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Psicothema was founded in Asturias (northern Spain) in 1989, and is published jointly by the Psychology Faculty of the University of Oviedo and the Psychological Association of the Principality of Asturias (Colegio Oficial de Psicólogos del Principado de Asturias).
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PSICOTHEMA
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  • Digital Edition:: 1886-144X
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Psicothema, 2001. Vol. Vol. 13 (nº 3). 493-510




TRATAMIENTOS PSICOLÓGICOS EFICACES PARA LA DEPRESIÓN

Marino Pérez Álvarez y José Manuel García Montes

Universidad de Oviedo y Universidad de Almería

Aunque se trata de una revisión sobre la eficacia de los tratamientos psicológicos para la depresión unipolar, se empieza por hacer referencia a los tratamientos farmacológicos. Como quiera que sea, los tratamientos farmacológicos fueron los primeros en establecerse y son los más utilizados, de modo que marcan la pauta para los nuevos tratamientos. Referente a los tratamientos psicológicos, hay tres que cuentan con suficientes estudios controlados como para poder afirmar que están bien establecidos. Son la terapia de conducta (que incluye seis variantes: programa de actividades agradables, entrenamiento en habilidades sociales, «curso para el afrontamiento de la depresión» de Lewinsohn, terapia de autocontrol, terapia de solución de problemas y terapia conductual de pareja), la terapia cognitiva de Beck y la psicoterapia interpersonal de Klerman. Asimismo, estas terapias han mostrado como mínimo una eficacia similar a la de los mejores tratamientos farmacológicos. Es más, se concluye que el tratamiento psicológico debiera ser el tratamiento de elección en la depresión unipolar. De todos modos, se discuten ciertas limitaciones en el estado del arte de la depresión.

Efficacious psychological treatments for depression. Although this is a review of de efficacy of psychological treatments for unipolar depression, we begin by making reference to pharmacological treatments. It should be recognized that pharmacological treatments were the first to be established and are the most used, thereby setting the standard for new treatments. Refering to psychological treatments, there are three with sufficient controlled studies to be able to affirm that they are well established. They are behavior therapy (which includes six variants: program of pleasing activities, training in social skills, Lewinsohn’s ‘coping with depression course’, self-control therapy, problem-solving therapy, and couple behavior therapy), Beck´s cognitive therapy, and Klerman’s interpersonal psychotherapy. We can add that these therapies have been demostrated to be at least as effective as the best pharmacological treatments. Moreover, we conclude that psychological treatment should be the election for unipolar depression. In any case, certain limitations in current conceptions about depression are discussed.

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El término «depresión» tiene un uso tanto mundano-popular, como técnico-clínico. En ambos contextos, apunta a una cierta experiencia de la vida que se podría definir como tristeza y desánimo, pero, en todo caso, tiene un uso demasiado elástico como para avenirse a una definición escueta.

Uso mundano del término depresión

La gente utiliza el término depresión para dar cuenta de una variedad de condiciones. Así, la depresión define un estado personal, de distinta experiencia subjetiva según sea la «metáfora vivida» con la que se reconoce tal experiencia, por ejemplo, «estar-bajo» (bajo de ánimo, bajo de humor, bajo un peso o apesadumbrado), «no-ver-salida» (cuando el futuro se obtura, el tiempo se estanca y, entonces, uno no ve salida ni nada claro, sino todo oscuro) o «carecer-de-interés» (cuando nada llama la atención y todo aburre o, incluso, uno aborrece de todo, en el sentido de no dejarse llevar por el entretenimiento común). Otras veces la depresión define, más que un estado personal, una reacción ante cierto evento, del que uno quiere protegerse o señalar su impacto («me da depresión», «me deprime»). Algunas veces es posible que se utilice el término como modismo para dar cuenta de cualquier inconveniente que se estime psicológico. La depresión se utiliza también para definir situaciones, entornos o ambientes (sin excluir personas) y, de paso, el estado de ánimo que suscitan, cuando se dice, por ejemplo, que es deprimente o depresivo tal sitio, tal paisaje, tal tiempo o fulano de tal. No dejaría de señalarse también el posible uso de la depresión como conducta-de-enfermedad, dado su reconocimiento social y clínico. De esta manera, la depresión puede tener, ante todo, una función de control frente o contra alguien y de renta. Así pues, el uso no sería sólo vivido o referido, sino también ejercido.

Uso técnico del término depresión

Los clínicos utilizan el término depresión de una manera pretendidamente precisa. Forma parte de esta precisión la identificación de unos patrones definitorios y la clasificación de tipos. Los patrones definitorios de depresión consisten en una variedad de síntomas que suelen agruparse en cuatro tipos: síntomas afectivos (humor bajo, tristeza, desánimo), síntomas cognitivos (pensamientos negativos de sí, del mundo y del futuro, baja auto-estima, desesperanza, remordimiento), síntomas conductuales (retirada de actividades sociales, reducción de conductas habituales, lentitud al andar y al hablar, agitación motora, actitud desganada) y síntomas físicos (relativos al apetito, al sueño y, en general, a la falta de «energía», así como otras molestias). En consecuencia, la depresión vendría dada por diferentes síntomas, de modo que una persona podría estar deprimida diferentemente de otra, según la preponderancia de uno u otro patrón. En todo caso, serán los modelos clínicos los que, en definitiva, van a ponderar los síntomas de acuerdo con su lógica.

La clasificación en tipos de depresión cuenta, igualmente, con una variedad de categorías. Tradicionalmente han sido dominantes dos dicotomías, no excluyentes entre sí. Una es la que distingue entre depresión endógena, cuya línea asociativa conlleva la condición psicótica (de carácter no-reactivo y de supuesto origen biológico), y la depresión no-endógena, cuya línea asociativa conlleva la condición neurótica (de carácter reactivo y de supuesto origen psicológico). Esta dicotomía ha sido mayormente abandonada pero no carece todavía de reivindicación por lo que se refiere, en particular, a la endogeneidad biológica (Vallejo, 2000a).

La segunda dicotomía distingue entre depresión bipolar, cuando el episodio depresivo alterna con uno de índole maníaca (versión actual de la psicosis maniaco-depresiva), y depresión unipolar, cuando únicamente cuenta con el polo depresivo. Se ha de añadir que la dicotomía bipolar-unipolar no se corresponde exactamente con la endógena/no-endógena. Esta dicotomía (bipolar-unipolar) vertebra la clasificación de los trastornos del estado de ánimo de la DSM-IV (American Psychiatric Association, 1994/1995), así como está también en la base de la clasificación de los trastornos del humor de la CIE-10 (Organización Mundial de la Salud, 1992), y, de hecho, se adopta en la presente revisión, centrada en la depresión unipolar, teniendo la bipolar la suya propia (Becoña & Lorenzo, 2001).

