargadas de prejuicios y de contenido emocional. A lo largo de la vida vamos aprendiendo a ver las cosas de una cierta manera, perdiendo así la inocencia de las percepciones iniciales. Esto es lo que lamentaba Pessoa cuando escribió: «Ojalá, en este instante lo siento, fuera alguien que pudiese ver esto como si no tuviese con ello más relación que el verlo: ¡contemplarlo como si fuera el viajero adulto llegado hoy a la superficie de la vida! No haber aprendido, del nacimiento en adelante, a dar sentidos dados a todas estas cosas, poder verlas con la expresión que tienen separadamente de la expresión que les ha sido impuesta» (Pessoa, 1987).

Este proceso de «corte y empaquetamiento» de la realidad puede ilustrarse muy bien acudiendo al ejemplo que nos proporciona la prensa escrita. Cuando en ella se narra cualquier acontecimiento, al sufrido lector del periódico se le sirve un plato cocinado de un fragmento de la realidad sucedida, en el que una gran parte del sabor y la riqueza del acontecer original se han perdido. Lo que él recibe es un cordón de palabras, un titular, en el que se resaltan determinados hechos, se mutilan otros, se ignoran muchísimos y, por añadidura, se condimenta todo con una interpretación acorde con la orientación ideológica del periódico en cuestión. Piense ahora el lector de estas líneas, que cuando nos traducimos a nosotros mismos cualquier experiencia cotidiana a una versión lingüística (cosa que hacemos con frecuencia), estamos siguiendo un proceso similar, aunque mucho más sencillo y directo, al de la edición de un titular de periódico. Estamos confeccionando cabeceras y primeras planas que nos dan versiones simplistas, cercenadas y tremendamente sesgadas de la realidad, sólo que son para exclusivo consumo interno y que con ellas no engañamos a nadie más que a nosotros mismos.

Afortunadamente, no siempre estamos traduciendo. También contemplamos alguna puesta de sol o simplemente nos embelesamos con un aspecto cualquiera de la realidad. Pero resulta innegable que una parte considerable de nuestro tiempo de vigilia nos lo pasamos sumidos en un monólogo interior, narrándonos la realidad que vivimos, analizándola, interpretándola y haciendo todo tipo de cábalas y proyectos para el futuro. En general, cuanto más cultura posee un individuo, mayor proporción del ego es de tipo lingüístico. Ese mal definido segmento de población que son los llamados «intelectuales» ofrece un buen ejemplo de ego lingüístico. En cierta forma, su característica primordial sería la de traducir la realidad a palabras, vivir, luego, en un mundo inundado de palabras, y ofrecer al resto de la población diversas versiones lingüísticas o simbólicas de la realidad.

Hay que tener presente que el ego lingüístico tiene un origen eminentemente social. El lenguaje sólo se aprende en la interacción con los demás y es durante ese largo proceso de intercambio con los otros cuando se va fraguando la estructura (o estructuras, como ahora veremos) del ego. Podemos especular que el cerebro en desarrollo de un joven ser humano, al mismo tiempo que va perfilando modelos de las individualidades de los demás como actores diferenciados en una escena, experimenta la necesidad de definir su propio organismo como uno más de esos actores y compone así la hipótesis de su propio ego, hipótesis en la que intenta concentrar toda la información que posee sobre sí mismo (ver también, Simón, 2000). Esa información procede tanto de su mundo interno - información predominantemente no lingüística - , como de su mundo externo - información en gran parte, aunque no exclusivamente, lingüística. Los demás, como si fueran un espejo, le van proporcionando una imagen de sí mismo a medida que le suministran impresiones, respuestas, críticas o alabanzas. Dado que una porción considerable de ese feedback nos llega codificado en forma de lenguaje, es lógico que éste contribuya y participe de manera privilegiada en la estructura del ego. Podría decirse que una gran parte del ego «es» lenguaje o memoria de lenguaje y que, desde luego, se accede a él utilizando la vía magna de los recursos lingüísticos. Una sola palabra puede - en una fracción de segundo - activar y dar vida a toda una red de imágenes, de ideas y de emociones asociadas a ambas.

Hasta ahora, he estado refiriéndome al ego como si de una instancia única se tratara. Sin embargo, el ego es, en realidad, una multiestructura (la palabra estructura, aunque muy utilizada en este contexto, es relativamente inapropiada. Transmite una sensación de solidez y continuidad que sólo parcialmente encontramos en el ego). En una primera aproximación, podemos apelar a la experiencia propia y constatar la existencia de varios egos disponibles. Observando los aspectos del ego que se proyectan hacia el futuro, veremos que existen diversas líneas de acción posibles, varios argumentos vitales con los que podemos identificarnos eventualmente. En un momento dado, uno o dos de estos argumentos son los que inspiran el rumbo de nuestras decisiones y de nuestra consiguiente actuación cara al exterior. De todas maneras, su hegemonía es temporalmente limitada. La evolución de las circunstancias del entorno, o bien cambios internos en los procesos de interpretación, pueden relegarlas a un segundo plano y hacer que otros patrones de acción sean los que determinen el camino a seguir. Estos distintos egos pueden concebirse fácilmente como patrones de actividad neural que compiten unos con otros para hacerse con el control del mecanismo decisorio e imponerle sus planes de acción. Podríamos emplear el símil del productor de cine y de los guionistas. Varios guionistas presentan sus manuscritos al productor, que es quien está en condiciones de llevarlos a la pantalla. Los guionistas están capacitados para escribir argumentos, pero no pueden convertirlos en películas, dependiendo en esto de la voluntad del productor. Los guionistas serían los diversos egos en potencia, todos anhelando que su guión sea el elegido. Dado que en cada instante sólo puede filmarse una escena, sólo uno de los egos puede imponer su guión. Sería lo que podríamos llamar el «guión predominante», que corresponde al ego que ha logrado la aceptación de su propuesta. Es posible que, en algunos casos, el productor se arriesgue a poner en marcha una segunda película al mismo tiempo, un poco al margen de la filmación principal. Pero, en la mayoría de los individuos, sólo es una la historia que el productor se atreve a llevar a la pantalla (en este símil cinematográfico que propongo el productor no es otro que la conciencia, como más adelante quedará claro).