Dentro del trastorno depresivo unipolar se distinguen, a su vez, varios subtipos, en concreto, los siguientes, de acuerdo con el DSM-IV (básicamente coincidente con el CIE-10), a saber: episodio depresivo mayor, trastorno depresivo mayor (recidivante), trastorno distímico, trastorno depresivo no-especificado (premenstrual, menor, breve recidivante...) y otros trastornos del estado de ánimo (debido a enfermedad médica, inducido por sustancias, y no-específico). Cada uno de estos sistemas dispone de criterios (en principio ateóricos y objetivos) por los que se puede clasificar la depresión en un tipo u otro y, a falta de poder hacerlo, se asigna a la categoría de «otros trastornos», «trastorno mixto» o «no-específico» (de manera que nada queda sin su clasificación, dándose por tal incluso la falta de clasificación). Asimismo, se distingue el grado de depresión entre suave, moderada y severa.

Uso y abuso de la clasificación diagnóstica

Se entiende que semejante clasificación (tipo DSM o CIE) es importante, al menos, para dos propósitos: como nomenclador del lenguaje clínico (cuya función parece irse imponiendo) y como identificador de entidades nosológicas, cuya función no parece que se venga cumpliendo, antes bien, lo cierto es que crecen entidades sin demasiada identidad. A este respecto, bastaría recordar (aparte de las categorías antes apuntadas para clasificar lo inclasificable), la proliferación de conceptos psiquiátricos ex post facto, o quizá de repesca, como pudieran ser la doble depresión, cuando concurre un trastorno depresivo mayor con el distímico (Keller & Shapiro, 1992), sin que falte quien hable incluso de triple depresión, cuando a la doble se añade una depresión breve recurrente (Angst & Sellaro, 2000), la depresión atípica, cuando además de depresión se da toda una amalgama de otros síntomas o trastornos extra-depresivos (Vallejo & Urretavizcaya, 2000), la depresión subclínica, cuando los «síntomas» no alcanzan ni siquiera los criterios de trastorno depresivo menor (Sherbourne, Wells, Hays, Rogers, Burnam & Judd, 1994) y, en fin, la depresión enmascarada, suponiendo que determinados síntomas, generalmente de índole psicosomática, equivalen a depresión (Guimón & Padro, 1988).

De esta manera, cabe que el clínico vea depresión donde el paciente tenga o diga tener otra cosa o no la tenga (siendo que se le diagnostique depresión subclínica, enmascarada o atípica) o la vea doble cuando el paciente sólo tuviera conciencia de una (aparte de que no la vea cuando el paciente diga tenerla debido, en este caso, a que el diagnóstico clínico corrija un mal uso o abuso del paciente).

Por otro lado, la cantidad de tipos de depresión existentes no parece guardar especificidad con la, a su vez, cantidad de tipos de tratamiento vigentes, tanto farmacológicos como psicológicos. Por lo demás, aunque todos los caminos parecen llevar a los clínicos a la depresión, no se conocen, sin embargo, las supuestas vías etiopatogénicas por las que el paciente llega a la depresión que llega.

Con todo, semejante clasificación es fundamental a la hora de abordar la eficacia de los tratamientos. Sin ella no se podría saber ni siquiera de qué se está hablando. Por más que tenga los inconvenientes que tiene, no se puede decir que carezca de objetividad, aunque sólo fuera por la objetividad que ella misma crea al practicarla tanto en el contexto clínico como en el extraclínico o mundano, lo que en definitiva conforma la realidad de las cosas.

Prevalencia e historia natural de la depresión

Como quiera que fuera lo anterior, la depresión no sólo existe, sino que es un trastorno psicológico cuyas tasas han ido en aumento en los últimos tiempos (Klerman & Weissman 1989), al punto de que cabe hablar de la época de la depresión (como lo fuera antes la época de la ansiedad y en tiempos de Freud la de la histeria). La prevalencia de la depresión en la población general puede estimarse entre el 9 y el 20% y, aunque sólo la mitad o menos termina recibiendo atención especializada, los pacientes depresivos constituyen entre el 20 y el 25% de los pacientes que consultan al médico de familia por algún problema psiquiátrico (Bernardo, 2000). Es importante añadir, como revelan todos los estudios, que la proporción de mujeres que padecen depresión es, como poco, el doble de los hombres (excepto en la depresión bipolar en la que los sexos están equilibrados) y que la edad de comienzo es cada vez más temprana, empezando a darse la mayor incidencia entre los 15 y 19 años, la cual se mantiene igualmente elevada, hasta los 40 años en los hombres y los 50 en las mujeres (dentro de su proporción), si bien se ha observado un despunte para la mujer en edades posteriores (Wu & Anthony, 2000).

La depresión y en particular el trastorno depresivo mayor tiene una historia natural de recuperación y recurrencia. En concreto, del orden del 55% de los pacientes con depresión mayor (que por definición dura al menos dos semanas) mejoran solos a lo largo de 6 meses, del orden del 70% en un año, del 85% en 2 años y del 97% en 6 años (según estudios citados en Hammen, 1997, p. 30, y otros similares citados en Roth y Fonagy, 1996, p. 60). Esto quiere decir también que del orden del 30% mantienen una persistente depresión (durante un año al menos). Por otro lado, las recaídas y las recurrencias son igualmente «muy naturales», del orden del 50% en un año y del 75% en 5 años, siendo más probable que ocurran en los primeros meses de la recuperación (Hammen, 1997).

Evaluación de la depresión

Existen dos métodos principales para evaluar la depresión, uno es la entrevista y el otro la auto-aplicación de pruebas (Katz, Shaw, Wallis & Kaiser, 1995), disponiendo cada uno de ellos de numerosos instrumentos (Nezu, Ronan, Meadows & McClure, 2000). Obviamente, el clínico utiliza y combina los métodos e instrumentos de acuerdo con las condiciones del caso y los propósitos de la evaluación (por ejemplo, establecimiento de un diagnóstico, valoración del curso terapéutico, investigación científica). En relación con la investigación científica, que será el mayor interés aquí, dos son los instrumentos principalmente utilizados, uno de cada método de los señalados, a saber, la Escala de Hamilton (aplicada en una entrevista) y el Inventario de Beck (auto-aplicado). Estas y otras escalas e inventarios se describen en Comeche, Díaz y Vallejo (1995).