Los aspectos del ego que acabo de describir se refieren al porvenir y lo he presentado como un proyecto de futuro. Pero el ego tiene otra vertiente, no menos importante, que mira hacia el pasado. En este segundo sentido, el ego es más bien una narración que nos proporciona una determinada versión de nuestra vida. También aquí existen versiones múltiples, tanto de los episodios concretos, como de la vida en su conjunto. Con el paso del tiempo vamos actualizando la imagen que tenemos de nosotros mismos y confeccionamos versiones que incorporan hechos nuevos y que reinterpretan los antiguos de una forma más acorde con la visión global del momento. Elias Canetti (1994), en su autobiografía - La lengua absuelta - , nos refiere cómo él fue concibiendo distintas versiones de un hecho crucial de su vida, la muerte del padre, que se produjo en Manchester cuando Elias tenía siete años. Las versiones fueron modificándose a medida que la madre le proporcionaba nuevos detalles, hasta que llegó a lo que él describe como «la última versión». A veces, existe una última versión, que es aceptada como definitiva, pero es frecuente que las versiones se vayan modificando indefinidamente a medida que los avatares de la vida (o las exigencias de nuestro interlocutor) nos obligan a reescribir la historia.

Al igual que sucedía con las proyecciones hacia el futuro, las visiones del pasado que el ego produce son extraordinariamente sensibles al trasfondo emocional y los estados de ánimo actúan como selectores del argumento, se erigen en miembros de ese jurado que otorgará el premio al mejor guión y escogen, de entre todos los guiones disponibles, a aquel que más concuerda con la tonalidad afectiva que en ese momento prevalece. La memoria del ego dista mucho, por tanto, de ser un registro imparcial de información o de recuerdos. Podríamos decir que todos los datos que se almacenan en ella llevan una suerte de marchamo afectivo que les marca para siempre y que hace que cada vez que ese dato sea recuperado por la conciencia, aparezca, de manera indefectible, la etiqueta correspondiente. La neutralidad es tan sólo un punto intermedio (y teórico, más que real) en un amplio espectro de tonalidades afectivas, pero siempre existe un matiz determinado, una huella emocional.

Es obvio, por otra parte, que lo que experimentamos como futuro en nuestra experiencia mental, no es otra cosa que una parte más de la memoria general a la que nosotros situamos arbitrariamente en el porvenir. Son fantasías sobre el porvenir construidas con experiencias, cavilaciones e inclinaciones del pasado. Son un porvenir anhelado (o temido), una memoria proyectada hacia un tiempo venidero. Pero, por ser memoria, pertenece y está anclada en el pasado. La verdad es que ni el pasado ni el futuro existen en la vida psíquica como tales, sino tan sólo como representación, como una adscripción o como un modelo. Porque toda la vida mental (y la vida toda, si a eso vamos) tiene lugar en el presente y sólo en el presente, siendo los tiempos del pasado y del futuro modelos de trabajo que nos ayudan a comprender y a planificar mejor nuestra acción sobre la realidad, aunque esta realidad se despliegue siempre en el ahora. La relación de nuestra mente con esos tiempos imaginarios es, de hecho, uno de los principales problemas que la especie humana tiene que solventar, al menos en este momento de su evolución y es un tema digno de ser tratado con más extensión de la que se le puede dedicar aquí. Ahora baste resaltar el carácter de «memoria» de todos los aspectos del ego. Una memoria que no es un acúmulo de información imparcial, sino una matriz grávida de afectos y que ambiciona cambiar la realidad.

Normalmente, esta memoria afectiva que es el ego se interpone entre nosotros y los objetos que percibimos, de manera que lo que vemos (u oímos, o tocamos) es distorsionado por su componente emocional. En el modo habitual en que trabaja la percepción humana, cuando las imágenes de los objetos llegan a ser conscientes han sido ya transformadas por el filtro de la memoria, de manera que lo que llega a nuestra conciencia es una imagen modificada de la realidad, no siendo, pues, conscientes de la realidad misma, sino de una «memoria» de esa realidad. Edelman llama a esta percepción «enriquecida», el « presente recordado » (Edelman, 1989). En castellano, decimos que «todo es según el color del cristal con que se mira» y es que todo lo vemos a través de un cristal, que es, precisamente, el cristal de la memoria del ego, que no nos deja ver las cosas como son, sino como él las concibe, creando así un presente fuertemente matizado por los sesgos acumulados en la memoria. Este presente recordado se produce tanto en animales como en seres humanos. Pero en nosotros, además, tiene lugar una tergiversación ulterior (y más radical) de la realidad, que aparece cuando entra en acción la maquinaria que genera los conceptos y el lenguaje. Esta maquinaria fabrica su versión conceptual de las cosas - esa versión periodística a la que antes me refería - con el resultado de que en estos niveles altos de elaboración, la experiencia original es sustituida (en mayor o menor grado) por un producto nuevo en el que el presente vivido apenas tiene ya cabida. La vivencia real del ahora se reemplaza por un equivalente que suministra la memoria (bien sea la huella de lo vivido o el señuelo de lo imaginado), de forma tal que, en nuestra experiencia cotidiana, lo que existe es hábilmente sustituido por lo que no existe.

Hasta aquí he presentado un esbozo muy a vuela pluma de lo que pretendo englobar bajo el concepto de «ego». Una cosa espero que haya quedado muy clara tras esta breve presentación, y es que esa memoria del ego - sean cuales sean los límites y capacidades que se le asignen -, en ningún caso es capaz de tomar decisión alguna, ni de actuar por su cuenta. Es, simplemente, un acúmulo organizado de información que posee privilegiadas conexiones con la vida emocional. Pero el ego no es el agente; ni decide, ni actúa. Para explicar estas funciones hemos de invocar la existencia de otra instancia que paso a describir a continuación.