Ambos instrumentos fueron desarrollados a principios de los años sesenta. La Escala de Hamilton consta de 21 ítems (aunque es frecuente el uso de una versión de 17), cada uno un síntoma de la depresión (humor, culpa, ideación suicida, insomnio, etc.), para responder de 0 a 2 o de 0 a 4. Una puntuación por encima de 29 (en la versión de 17 ítems) se considera una depresión severa. Por su parte, el Inventario de Beck consta igualmente de 21 ítems, cada uno un síntoma (humor, perspectiva del futuro, fracaso, satisfacción, etc.), para responder de 0 a 3. Una puntuación por encima de 29 se considera una depresión severa. La Escala de Hamilton abunda en ítems físicos y el Inventario de Beck en psicológicos (más en correspondencia con los cuatro aspectos anteriormente señalados). Estos instrumentos evalúan la depresión pero no establecen de por sí el diagnóstico. Finalmente, el investigador (y también el clínico) utilizan a menudo instrumentos adicionales que exploran otros asuntos del funcionamiento global de la persona, entre los que figuran la Escala de Evaluación Global de Endicott, Spitzer, Fleiss y Cohen (1976).

Tratamientos de la depresión probados

La depresión es susceptible de ser tratada de muchas maneras, de acuerdo con las diferentes perspectivas como se la entienda. Sin embargo, esta revisión repasará únicamente los tratamientos probados en estudios controlados (mediante asignación aleatorizada y la disposición de grupos de control) y en estudios comparativos entre dos o más terapias. Con estas condiciones se encuentran tratamientos farmacológicos y psicológicos, a su vez, variados entre ellos. Si bien el interés de este trabajo se centra en los tratamientos psicológicos, resulta imprescindible su puesta en referencia con los farmacológicos. Esto es debido, sobre todo, a que los tratamientos farmacológicos fueron los primeros en ser estudiados de modo sistemático, son los más utilizados, se les supone por ley una cierta comprobación y, en fin, están en competitividad con los psicológicos. Más allá de esta competitividad, lo que realmente importa es la competencia cara a ofrecer el mejor tratamiento posible y establecer la naturaleza de la depresión que, de hecho, se debate entre una base biológica o psicológica.

Tratamientos farmacológicos

Aunque los tratamientos farmacológicos no están exentos de controversia en relación con la eficacia que se les supone (Enserink, 1999; Greenberg & Fisher, 1997), aquí se va asumir en principio que su eficacia está probada, dejando si acaso que la controversia emerja después.

Se empezaría por constatar la existencia de varios tipos de medicación antidepresiva, cuya tipología no está uniformemente establecida. Así, por ejemplo, la revisión de Fava y Rosenbaum (1995) se vale de cinco categorías de fármacos: antidepresivos tricíclicos, antidepresivos tetracíclicos, inhibidores de la monoaminooxidasa (IMAO), inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina (ISRS) y antidepresivos atípicos. Por su parte, Hammen (1997) utiliza cuatro categorías: antidepresivos tricíclicos, IMAO, heteróclitos de la segunda generación e ISRS. Freemantle, Anderson y Young (2000) utilizan tres: antidepresivos tricíclicos, ISRS y otros (atípicos y tetracíclicos). En fin, el texto de Vallejo y Gastó (2000) agrupa las distintas categorías en dos capítulos: uno sobre «tratamientos clásicos», donde se incluyen los antidepresivos heteróclitos, los IMAO y las sales de litio (Vallejo, 2000b) y otro sobre los ISRS y «otros nuevos antidepresivos», refiriéndose a los inhibidores reversibles de la MAO (Sáiz & Montes, 2000).

Pues bien, por lo que aquí concierne, la mejor cosa quizá sea distinguir entre antidepresivos clásicos o de primera generación y nuevos o de segunda, si es que no de tercera generación. Entre los clásicos figuran los antidepresivos tricíclicos, de los que la imipramina y la amitriptilina han llegado a ser el tratamiento estándar o de referencia respecto del que medir nuevos tratamientos, fueran farmacológicos (Quitkin, Rabkin, Gerald, Davis & Klein, 2000) o psicológicos, por ejemplo, el célebre estudio del NIMHT, donde se ponía a prueba la terapia cognitiva y la terapia interpersonal (Elkin, Shea, Watkins, Imber, Sotsky, Collins, Glass, Pilkonis, Leber, Docherty, Fiester & Parloff, 1989). Figuran también entre los clásicos los IMAO (fenalcina, tramilcipromina, deprenil), cuya eficacia más reconocida es en la depresión atípica y en la depresión crónica (véase Vallejo, 2000b). Por su parte, un clásico como las sales de litio interesa sobre todo en la depresión bipolar (Becoña & Lorenzo, 2001).

Entre los nuevos fármacos antidepresivos figuran los inhibidores reversibles de la MAO (moclobemida, mirtazapina, nefazodona, venlafaxina) de eficacia comparable a los clásicos, con la ventaja que tenga la reversibilidad de su acción, siendo de señalar la prometedora eficacia de la venlafaxina en la depresión melancólica (véase Sáiz & Montes, 2000). Figuran obviamente entre los nuevos fármacos antidepresivos los ISRS, llegando a tener uno de ellos notoriedad popular, como la tuvo la fluoxetina a través de la marca comercial Prozac, pero son varios más los nombres genéricos a tomar en cuenta, como la fluroxamida, la paroxetina, la sertralina y el citolopram. Se puede decir, en general, que los resultados de estos nuevos antidepresivos son similares a los conocidos de los clásicos, con la ventaja que puedan tener de una menor incidencia de efectos secundarios (Sáiz & Montes, 2000). No obstante, no se dejaría de señalar que otras revisiones han venido a decir que los ISRS pueden ser menos efectivos que los antidepresivos tricíclicos (Anderson, 2000).

Aun concediendo que los nuevos antidepresivos tengan una eficacia similar a los clásicos, se plantea la siguiente cuestión. Los fármacos antidepresivos clásicos han marcado, efectivamente, la referencia para la eficacia de los tratamientos siguientes, al haber sido los primeros en ser estudiados y en mostrar, por tanto, su eficacia. En conjunto, se podría decir de ellos, sin dejar de ser discutible pero aceptando el rasero de sus defensores, que son eficaces para el 50% de los pacientes, referido a la depresión mayor y después de 6 semanas de tratamiento, mientras que la eficacia del placebo, que siempre viene a establecer la línea sobre la que tienen que sobresalir los psicofármacos, es del orden del 30% (Quitkin, Rabkin, Gerald et al., 2000). Por su parte, como se ha dicho, los nuevos antidepresivos habrían mostrado también su eficacia, supuesto que han alcanzado el nivel de referencia (en todo caso, el mejor conocido). La cuestión es ésta: ¿qué se puede decir entonces de los nuevos antidepresivos?, o bien que son tan buenos como los mejores, lo que supondría una conformidad a la baja, o bien que no son mejores que los buenos, lo que supondría una decepción. Decepción, tanto más si se considera que los antidepresivos clásicos fueron descubiertos por serendipidad, en contraste con los nuevos, que fueron elaborados por diseño, esto es, con conocimiento de causa, sabiéndose cómo funcionan (véase Stahl, 2000).

Si semejante diseño farmacológico tuviera relevancia para el tratamiento de la depresión, se tendría que mostrar al menos de dos maneras. Por un lado, la diferente acción farmacológica habría de corresponderse con una eficacia diferencial del preparado, en este caso, incrementando la eficacia establecida (el rasero de los clásicos, descubiertos más por casualidad que por causalidad). Sin embargo, por lo que se ha visto, nada de esto se ha mostrado. Un estudio sobre 105 ensayos que comparaban ISRS, siendo el más frecuente la fluoxetina, con otros medicamentos, siendo el más frecuente la amitriptilina, con más de 11.000 pacientes, ha mostrado que la actividad farmacológica no tiene ningún valor predictivo respecto de la eficacia del medicamento, ni siquiera cuando se trataba de una «acción dual», que tanto se ha «vendido», con lo que a la postre se revela más como un concepto de márketing que propiamente clínico (Freemantle, Anderson & Young, 2000). Curiosamente, pero el asunto no es trivial, el mejor predictor del resultado (en vez de ser la acción farmacológica) era el patrocinador del estudio, en el sentido de mostrarse más efectivo el fármaco esponsorizado. En definitiva, los autores afirman que no hay certeza acerca de si algunos antidepresivos tienen una eficacia superior (Freemantle, Anderson & Young, 2000).

Por otro lado, los fármacos de diseño pareciera que debieran ser específicos de los trastornos para los que fueron preparados, en este caso, la depresión, a su vez, con varios tipos. Sin embargo, lo cierto es más bien lo contrario. Cuando se sugiere cierta especificidad dentro de los distintos tipos de depresión, suele referirse a la depresión atípica, que es ella misma inespecífica. Pero el punto es que los nuevos antidepresivos rinden igualmente bien, en el nivel que lo hacen, en otros trastornos distintos de la depresión (Sáiz & Montes, 2000), de modo que la serendipidad les depara, ahora a ellos, nueva suerte. Así, por ejemplo, la historia del Prozac abunda en hallazgos inesperados (Kramer, 1993/1994).

Tratamientos psicológicos

Los tratamientos psicológicos considerados aquí se reparten en tres grandes capítulos: terapia de conducta (a su vez con varias modalidades), terapia cognitiva o terapia cognitivo-conductual y psicoterapia interpersonal, sin dejar de aludir a «otras terapias psicológicas».

Terapia de Conducta

La Terapia de Conducta ofrece un planteamiento completo de la depresión, como de cualquier otro trastorno psicológico. En este sentido, dispone tanto de una teoría psicopatológica, como de la evaluación psicodiagnóstica y del procedimiento terapéutico correspondientes. Dentro de la Terapia de Conducta se pueden reconocer seis procedimientos terapéuticos, todos dentro de una misma prosodia conductual pero con distinto acento. Sobre una concepción de la depresión en términos de disminución de conducta reforzada positivamente y/o inadecuación de habilidades sociales, Peter M. Lewinsohn y colaboradores (Lewinsohn & Gotlib, 1995; Lewinsohn, Hoberman, Teri & Hautzinger, 1985) han desarrollado tres formas de tratamiento: 1) Programa de Actividades Agradables, 2) Entrenamiento en Habilidades Sociales, y 3) Curso para el Afrontamiento de la Depresión. Los otros tres procedimientos son los siguientes, cuyo acento también está declarado por el título: 4) Terapia de Autocontrol (Rehm, 1977), 5) Terapia de Solución de Problemas (Nezu, 1987), y 6) Terapia Conductual de Pareja (Beach & O’Leary, 1992; Jacobson, Dobson, Fruzzetti, Schmaling & Salusky, 1991).

1) El Programa de Actividades Agradables consiste en un programa altamente estructurado, en 12 sesiones, dirigido a cambiar la cantidad y la calidad de las interacciones del paciente depresivo, mediante un conjunto de estrategias que incluyen el entrenamiento asertivo, la relajación, la toma de decisiones, la solución de problemas, la comunicación y el manejo del tiempo.

Semejante programa se ha mostrado efectivo en reducir los niveles de depresión, en un estudio de 1980 citado por Lewinsohn y Gotlib (1995). Asimismo, en otro estudio de 1982 citado por Antonuccio, Danton y DeNelsky (1995), en el que este procedimiento se aplicó combinado bien con placebo o bien con amitriptilina, se mostró igual de efectivo en la combinación con placebo que con la medicación (consistente en un antidepresivo de supuesta eficacia). Con todo, el Programa de Actividades Agradables no ha llegado a ser una terapia con nombre propio como otras y, por tanto, no ha sido estudiada su eficacia en correspondencia con su importancia. A este respecto, lo que no se puede decir es que no tenga eficacia ni que no esté formando parte de la terapia. Lo cierto es que constituye un componente básico del Curso para el Afrontamiento de la Depresión de Lewinsohn y de la terapia cognitiva de la depresión de Beck. Concretamente, el Programa de Actividades Agradables viene a ser el componente de «técnicas conductuales» de la terapia cognitiva de Beck, que recibirá la denominación de «activación conductual» en un estudio donde se analizan sus componentes (Jacobson, Dobson, Truax, Addis & Koerner, 1996). El caso es que la activación conductual ha mostrado ser por sí sola tan eficaz como la terapia completa, lo que no sólo prueba que es eficaz, sino que sugiere incluso que es lo eficaz de la terapia cognitiva.

2) El Entrenamiento de Habilidades Sociales es también un programa estructurado en 12 sesiones dirigido a mejorar tres clases de conductas: la aserción negativa (implicando conductas que permiten a la persona defender sus derechos y actuar de acuerdo con sus intereses, a la vez que se es considerado con los demás), la aserción positiva (relativa a la expresión de sentimientos positivos hacia otros) y las habilidades conversacionales (desde la iniciación, la realización de preguntas y la revelación apropiada de sí mismo, hasta la terminación de conversaciones), todo ello en los distintos ámbitos de las relaciones sociales (con extraños, con amigos y familiares y en el trabajo o la escuela).