La conciencia

Para designar a la instancia que a continuación deseo presentar existen dos palabras que reúnen méritos muy equilibrados. Se le podría llamar sencillamente «yo» , pero también sería adecuado referirse a ella como «conciencia». Ambas denominaciones me parecen acertadas, aunque en algunas ocasiones una de las dos resulte superior a la otra. He optado por llamarla conciencia, pero el lector puede hacer el ejercicio mental de sustituir «conciencia» por «yo» y explorar los pensamientos que tal sustitución le genera. Los inconvenientes del término «conciencia» proceden de la facilidad con que se confunde la actividad de la conciencia con su contenido. Y a lo que me quiero referir aquí no es, en general, al contenido, sino a la instancia activa que maneja esos contenidos. Considero, al igual que Deikman (1999) que el «yo» puede considerarse idéntico a la conciencia («awareness») y que «el yo es el observador, el que experimenta, previo a todo contenido consciente».

Iniciaré la descripción de este segundo constructo, resaltando las características que hablan a favor de la denominación de «concienc ia». Baars (1997) define a la conciencia como «un instrumento para acceder a, para diseminar e intercambiar información, y para ejercer coordinación global y control.»Todas estas funciones pueden atribuirse a la instancia conceptual que estoy describiendo. Comencemos con la primera de ellas, la capacidad de acceder a la información. La conciencia se encuentra en condiciones de poder evocar o, más descriptivamente, de convocar a su presencia, a una gran cantidad de contenidos (conceptos, imágenes, recuerdos, etc.) que se encuentran potencialmente disponibles en diversos circuitos cerebrales. No todo lo que se encuentra almacenado es inmediatamente disponible. Existen contenidos que pueden ser evocados con facilidad, otros que requieren un cierto esfuerzo de búsqueda, otros, distintos, que sólo se presentan de manera inopinada (es decir, en circunstancias que no dependen de nuestra voluntad) y otros, en fin, que permanecerán siempre sumidos en la oscuridad de la más completa inconsciencia. La segunda de las funciones apuntadas por Baar es la de diseminar e intercambiar información. Se refiere a la posibilidad de relacionar unos contenidos con otros, capacidad de la que resulta, en realidad, lo que llamamos pensamiento. Se trata de representar los contenidos disponibles de tal manera que sea posible compararlos entre sí y «ver» las relaciones que existen entre ellos, relaciones que antes de producirse esta actividad no resultaban obvias. En el curso de este proceso «aparecen» nuevas configuraciones, se «ven» imágenes antes invisibles, se producen, en definitiva, descubrimientos. Se «crea» así una información nueva que, a su vez, puede volver a ser almacenada en la memoria dispersa en las distintas áreas cerebrales, enriqueciendo y modificando la información que ya se encontraba previamente allí. La tercera y última función a la que se refiere Baars es la de coordinación y control. Podría decirse que esta función (cuyo mero enunciado es reminiscente de lo que llamamos voluntad) es el resultado lógico de las otras dos antes descritas. La consecuencia natural de ver y comprender algo de manera novedosa es la de tomar algunas decisiones (ver Simón, 1997), aunque este aspecto de la conciencia no sea especialmente resaltado en la definición de Baars que estamos comentando.

Otro concepto bien definido y útil en el ámbito científico es el de «memoria de trabajo», que fue introducido originalmente por Baddeley y Hitsch (1974) y ulteriormente desarrollado por Baddeley. La memoria de trabajo «es un sistema que, asociado a la atención consciente, permite que los diversos canales que representan objetos del mundo se engarcen en una experiencia unitaria, que a su vez permite que los constituyentes de un episodio sean vinculados en la memoria, facilitando la ulterior rememoración» (Baddeley, 1998). Otra definición, quizá más sencilla y esquemática, es la que dan Courtney y colaboradores (1998): «Memoria de
trabajo es el proceso de mantener una limitada cantidad de información en representación activa por un breve período de tiempo, de manera que pueda ser utilizada». El concepto de memoria de trabajo ha resultado muy productivo y la posibilidad actual que brindan las técnicas de neuroimagen, de relacionar estas funciones con estructuras cerebrales concretas, hace que esta línea de investigación constituya un campo extraordinariamente interesante en la neurociencia contemporánea. El lector interesado puede acudir a los trabajos de Baddeley y a los de Courtney para seguir los progresos de esta apasionante línea de investigación.

Examinaré ahora el otro nombre igualmente adecuado para este constructo de la conciencia, el «yo». A favor de llamarla simplemente «yo» habla el hecho de que podemos considerarla como el agente, la instancia dotada de capacidad de decisión. Si nos decidimos por esta alternativa, hay que evitar toda confusión con lo que hemos descrito antes como «ego». El ego era, como decíamos, una matriz de memoria, incapaz de toda decisión, mientras que, por el contrario, el yo es, precisamente, la instancia de la que emanan las decisiones. Esta doble denominación posible (conciencia y yo) no hace sino reflejar la doble vertiente que esta instancia conceptual posee. Por un lado, está su capacidad de reunir, sustentar y relacionar informaciones diversas entre sí. Y, por otro, su capacidad decisoria, que no es sino una consecuencia inmediata e inevitable de las funciones precedentes.

Otra importante característica de la conciencia es que trabaja, por definición, en el presente. No se trata de una memoria a largo plazo, como es el caso del ego, sino de una memoria a corto plazo. Los contenidos que acceden a la conciencia son mantenidos en ella sólo por breves períodos de tiempo. Su permanencia en ella es fugaz, su vida, efímera. Si quisiéramos expresar esta propiedad de manera figurada, yo propondría al fuego como metáfora. La conciencia es fuego porque el material que le llega no permanece, sino que es consumido. En esta metáfora de la incandescencia, podemos afirmar que el material que alimenta al fuego procede, bien del input sensorial (y de su ulterior paso por el filtro del ego) o bien del almacén interno de la memoria. Este material, sea cual sea su procedencia, es utilizado habitualmente para inspirar las decisiones de la conciencia. Pero, en cualquier caso, no perdura mucho tiempo en ella, ya que su modo de funcionamiento no lo permite. Es una instancia que vive momento a momento, segundo a segundo. La información que a ella accede, provoca primero el destello de la comprensión (en los casos favorables), luego el corolario de la decisión (cuando ha lugar) y a continuación desaparece como contenido activo, cediéndole el sitio a un contenido nuevo, que seguirá, a su vez, el mismo proceso.

Recapitulemos brevemente lo dicho hasta ahora sobre la conciencia o yo. Es una memoria a corto plazo (el ego lo es a largo plazo) capaz de acceder a información muy diversa y de someterla a un proceso de interrelación y síntesis que tiene como resultado la producción de una configuración nueva de los elementos que la originaron. Esta nueva configuración puede 1) manifestarse hacia el exterior por actos motores de diversa naturaleza, incluyendo el lenguaje o, 2) depositarse como información nueva en la memoria a largo plazo, o bien 3) acontecer simplemente, enriqueciendo quizá la propia capacidad de la conciencia de manejar información. La conciencia, al igual que el fuego, es un proceso imparable (en tanto en cuanto las estructuras cerebrales que la sustentan se encuentran intactas). En ella la detención sólo se presenta bajo la forma de apagamiento o desconexión, que es lo que sucede durante algunos períodos del sueño.

Antes de considerar la forma cómo el ego y la conciencia se relacionan entre sí, hay que hacer entrar en escena a un tercer actor que va dar energía a toda la vida psíquica. Me refiero a las emociones, cuya función expondré brevemente.

Las emociones

Las emociones pueden considerarse como un potente mecanismo cerebral, aparecido a lo largo del proceso evolutivo (véase Sanjuán, 2000), con la finalidad de evaluar de forma rápida y eficiente la significación vital de un objeto que aparece en el campo perceptivo del organismo y de canalizar y orientar la energía disponible hacia las conductas más apropiadas para la supervivencia. Las emociones facilitan y aceleran extraordinariamente los procesos de decisión, ya que, debido a su intervención, el organismo se ve impulsado a actuar en un sentido determinado y encuentra la energía necesaria para hacerlo así. Las emociones constituyen, pues, potentes indicadores de lo que hay que hacer. Nos señalan el camino y, además, nos dan fuerzas para seguirlo.

Dado que las emociones nos muestran de alguna manera la actitud a adoptar con respecto a los objetos externos, es fácil deducir que existirán fundamentalmente dos tipos de emociones diferentes: las que nos impulsan a aproximarnos al objeto y las que nos incitan a evitarlo. Es decir, apetencia y aversión, que promueven las conductas de acercamiento y de evitación, respectivamente. El resultado es que a lo largo de la vida vamos adquiriendo la tendencia a clasificar a los objetos (y en general a los diversos aspectos del mundo en que vivimos) en dos categorías: los buenos y los malos. El origen de dicha clasificación es triple. Primero, tiene sus raíces en una memoria heredada, es decir, en las preferencias o aversiones con las que nacemos y que han sido determinadas por las instrucciones genéticas. En segundo lugar, se encuentra la huella que las experiencias vividas con los diversos han dejado en nosotros. Y la tercera raíz es la memoria cultural que nos llega a través del lenguaje. El organismo considera como deseables o atractivos aquellos objetos que nos han producido placer o bienestar (lo que se denomina refuerzo positivo) y como perniciosos o rechazables aquellos objetos que nos producen dolor o sufrimiento (refuerzo negativo). La información que contiene esta clasificación o etiquetado es almacenada en la memoria individual, de manera que, al ser percibido un objeto, inmediatamente se evoca la etiqueta que le corresponde y se activa la emoción apropiada para ese tipo concreto de rótulo. Las emociones ponen en marcha, asimismo, una serie de mecanismos fisiológicos adecuados para implementar la reacción que ellas mismas recomiendan. Si es la huida, por ejemplo, se desencadenan los cambios somáticos conducentes a huir con éxito y para ello las emociones activan diversos sistemas corporales, tales como el aparato locomotor, las hormonas y el sistema nervioso vegetativo.

La secuencia de acontecimientos en la que participan las emociones puede ser resumida de forma esquemática en los siguientes términos: aparece un estímulo que es percibido por los sentidos. Ese estímulo es elaborado a diversos niveles del sistema nervioso y se le asigna un determinado valor para nuestra supervivencia (positivo o negativo). Se pone en marcha la reacción emocional, por la cual nos vemos atraídos hacia los objetos identificados como positivos y repelidos hacia los objetos valorados negativamente. Asimismo, la reacción emocional dispara los cambios corporales encaminados a hacer frente a las consecuencias del posible contacto con el objeto. Es probable que emprendamos acciones u omisiones (conscientes o inconscientes, según la circunstancia) bien para acercarnos al objeto o bien de apartarnos de él. En algún momento se producirá el contacto con el objeto y experimentaremos las consecuencias de ese contacto. Éste nos puede producir placer o dolor y, en función de esta vivencia, se afianzará (o modificará) nuestra disposición emocional frente al objeto, que se manifestará la próxima vez que nos encontremos con él. Expresando lo mismo con muy pocas palabras, la cadena de procesos psicológicos implicados es: percepción, emoción (sentimiento), reacción, refuerzo, memoria.

La interacción

Una vez presentados los tres principales actores del teatro mental - el ego, la conciencia y las emociones -voy a proponer una hipótesis de cómo se relacionan entre sí. Esta hipótesis es, fundamentalmente, el producto de la libre especulación, aunque cumple tres requisitos: 1º He tenido en cuenta diversas fuentes pertenecientes sobre todo a la literatura budista, fuentes no citadas con precisión, ya que se refieren a temas muy ubicuos en esta literatura 2.En especial quiero resaltar la obra de Henri Benoit (1998), que constituye un intento profundo y sorprendente a la vez de formular una hipótesis coherente de todo el funcionamiento mental. 2º Es acorde con los conocimientos científicos que en la actualidad poseemos sobre el tema. Y 3º Coincide con el resultado de mi propia introspección y experiencia.