El Entrenamiento en Habilidades Sociales ha mostrado su eficacia en, al menos, dos estudios. El estudio de Hersen, Bellack, Himmelhoch y Thase (1984) ha mostrado que las habilidades sociales más placebo fueron eficaces en la mejora de la depresión, aunque en igual medida que la medicación (amitriptilina) y la psicoterapia (focalizada en las preocupaciones actuales y suponiendo además apoyo social). Por su parte, el estudio de McLean y Hakstian (1979) ha mostrado que el entrenamiento en habilidades sociales fue superior a todas las condiciones en cuestión, que eran la psicoterapia dinámica (en este caso orientada al insight), la medicación consistente en amitriptilina y la relajación como grupo de control-placebo (donde se incluía una explicación de la depresión como debida a la tensión muscular). La psicoterapia fue la condición menos efectiva, similar al grupo de relajación-placebo. Los resultados se mantenían en un seguimiento de 27 meses (McLean & Hakstian, 1990). La superioridad del entrenamiento en habilidades sociales incluye medidas de sintomatología depresiva (humor), de funcionamiento social y de actividad personal. Es interesante añadir que la eficacia encontrada es independiente de la severidad inicial de los pacientes, de modo que no se confirman los resultados en este sentido del estudio del NIMH (Elkin, Shea, Watkins et al., 1989), aun habiendo utilizado los mismos criterios de re-análisis (McLean & Taylor, 1992). El entrenamiento en habilidades sociales se ha mostrado también eficaz en el tratamiento agudo de la distimia en relación con el placebo y en un nivel comparable a la medicación (Roth & Fonagy, 1996).

3) El Curso para el Afrontamiento de la Depresión, CAD, es igualmente un programa altamente estructurado, de 12 sesiones, con dos más de apoyo (al mes y a los 6 meses), para ser llevado en grupo. Se viene aplicando desde finales de los setenta, sobre la base del texto Control your depression (Lewinsohn, Muñoz, Joungren & Zeiss, 1978), disponiendo además de un libro-de-trabajo para el participante (Brown & Lewinsohn, 1979) y de un manual del instructor (Lewinsohn, Antonuccio, Steinmetz & Teri, 1984). El curso, inicialmente diseñado para adultos con depresión, se ha extendido a una variedad de poblaciones y condiciones tales como adolescentes, mayores, cuidadores de mayores, grupos minoritarios, y en la prevención de la recaída y la prevención primaria y secundaria (Cuijpers, 1998; Lewinsohn & Golib, 1995). El programa se concibe como un tratamiento psico-educativo, donde el terapeuta hace más bien el papel-de-instructor o líder del grupo que el papel de terapeuta tradicional, mientras que, por su lado, los participantes son más participantes de un curso de aprendizaje que pacientes receptores de un tratamiento. Los contenidos del programa son multimodales, pero su núcleo está en la programación de actividades agradables, el entrenamiento en habilidades sociales, la modificación de cogniciones (tomando, por ejemplo, estrategias de la terapia de Beck) y, finalmente, lo que constituye la última sesión y, por tanto, el sentido del curso, los «planes de la vida», donde se tratan los valores personales, las metas y el estilo de los participantes (Lewinsohn, Steinmetz, Antonuccio, & Teri, 1985).

El CAD forma parte de todo un Proyecto de investigación, entre cuyos objetivos, además de la eficacia, figuran el estudio de las variables del terapeuta y del participante en relación con el resultado (Lewinsohn, Steinmetz, Antonuccio, & Teri, 1985), habiéndose centrado especialmente en la intervención con adolescentes, incluyendo la prevención, donde este programa es probablemente el más relevante (Hammen, 1997).

La eficacia del CAD se puede decir que ha quedado demostrada por los estudios de los resultados relativos al Programa de actividades Agradables y al Entrenamiento en Habilidades Sociales, anteriormente presentados. Sin embargo, puesto que constituye un programa con entidad propia y, de hecho, viene a ser el formato de tratamiento representante de esta línea, y en general, de la terapia de conducta en la depresión, ha de contar con su propia validación empírica. Ciertamente, son numerosos los estudios que avalan su eficacia. A este respecto, se ha de reparar en que, si bien el programa fue elaborado para adultos con depresión mayor, como se ha dicho, en la práctica, el CAD se caracteriza por su aplicación a una variedad de poblaciones, entre las que destaca la adolescencia, de manera que su eficacia se habrá de mostrar en los distintos ámbitos de aplicación. Esta diversificación quizás ha sido debida tanto a una como a otra de estas dos razones, por un lado, la ventaja que ha tomado la terapia cognitiva de Beck como tratamiento psicológico de referencia para la depresión en su figura clínica más definida (como pueda ser la depresión mayor en adultos) y, por otro, la propia importancia de la depresión en las poblaciones a las que ha sido extendido este programa.

Entre los avales empíricos figuran tres estudios que muestran su eficacia precisamente con adultos. El primero de ellos (Antonuccio, Akins, Chatham, Monagin, Tearnan & Ziegler, 1984), aunque no disponía de grupo de control ni tampoco de una comparación de referencia, ha mostrado en todo caso ser eficaz en la mejoría en 6 pacientes de 9 que eran refractarios al tratamiento farmacológico (contando con un seguimiento de 9 meses). El segundo (Brown & Lewinsohn, 1984) ha comparado el CAD aplicado en grupo con su aplicación individual y con una aplicación de mínimo contacto (una suerte de biblioterapia con contacto telefónico) y respecto a un grupo-de-espera, contando con un seguimiento de uno y 6 meses. Las tres aplicaciones del curso han mostrado eficacia en la reducción de la depresión. El tercero (Hoberman, Lewinsohn & Tilson, 1988) estaba dirigido a determinar variables predictoras del resultado, pero ha servido de paso para mostrar de nuevo la eficacia. Al final del tratamiento, el 85% de los pacientes no caían dentro de los criterios que definen un trastorno de depresión (teniendo la mayoría inicialmente un trastorno depresivo mayor o bien uno intermitente). En cuanto a las variables que mejor predicen el resultado figuran, no sorprendentemente, el menor nivel de depresión inicial, el mejor funcionamiento social, el dominio percibido sobre los eventos y la percepción positiva de cohesión grupal.

En relación con su aplicación a la depresión en la adolescencia bastaría citar el estudio de Lewinsohn, Clarke, Hops y Andrews (1990), con una amplia muestra. Este estudio dispuso de tres condiciones: aplicación del CAD a un grupo de adolescentes, aplicación igual a otro grupo, cuyos padres también lo seguían en grupo aparte, y un grupo-de-espera. Contaba con seguimientos de 1, 6, 12 y 24 meses. Los resultados muestran la eficacia del programa respecto del no-tratamiento, con las mejorías mantenidas después de dos años, observándose una tendencia en las distintas medidas en favor de la condición que incluía a los padres. Por lo demás, los resultados de los 20 estudios de la revisión de Cuijpers (1998), de los que forman parte los tres citados, van en la misma dirección. Aunque no todos los estudios incluidos en este meta-análisis tienen la misma calidad, 10 comparaban el CAD con un grupo control (listas-de-espera), en 7 los participantes fueron asignados al azar a las distintas condiciones y, en fin, 6 de estos 7 pueden ser juzgados de alta calidad metodológica (Cuijpers, 1998). Sobre la base de estos estudios, concluye dicho autor que el CAD es un tratamiento eficaz para la depresión.