Uno de los puntos más críticos del funcionamiento mental es la relación existente entre el ego y la conciencia. En nuestro entorno cultural existe una gran identificación entre ambos constructos. La conciencia (o instancia decisoria) tiende a actuar (es el agente) según la información que procede de la memoria del ego3. La conciencia toma sus decisiones a instancias del ego. Ella vive, hasta cierto punto, como subyugada, seducida o cautivada por el ego. Esto puede expresarse de manera negativa (pero muy aclaratoria) diciendo que la conciencia, que es, desde luego, una especie de máquina de comprensión, no comprende, no ve o no es capaz de percibirse a sí misma como distinta del ego. Es decir, que las estructuras neurales que sustentan a la conciencia no son capaces de identificar a la memoria del ego como algo distinto de su propia actividad. Captar el sentido de esta afirmación es crucial para entender después el resto de la hipótesis. En esta variante de funcionamiento mental no se ha producido la separación entre la actividad de la conciencia y la información que ella recibe procedente de la memoria del ego. La conciencia asume, sencillamente, que la información de esa memoria es todo el input que se encuentra disponible y, por tanto, toma sus decisiones tan sólo en función de esa información.

Nos encontramos pues ante una situación de dependencia en la que la conciencia pone su actividad al servicio de la información proveniente del ego. Si utilizamos un símil mecánico, podríamos decir que conciencia y ego trabajarían como dos ruedas enlazadas por una cadena, de manera que cuando la una gira, la otra se ve también forzada a hacerlo. En este tipo de funcionamiento que estoy describiendo (y que asumo que es el más frecuente), la conciencia da por supuesta su identificación con el ego, es decir, ni siquiera llega a concebir la posibilidad de actuar con iniciativa propia e independiente, sin seguir las indicaciones de aquel. Lo que quiero transmitir no es que la conciencia deje de ser activa - que lo es por naturaleza - , sino que cuando así funciona, supedita su actividad a las indicaciones del ego.

Llegados a este punto es lógico que nos hagamos al menos dos preguntas. Por un lado, ¿qué papel desempeñan las emociones en esta relación entre conciencia y ego? Y la otra, ¿acaso existe un funcionamiento alternativo, en el que la conciencia alcanza una cierta independencia de las instrucciones del ego?

Veamos la respuesta a la primera pregunta: ¿Cómo intervienen las emociones en la relación entre ambas instancias? He insistido antes en que el ego es una memoria y ahora quiero añadir que una gran parte de esa memoria es de tipo emocional. Toda la información acumulada en la memoria del ego se encuentra de alguna manera «marcada» o «etiquetada» emocionalmente. La recuperación de cualquier fragmento de esa información lleva aparejada la evocación del matiz afectivo correspondiente. El resultado global es que toda la influencia que el ego ejerce sobre la conciencia está emocionalmente sesgada. La conciencia aprehende esos contenidos imbuidos ya de valor y reacciona a ellos de la manera más sencilla y directa posible, que es dando por buena dicha evaluación. Consecuentemente, rechaza lo que ha sido calificado de «malo» y apetece lo definido como «bueno». La identificación de la conciencia con el ego, a la que antes he hecho referencia, consiste precisamente en esa ausencia de barrera crítica (o de cualquier tipo) entre ego y conciencia, situación en la que ésta acepta sin más el material suministrado por el ego y obra en consecuencia, tratando de conseguir el objeto apetecido y de librarse del objeto que le repugna. Volviendo al símil de las dos ruedas, podríamos decir que la energía de este sistema mecánico vendría dada por las emociones. Quisiera subrayar este aspecto energizante emocional. Cuando un estímulo externo se muestra efectivo para desencadenar una emoción fuerte (pensemos en la recepción de una noticia inesperada, bien se trate de una noticia muy buena o de una muy mala) se produce, por un lado, un brusco incremento del estado de alerta y, por otro, la movilización de una gran cantidad de energía (por mecanismos nerviosos y hormonales) que nos capacita para hacer frente a la nueva situación. Toda emoción, en mayor o menor grado, nos despierta y nos dispensa una energía que normalmente ponemos al servicio de los juicios emitidos por el ego, juicios que desembocan ya en una aproximación, ya en un alejamiento del estímulo. En este modelo, las emociones surgen, pues, instigadas por la memoria del ego y su energía es canalizada al servicio de dicha memoria. La conciencia actúa como un mecanismo ejecutor, prestándole al ego su capacidad de comprender, de decidir y de actuar.

Intentaré ahora responder a la segunda pregunta que he formulado; la de si existen posibilidades alternativas a esta forma de trabajo. Pero antes de entrar en esta cuestión me parece necesario describir algunas variantes de actuación que el sistema ya presentado posee.

Existen dos modos principales de funcionamiento, que llamaré abreviadamente el modo «en presente» y el modo «en no presente» 4. Comencemos con el primero, el modo «en presente» 5. En esta modalidad, se produce alineación temporal entre la conciencia, el ego (y sus emociones asociadas) y la realidad actual. Es decir, la conciencia y el ego se ocupan de algún acontecer que está sucediendo en ese mismo momento. Si, por ejemplo, vamos conduciendo un automóvil (en los momentos en que la conducción recibe toda nuestra atención), la conciencia está funcionando en modo de presente. Si estamos completamente inmersos en la lectura de una apasionante novela, o bien contemplamos embelesados una puesta de sol, también estamos funcionando «en presente». Este modo de funcionamiento no excluye que recurramos a consultar datos almacenados en la memoria, ni que hagamos previsiones de futuro necesarias para el desarrollo de la actividad en curso. Para que el modo «en presente» siga activo, sin embargo, estas breves escapadas del ahora han de hallarse supeditadas al objeto principal de la atención, que debe residir en el presente. Lo esencial de este modo de funcionamiento es que exista una interrelación entre la conciencia y algún aspecto de la realidad que se despliega en ese instante. Conviene puntualizar que la circunstancia de que esa realidad pertenezca al mundo externo o al mundo interno del individuo es un hecho secundario. Lo fundamental es el modo en que la conciencia se relaciona con ella.

En el modo en «no presente» la atención y la conciencia no se centran en un acontecer actual, sino en algún aspecto de la actividad cerebral que codifica información de hechos del pasado o de representaciones imaginarias del futuro. El punto crucial es que el sistema trabaja « como si » esas representaciones no actuales pertenecieran a la realidad del instante. Desde luego, no se pierde la conciencia de la irrealidad de la representación (si en ese momento alguien nos pregunta, diremos que son imaginaciones), pero existe una suerte de abandono o deslizamiento, una especie de condescendencia hacia la fantasía que se está desarrollando, de manera que ésta va haciéndose con el dominio de la vida emocional de ese momento. Lo que de alguna manera se relaja es el etiquetado temporal que la conciencia hace (o puede hacer) del contenido de la imaginación. En lugar de matizar el contenido con una puntualización del estilo de «esto no es la realidad presente, sino una fantasía mía», la conciencia se abstiene de ese comentario y el sistema comienza a funcionar «como si» la imaginación fuera realidad o casi realidad. La principal consecuencia es que las emociones se despiertan en respuesta a la representación imaginaria y el contenido de la fantasía usurpa el lugar de una vivencia real.

Sin embargo, es posible hacer uso de nuestra capacidad de recordar el pasado y de imaginar el futuro de una manera que no comporte este compromiso o abandono emocional. Pensemos, por ejemplo, en la actividad que desarrollamos al organizar una reunión cualquiera. En este caso, recurrimos a informaciones almacenadas en la memoria (identidad de los participantes, su número de teléfono, etc.) y también ponemos en marcha la imaginación (finalidad de la reunión, problemas que pueden surgir y sus posibles soluciones, etc.). No obstante, al apelar a la memoria y a la imaginación lo hacemos como quien consulta un mapa o el banco de datos de un ordenador, sin abandonar el modo de funcionamiento «en presente». Utilizamos la información recabada, no para evadirnos del presente, sino para reforzarlo. En esta forma de trabajar con la memoria y la imaginación, no se desatiende la función crítica de la conciencia que le permite reconocer a la información utilizada como material no perteneciente a la realidad presente. O sea, que no porque utilicemos la memoria y la imaginación, hemos de abandonar el modo de funcionamiento «en presente». A éste lo caracteriza el que la conciencia no pierda de vista en ningún momento la adscripción temporal de los contenidos que está manejando. Utiliza información del pasado y del futuro, pero la trata como tal, sin que surja la más mínima confusión en cuanto a su localización temporal (y a su carácter de «no realidad presente»).

Veamos ahora las diferencias existentes entre estos dos modos de funcionamiento desde el punto de vista del ego. En el modo «en presente», la atención se centra en algún aspecto de la realidad del momento, por ejemplo, en algún acontecer del mundo externo. En este caso, quien impone el guión no es la fantasía del ego, sino la realidad exterior tal como es percibida. La conciencia se ve forzada a ocuparse de asuntos pertenecientes al mundo externo actual y no a asuntos inventados por la memoria o los deseos del ego. Por ello, el trabajo de la conciencia en esta forma de funcionamiento no tiende a incrementar la fuerza del ego, sino a disminuirla. Por el contrario, durante el funcionamiento en «no presente», el objeto mental sobre el que se centra la atención de la conciencia es, por definición, un producto imaginario del ego y, como tal, posee estas dos características: una cierta fijeza y un fuerte contenido afectivo. Fijeza, porque el ego crea productos que tienden a satisfacer sus deseos y estos productos se repiten con insistencia. Llevan, por así decirlo, la marca de la casa y transmiten la monotonía de su motivación subyacente. Por otro lado, los productos de la fantasía del ego (narrativas idealizadas de su propia historia personal) van cargados de una fuerte afectividad, ya que en ellos el ego cree «jugarse su futuro». El ego vive en la creencia (aunque falsa, no por eso menos inamovible y efectiva) de que la satisfacción de sus deseos de cada instante representa un avance en la dirección de encontrar una especie de solución final a todos sus problemas. Sus fantasías tienen, por tanto, una alta carga afectiva, ya que escenifican, bien soluciones definitivas a lo que él percibe como su problema vital, bien escenarios alternativos en los que esas soluciones definitivas se malogran, escenarios que se viven, por tanto, con angustia y zozobra. En cualquiera de los casos, el resultado global del funcionamiento en «no presente» es que el ego sale reforzado, ya que a sus fantasías se les concede tiempo y energía para desarrollarse y afianzarse.

Una vez expuestas estas dos variantes del funcionamiento habitual, voy a presentar ahora una modalidad alternativa que constituye parte de las técnicas de meditación descritas con precisión en los textos orientales y, en menor medida, en textos místicos occidentales. Aquí voy a tratar de extraer lo que me parece fundamental de esa modalidad de trabajo a la luz del modelo que estoy desarrollando.

Unos párrafos más arriba, afirmaba que en el modo de funcionamiento habitual existe una identificación de la conciencia con el ego, de manera que ambos funcionan como dos ruedas unidas por una cadena, según el símil mecánico al que entonces aludí. En el modo alternativo de funcionamiento que ahora describo, lo esencial es el desacoplamiento entre la conciencia y el ego, la ausencia de identificación entre ambas instancias. En la nueva situación creada es como si esa cadena del símil mecánico se rompiera y la conciencia se encontrara «dispensada» de seguir las instrucciones del ego.