4) La Terapia de Autocontrol de Rehm (1977) asume que la depresión se caracteriza por déficits específicos en el manejo de la conducta de uno mismo. La terapia consiste en un programa estructurado de 6 a 12 sesiones, centrado en cada uno de dichos aspectos, disponible también para su aplicación en grupo. Dos estudios validaron el programa contra condiciones de control, en un caso terapia de grupo inespecífica y lista-de-espera (Fuchs & Rehm, 1977) y en el otro un entrenamiento en habilidades asertivas (Rehm, Fuchs, Roth, Kornblith & Romano, 1979). Esta terapia ha sido objeto también de estudios de desmantelamiento de componentes, mostrándose que cada componente por individual (auto-seguimiento, auto-evaluación y auto-reforzamiento) es tan efectivo como el conjunto (Rehm, Kornblith, O’Hara, Lamparski, Romano & Volkin, 1981). A su vez, otra investigación (Rehm, Kaslow & Rabin, 1987) ha mostrado que los resultados son igualmente efectivos aunque los objetivos sean cognitivos, conductuales o ambos combinados y con independencia de si los participantes son deficitarios en las condiciones cubiertas por dichos objetivos. Es decir, independientemente de los objetivos que focalice el programa y de la condición de los participantes para la que se supone que los objetivos eran específicos, los resultados son efectivos por igual.

La Terapia de Autocontrol, a pesar de haber mostrado su eficacia, no es un tratamiento psicológico de referencia. Ello quizá se deba a la preponderancia que han tomado otros tratamientos psicológicos, pero también es posible que tenga que ver, paradójicamente, con la esmerada investigación de la que ha sido objeto. En este sentido, si bien se confirma su eficacia (al menos los dos estudios citados parecen mostrarla), no se ve que ésta se deba a la contribución conjunta de los componentes que definen el modelo, puesto que uno de ellos sin los otros produce el mismo resultado, ni tampoco a la especificidad de objetivos en función de la mayor deficiencia de los participantes, ya que la eficacia es igual en todo caso. La cuestión es que esta inespecificidad podría ser el caso también de los tratamientos de referencia, si se investigara con el esmero con que se hizo con éste.

5) La Terapia de Solución de Problemas relaciona la depresión, como ya declara el nombre, con la ineficiencia en la solución de problemas. La depresión ocurriría ante situaciones problemáticas, de modo que si no son resueltas traerían como consecuencia la «baja tasa de reforzamiento positivo» y de ahí la depresión (Nezu, 1987). El procedimiento consiste en un programa estructurado, tanto para ser llevado en grupo como individualmente, de 8-12 sesiones, con una variedad de técnicas (Areán, 2000; Nezu, Nezu & Perri, 1989). Diversos estudios avalan su eficacia (Areán, Perri, Nezu, Schein, Christopher & Joseph, 1993; Nezu, 1986; Nezu & Perri, 1989).

Aunque la racionalidad de la Terapia de Solución de Problemas para la depresión es homogénea con los planteamientos anteriores suscita, sin embargo, dos cuestiones particulares. Una es su dependencia de un modelo algorítmico de solución de problemas impersonales, cuando la depresión tiene más bien que ver con problemas inter-personales. La otra cuestión hace al caso de que las personas deprimidas, más que tener propiamente deficiencias en un supuesto proceso de solución de problemas, acaso tengan actitudes pasivas y de evitación y se centren «rumiativamente» en su propia conciencia emocional, a diferencia de los no-depresivos, de manera que su depresión no se debería necesaria ni probablemente a la carencia de dichas habilidades.

6) La Terapia Conductual de Pareja trata la depresión en el contexto de una relación inter-personal. Aunque el contexto social no era ajeno a los procedimientos anteriores y, en realidad, no lo es a ningún tratamiento psicológico, la terapia de pareja, y en su caso de familia, incorporan la relación como elemento esencial o, dicho de otra manera, sitúan la depresión en la relación de la persona deprimida con las otras personas que forman parte de su ámbito familiar (y en particular su cónyuge). Ello no supone que toda depresión dada en una relación de pareja sea debida a problemas en la relación. De hecho, la conexión entre problemas de pareja y depresión puede ser de varias maneras según sea uno u otro el precedente o que coincidan (Prince & Jacobson, 1995). La revisión de Whisman (2001) confirma esta asociación entre la insatisfacción marital y los síntomas depresivos, siendo una vez más la mujer el componente de la pareja más probablemente deprimido. Si bien la tendencia parece ser, según esta revisión, que la insatisfacción marital precede a la depresión, la evidencia empírica no es conclusiva, de modo que sigue vigente la triple posibilidad señalada (Prince & Jacobson, 1995).

El dilema para el clínico, cuando se encuentre con ambas condiciones, siendo lo frecuente que la consulta sea por una o por otra (por depresión o por desavenencia), es qué tratar y cómo entender su asociación. De acuerdo con Prince y Jacobson (1995) la solución vendría dada por un análisis funcional, que determinaría la prioridad y, en caso de no poder establecer la causalidad, la elección sería la terapia de pareja para la depresión.

Una vez constatada la asociación (discordia-depresión), lo importante es ver la inter-funcionalidad entre ambas. A este respecto, la literatura ha puesto de relieve dos «mecanismos». De una parte, estaría la pérdida de apoyo social. Sin duda, la relación de pareja es un componente crucial en la red de apoyo social de la persona deprimida, cuya importancia puede entenderse de acuerdo con la teoría conductual en la línea de Lewinsohn, donde se enfatizaría la disminución de actividades agradables y el aumento de las desagradables, y de acuerdo también con la teoría del apego, donde el énfasis se pondría en la relación-de-pareja como «base de seguridad» permitiendo, incluso, espacios propios sin dependencia continua del otro (Anderson, Beach & Kaslow, 1999). De otra parte, estaría la instrumentación que la propia conducta depresiva podría tener en la relación de la pareja y familiar en general. Así, la conducta depresiva (los síntomas y las quejas de la persona deprimida) puede tener el efecto de reducir demandas de otros, inhibir su hostilidad, infundirles sentimientos de culpa o reclamar apoyos que de otro modo no existirían, todo lo cual es perfectamente entendible en términos del análisis funcional de la conducta (Ferster, 1973), en términos interpersonales (Coyne, 1999) e, incluso, en términos adaptativos-evolucionistas (Nesse, 2000).