Es necesario especificar aquí con claridad la naturaleza de esa relación ego-conciencia, tanto en el modo de funcionamiento habitual como en el modo alternativo que trato de presentar. He utilizado las expresiones de «acoplamiento» y de «instrucción», aunque ninguna de las dos da cumplida cuenta de lo complejo de la relación. No se trata tan sólo de que se produce un trasvase de información o de que la conciencia asuma las posiciones del ego, sino de que las emociones intervienen críticamente en esa delicada relación. Normalmente, la aparición de una imagen mental (ya tenga su origen en una percepción externa, ya sea un producto de la fantasía), genera rápidamente una activación emocional y este conjunto imagen-emoción se integra de inmediato a lo que vengo designando como ego. El nacimiento de la emoción tiene lugar con extraordinaria rapidez, de manera que lo que se le suministra a la conciencia es el producto completo; la imagen o el pensamiento teñidos ya de un determinado color emocional.

En condiciones normales, le es muy difícil a la conciencia percibir la imagen (o el pensamiento) desprovistos de la etiqueta emocional correspondiente. La conciencia es inundada por el complejo imagen-emoción, siendo su atención captada globalmente por los dos componentes del proceso. En ese momento, antes de que se «dé cuenta», la conciencia es «seducida» por la carga emocional de la imagen. Podemos recurrir a otro símil, éste de naturaleza aromática. Imaginemos que alguien recibe un regalo envuelto en un papel impregnado con un determinado perfume. El receptor del paquete abre el envoltorio y se fija en el regalo, pero cuando llega a verlo, el perfume ya ha impresionado su sentido del olfato. De manera similar, cuando la conciencia contempla la imagen o el pensamiento - el contenido del paquete - , el aroma de la emoción ya está ejerciendo sus efectos.

La única manera de sustraerse a los efectos de la emoción es creando una situación en la que la imagen pueda ser captada como algo distinto de la carga emocional, es decir, que puedan percibirse ambos componentes del conjunto - imagen y emoción - como fenómenos separados. En este supuesto, la conciencia percibe, por un lado la imagen y por otro la emoción que esa imagen desencadena6. Para ello la emoción ha de ser aprehendida en el momento en que surge, antes de que se haya unido a la imagen y la haya «teñido» de su particular tonalidad afectiva. Sólo así puede la conciencia discernir y considerar la emoción como algo diferenciado de la imagen, siendo ésta la única maniobra que libera a la conciencia de la servidumbre de la emoción.

Resulta oportuno, en este punto, recordar que Benoit (1998) distingue dos tipos de procesos emotivos. Diferencia, por un lado, las emociones que surgen en respuesta a los hechos del presente, es decir, el diálogo emocional que se establece con lo que está sucediendo en el mundo real. Yo las calificaría sencillamente de «emociones agudas». Por otro lado, Benoit se refiere a un estado emocional duradero, al que alude con el calificativo de «espasmo emotivo». Este estado depende, más que de los acontecimientos del mundo real, de la visión fantaseada que el ego tiene de sí mismo y es un reflejo de la relación imaginaria que desearía tener (o tiene) con el mundo. Debido a la relativa fijeza de las actitudes del ego, este estado emotivo suele persistir en el tiempo y me referiré a él como «estado emocional crónico». Ambos estados emocionales se diferencian, además de por su duración, por un aspecto de enorme importancia práctica; su visibilidad para la conciencia. El «estado emocional crónico» es, precisamente por su omnipresencia temporal, muy difícil de percibir. El otro tipo de movimiento emocional - las «emociones agudas» - es mucho más visible, ya que se trata de vaivenes afectivos que aparecen y desaparecen, contrastando así fácilmente sobre el fondo del escenario emocional. Los estados afectivos crónicos, por el contrario, al estar matizando todas nuestras percepciones y nuestras transacciones con la realidad, no tienen apenas visibilidad. Se encuentran camuflados y confundidos con el fondo del paisaje anímico y para percibirlos hay que hacer un esfuerzo considerable de atención y de autoanálisis.

Aunque esta distinción entre estados emocionales agudos y crónicos sea de gran importancia práctica, el manejo de los problemas que ofrece el funcionamiento alternativo es, en esencia, el mismo para ambas modalidades de activación emocional. La novedad que esta alternativa aporta es que la conciencia se va a relacionar por separado con las imágenes proporcionadas por el ego y con las emociones que estas imágenes desencadenan, percibiendo a ambas como procesos mentales independientes. La conciencia no reacciona sin más a las interpelaciones del ego acompañadas de sus correspondientes afectos. Se permite el lujo de estudiarlas con calma y, al menos de momento, no tomar partido por ellas. Si se me permite un símil más, compararía esta relación ego-conciencia a la que se produce muchas veces entre dos amigos cuando uno le pide consejo al otro sobre un tema que le preocupa, pero que el amigo consultado desconoce. Entonces es fácil que en la exposición del problema que uno le hace al otro, le vaya ya sugiriendo subliminalmente el tipo de respuesta que quiere escuchar. No le plantea por tanto una verdadera pregunta, sino que busca una corroboración de su propia opinión, opinión sobre la que, sin embargo, aún abriga algunas dudas. El amigo que pregunta va, en realidad, a escuchar una respuesta que le agrada. Esta situación se asemeja a la relación habitual de la conciencia con el ego. El ego le expone los asuntos a la conciencia de la manera que a él más le conviene y entonces ésta, que se encuentra favorablemente inclinada hacia las propuestas del ego, decide a satisfacción de los intereses de éste (aunque proceder así le lleve, con frecuencia, a tomar decisiones que luego se revelarán como equivocadas). En el modo alternativo que he presentado aquí, la conciencia no asume automáticamente los planteamientos del ego, ni se deja conmover por sus manifestaciones emocionales. Lo escucha con atención, eso sí, pero se toma tiempo para comprender bien la situación y procura recoger toda la información a la que puede tener acceso. Las emociones son tenidas en cuenta en lo que valen, pero como algo separado de las razones o imágenes esgrimidas por el ego. En ese sentido la conciencia que escucha actúa como un amigo de verdad, no como un cómplice, siendo así capaz de dar soluciones creativas y novedosas. Sólo así puede ampliarse la visión del problema que tiene el amigo en apuros.