Dos estudios, al menos, han mostrado la eficacia de la Terapia Conductual de Pareja para la depresión. Uno de estos estudios (Beach & O’Leary, 1992; O’Leary & Beach, 1990) comparó la terapia conductual de pareja con la terapia cognitiva aplicada individualmente y con un grupo-de-espera. Se trataba de parejas con discordia marital, siendo la mujer la persona deprimida. La terapia, estructurada en 15-20 sesiones, consistía fundamentalmente en el aumento de actividades agradables y disminución de las desagradables, solución de problemas, habilidades de comunicación, establecimiento de expectativas razonables y entendimiento de la discordia familiar. La terapia conductual de pareja fue tan eficaz como la terapia cognitiva individual en reducir la sintomatología depresiva y la conductual fue más eficaz que la cognitiva en mejorar la satisfacción marital, sobre un año de seguimiento. El estudio hace ver que el efecto de la terapia conductual sobre la depresión está mediado por la satisfacción marital (Beach & O’Leary, 1992).

El otro estudio (Jacobson, Dobson, Fruzzetti et al., 1991) se centró también en parejas con la mujer deprimida, pero incluyó tanto parejas con desavenencias como sin ellas. Asimismo, contaba con un grupo que intercalaba la terapia cognitiva con la conductual de pareja. Los resultados mostraron, de nuevo, que la terapia conductual de pareja y la terapia cognitiva fueron igual de eficaces en el alivio de los síntomas depresivos dentro de la pareja con desavenencias, siendo la conductal la única que mejoró además la satisfacción marital. Sin embargo, cuando la pareja no tenía problemas (aparte de la depresión), la terapia cognitiva, sola o en combinación con la de pareja, fue más eficaz que la conductual en aliviar los síntomas depresivos. En un seguimiento de 12 meses no se revelaron diferencias entre los grupos, en el sentido dicho, siendo la recaída sólo del orden del 10-15% (Jacobson, Fruzzetti, Dobson, Whisman & Hops, 1993).

En resumen, la Terapia Conductual de Pareja se ha mostrado igual de efectiva que la terapia cognitiva individual en la reducción de la depresión de pacientes con discordia marital, pero se ha mostrado a su vez superior en mejorar la satisfacción marital. No obstante, en pacientes deprimidos sin discordia marital, la terapia cognitiva fue superior a la conductual de pareja. En definitiva, la terapia conductual de pareja sería el tratamiento de elección cuando se presenta a la vez depresión y discordia marital (Beach, 2001; Prince & Jacobson, 1995). La terapia conductual de pareja aquí revisada sería, con todo, una terapia tradicional (principalmente orientada al cambio), según la distinción de Prince y Jacobson (1995), para diferenciarla de las innovaciones en curso consistentes, sobre todo, en la incorporación de la aceptación, además del cambio (Cordova & Gee, 2001), una innovación aplicada a la depresión que está en fase experimental junto con otras innovaciones (Beach, 2001).

Terapia Cognitiva

La Terapia Cognitiva de la Depresión fue desarrollada por Aaron T. Beck, desde finales de los años cincuenta (Beck, 1991), quedando asociada a su nombre, al punto de ser conocida también como «terapia de Beck». La Terapia Cognitiva de Beck tiene el gran mérito de ser un tratamiento diseñado específicamente para la depresión (sin perjuicio de su extensión posterior a otros trastornos), que ha sido probada en relación con los tratamientos establecidos en su campo, que no eran otros que los tratamientos farmacológicos. En este sentido, la Terapia Cognitiva se ha hecho un nombre, como tratamiento psicológico, en el ámbito psiquiátrico, y ha llegado a ser una terapia de referencia para cualquier otra (farmacológica o psicológica) que quiera establecerse. Esta fama le vino dada, sobre todo, por su inclusión en el influyente estudio del National Institute of Mental Health Treatment of Depression Collaborative Research Program (Elkin, Parloff, Hadley & Autry, 1985).

La Terapia Cognitiva, al igual que la Terapia de Conducta, ofrece un planteamiento completo de la depresión, de manera que dispone de una teoría, de una evaluación diagnóstica y de un procedimiento terapéutico. Concibe la depresión en términos de pensamientos negativos sobre sí, el mundo y el futuro, debidos a ciertos esquemas depresógenos y a errores lógicos en el procesamiento de la información.

La Terapia Cognitiva de la Depresión es un procedimiento altamente estructurado, de 15 a 25 sesiones, incluyendo las de continuación y terminación, siendo 12 las sesiones básicas. La terapia se concibe como un enfoque psicoeducativo, diseñado tanto para modificar cogniciones como conductas, de modo que no en vano se denomina también (y quizá más justamente) terapia cognitivo-conductual (Beck, Rush, Shaw & Emery, 1979/1983; Sacco & Beck, 1995). Cuenta con numerosos estudios que muestran su eficacia.

Uno de estos primeros estudios comparó la terapia cognitiva con la imipramina (Rush, Beck, Kovacs & Hollon, 1977). Aunque ambos tratamientos redujeron significativamente la depresión, la terapia cognitiva fue superior a la farmacológica, manteniéndose esta ventaja un año después (Kovacs, Rush, Beck & Hollon, 1981). Sin embargo, este estudio fue criticado en el sentido de que la relativa inferioridad de la medicación antidepresiva podría deberse a ciertas flaquezas en su aplicación, tales como una posible dosis baja (máximo de 200 mg diarios), una escasa duración del tratamiento (12 semanas) y una retirada de la medicación 2 semanas antes de la evaluación postratamiento. De todos modos, el tratamiento farmacológico tenía a su favor la exclusión de su grupo de pacientes que habían mostrado anteriormente poca respuesta a la medicación antidepresiva, así como que las sesiones (semanales) conllevaban 20 minutos de atención clínica.

Un estudio posterior salvando todas estas limitaciones y cuidando otras condiciones metodológicas, no comprobó que la Terapia Cognitiva fuera superior a la medicación (imipramina), pero sí mostró que aquella era igual de eficaz que ésta (Hollon, DeRubeis, Evans, Wiemer, Garvey, Grove & Tuason, 1992). El estudio se interesaba igualmente en comprobar la eficacia del tratamiento combinado (psicológico y farmacológico), resultando que no fue mejor que cada uno de ellos por separado. En un seguimiento de 18 meses, la recaída fue notablemente superior en el grupo de tratamiento farmacológico (Evans, Hollon, DeRubeis, Piasecki, Grove, Garvey & Tuason, 1992).