Antes me he referido a las emociones como un elemento energizante de la vida psíquica. Ahora voy a intentar responder a la pregunta de qué sucede con esta energía en el modo alternativo de funcionamiento. En éste se produce un cambio radical en lo que podríamos llamar el alineamiento de los tres actores: la conciencia, el ego y las emociones. En el modo de funcionamiento habitual las emociones se encuentran aliadas al ego y ambos emplean esta alianza para influir sobre la conciencia. En el modo alternativo de funcionamiento, cambia el juego de las alianzas. En este caso, la energía emocional, en lugar de estar al servicio del ego como suele ser el caso, queda disponible para redundar en beneficio de la lucidez de la conciencia. Pero para lograr esto, es necesario que la energía emocional no llegue a adquirir el carácter específico (amor, odio, rabia, tristeza, etc.) que le confiere su vinculación con los intereses del ego. Y para ello hay que ser capaz de percibir a los objetos de la realidad despojados de su envoltorio emocional habitual, es decir, de presenciar, por un lado, el objeto y, por otro, el nacimiento de la emoción que ese objeto provoca, nacimiento que se produce en las entrañas del ego y no en las del objeto que le da origen. Si esto se logra, la energía de las emociones queda libre y puede ser empleada por la conciencia para comprender, decidir y, eventualmente, actuar en el sentido que ella considere más apropiado. Se produce de esta manera una transformación o sublimación de la energía emocional.

El vínculo de la conciencia con los contenidos del ego es lo que normalmente llamamos «identificación». Y la fuerza de este vínculo viene suministrada por las emociones, que le imponen a la conciencia una determinada reacción ante la percepción de la realidad. Liberarse de ese vínculo emocional («desidentificarse») supone para la conciencia la posibilidad de acceder directamente a la realidad antes de que ésta haya sido deformada por la lente de la emoción egoica y de «descubrir» así nuevos aspectos de la misma. Significa poder emplear una energía, antes cautiva, para abandonar la estrecha perspectiva que sugiere el punto de vista del ego y despejar el campo para vislumbrar una realidad más compleja y no hipotecada por la historia del ego. Es decir, se abre la puerta a la intuición y a la capacidad creativa. La conciencia, una vez ha contemplado perspectivas antes insospechadas, no puede ser fiel ya al espíritu de sus antiguas decisiones y se ve abocada a dejar una gran parte de sus hábitos anteriores, procediendo a configurar el mundo en el que vive de manera mucho más novedosa.

Esta escueta presentación de un modelo alternativo de interacción entre la conciencia, el ego y las emociones no pasa de ser el esbozo de una posibilidad que, si se desarrolla cabalmente, abre la puerta de la experiencia humana a todo un universo de vivencias radicalmente nuevas. No se trata de cambiar la realidad, sino de modificar el funcionamiento del cerebro que experimenta esa realidad, con lo que, naturalmente, la experiencia de la realidad se transforma totalmente. La ciencia nos ha convencido de que la riqueza del mundo que percibimos depende de la capacidad discriminativa del órgano que lo percibe y, del mismo modo, habremos de reconocer que la exuberancia y complejidad de la vida que vivimos va a depender, en última instancia, de la conciencia con que la vivimos. En nuestras manos está - en las de nuestra mente consciente - , la posibilidad de remodelar la propia conciencia, conciencia de la que depende toda nuestra existencia y, por tanto, nuestro destino.

Notas

1 El término «ego» podría ser sustituido sin problemas por el de «self». Se trata de un concepto muy similar al del «self autobiográfico» de Damasio (1999). Si me inclino por utilizar «ego» en lugar de «self» es para conservar ciertos matices que dicho término tiene en el lenguaje no científico. En cualquier caso, no pretendo evocar el sentido psicoanalítico del término.

2 Coincido con Varela, Thompson y Rosch (1997) cuando escriben: «Gran cantidad de pruebas reunidas en muchos contextos durante la historia humana indican que la experiencia se puede examinar de manera disciplinada y que la aptitud para dicho examen se puede refinar considerablemente con el transcurso del tiempo. Nos referimos a la experiencia acumulada en una tradición con la cual no están familiarizados la mayoría de los occidentales, pero que Occidente no puede seguir ignorando: la tradición budista de la práctica meditativa y la exploración pragmática y filosófica».

3 Precisamente en este terreno es en el que mayor justificación encontraría la utilización del término «yo» en lugar del de «conciencia». Sin embargo, para mantener la coherencia global del texto, voy a seguir empleando «conciencia» . Quiero subrayar que lo importante no son los nombres concretos, sino las imágenes mentales que el lector pueda formar como consecuencia de su lectura.

4 Estas dos formas de funcionamiento se corresponden, aunque no coinciden enteramente, con los dos tipos de conciencia propuestos por Damasio (1999), «core consciousness» y «extended consciousness» en su libro «The Feeling of What Happens ».

5 La conciencia del tiempo presente es, a su vez, tripartita. Para una elaboración de este punto, ver Varela (1999).

6 Spinoza (1994) ya expresó con bastante precisión esta idea, aunque parece que su «descubrimiento» no ha tenido repercusión práctica en nuestro ámbito cultural. En la parte quinta de su Ética, Proposición II, dice: « Si separamos una emoción del ánimo, o sea, un afecto, del pensamiento de una causa exterior, y la unimos a otros pensamientos, resultan destruidos el amor y el odio hacia la causa exterior, así como las fluctuaciones del ánimo que brotan de esos afectos ». Y a continuación, en el Corolario de la Proposición III, afirma: «Así, pues, un afecto está tanto más bajo nuestra potestad, y el alma padece menos por su causa, cuanto más conocido nos es». Creo que no cabe duda de la claridad del pensamiento de Spinoza y lo sorprendente es que la importancia de su intuición no haya sido reconocida en nuestra cultura hasta tres siglos más tarde y, además, esto haya sucedido, en realidad, a través de vías muy distintas a las de la lectura del genial filósofo.

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Aceptado el 23 de enero de 2001

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