Otro estudio había mostrado que la Terapia Cognitiva era tan eficaz, pero no más, que la medicación, en este caso, nortriptilina (Murphy, Simons, Wetzel & Lustman, 1984). Este estudio se interesaba, igualmente, en la combinación de ambos, sin que, de nuevo, se haya mostrado una mejoría añadida. En un seguimiento de un año se observó que los pacientes tratados con medicación recayeron más que los del grupo de la Terapia Cognitiva (Simons, Murphy, Levine & Wetzel, 1986).

Por su parte, el estudio del National Institute of Mental Health (NIMH) Treatment of Depression Collaborative Research Program (Elkin, Parloff, Hadley & Audry, 1985) tenía dos propósitos principales. Uno era comprobar la eficacia de la Terapia Cognitiva, así como de la psicoterapia interpersonal, en relación con la medicación antidepresiva, concretamente, imipramina, como tratamiento de referencia, en pacientes con depresión unipolar no-psicótica. El otro propósito era comparar las terapias psicológicas entre sí. A este respecto, 239 pacientes fueron asignados al azar a cada una de las cuatro condiciones siguientes: Terapia Cognitiva (n= 59), psicoterapia interpersonal (n= 61), imipramina con manejo clínico (n= 57 y placebo con manejo clínico (n= 62). La medicación y el placebo fueron administrados conforme al doble ciego y dentro del contexto llamado «manejo clínico», una suerte de «terapia de apoyo mínima» (de 20 a 30 minutos). Todas las condiciones se atuvieron a un programa de 16 semanas, con un rango de 16-20 sesiones. El abandono antes de terminar fue del 32% entre todos los grupos.

Los resultados presentan una cierta complejidad para su comprensión dadas las distintas muestras consideradas (los que completaron o no el tratamiento), las diferentes escalas utilizadas (Hamilton, Beck, Global), los criterios de medida (porcentajes o puntuaciones medias) y, en fin, el grado de severidad (Elkin, Shea, Watkins et al., 1989). Referido a los pacientes que han terminado los tratamientos (37 en el grupo de la Terapia Cognitiva, 47 en el de psicoterapia interpersonal, 37 en el de imipramina y 34 en el de placebo), el porcentaje de los que lograron el criterio de recuperación (en la Escala de Hamilton) en cada condición fue, de más a menos, el siguiente: 57% para la imipramina, 55% para la psicoterapia interpersonal, 51% para la Terapia Cognitiva, y 29% para el placebo. De acuerdo con el Inventario de Beck, el porcentaje de recuperación en cada grupo sería un poco mayor (que en la de Hamilton), siendo más notable en el grupo de placebo (51% de recuperados). En los otros, el porcentaje de recuperación fue del 70% para la psicoterapia interpersonal, del 69% para la imipramina y del 65% para la Terapia Cognitiva.

Al considerar la mayor o menor severidad de la depresión, los principales resultados son los siguientes: mientras que en la depresión menos severa los cuatro tratamientos son eficaces (con las tendencias señaladas), en la depresión severa (valorada según la Escala de Hamilton y la Global), la imipramina muestra los mejores resultados y el placebo los peores, situándose la psicoterapia interpersonal prácticamente al mismo nivel de la imipramina y la Terapia Cognitiva más próxima al placebo. Las diferencias entre la imipramina y la psicoterapia interpersonal, por un lado, y el placebo, por otro, son significativas, sin que lo sean las diferencias entre el placebo y la Terapia Cognitiva (ni entre ésta y las otras). Cuando se considera la severidad según la Escala Global, la imipramina es muy superior al placebo y también superior a ambas terapias psicológicas (sin que éstas sean diferentes entre sí). Análisis posteriores (Elkin, Gibbons, Shea, Sotsky, Watkins, Pilkonis & Hedeker, 1995), con técnicas más precisas, confirman y remarcan más estos resultados, es decir, la eficacia similar de todos los tratamientos en los menos deprimidos y la diferencia entre ellos en los más severos. En relación con los más severos, la imipramina y la psicoterapia interpersonal fueron superiores a la Terapia Cognitiva y al placebo en la Escala de Hamilton, mientras que en la Escala Global se ha mostrado superior únicamente la imipramina.

En conclusión, de acuerdo con el primer propósito de este estudio, se habría mostrado que, referido a los pacientes en su conjunto, la Terapia Cognitiva, así como la psicoterapia interpersonal, son tan eficaces como el tratamiento de referencia (la medicación, en este caso). Sin embargo, ninguno de los tres tratamientos fue significativamente superior al placebo, si bien no dejaría de apreciarse una tendencia a favor de la imipramina, la psicoterapia interpersonal y la Terapia Cognitiva, por este orden. Esta no-diferencia de los tratamientos respecto del placebo se entiende que es debida a la eficacia de éste (recuérdese que venía a ser una cierta terapia de apoyo) y no a la falta de eficacia de aquellos que, de hecho, fueron eficaces en la medida ya mostrada por otros estudios. Ahora bien, cuando se ha diferenciado entre pacientes menos severos y severos, la imipramina y la psicoterapia interpersonal se mostraron significativamente superiores al placebo, estando la Terapia Cognitiva más cerca de éste (sin diferencias significativas con él) que de aquellos. En cuanto al segundo propósito, dentro de la eficacia señalada, no se ha mostrado que de las dos terapias psicológicas fuera una significativamente más eficaz que la otra, si bien es consistente una tendencia a favor de la psicoterapia interpersonal (respecto de la Terapia Cognitiva).

En un seguimiento de 18 meses (Shea, Elkin, Imber, Sotsky, Watkins, Collins, Pilkonis, Beckham, Glass, Dolan & Parloff, 1992) se ha encontrado que el porcentaje de recuperación no difirió significativamente entre los cuatro grupos, siendo, en concreto, del 30% para la Terapia Cognitiva, del 26% para la psicoterapia interpersonal, del 20% para el placebo y del 19% para la imipramina. Así pues, en conjunto, supone un porcentaje de recuperación permaneciendo sin depresión el 24% de la muestra que completó los datos de tratamiento (47 de 198). Cuando se tomaron en cuenta la mayor o menor severidad, no se encontraron diferencias (como al final del tratamiento) dándose, incluso, una pequeña tendencia a favor de las terapias psicológicas en la submuestra de los pacientes con depresión menos severa. Por su parte, las tasas de recaída a los 18 meses estuvieron entre el 33% para la psicoterapia interpersonal y el placebo y el 50% para la imipramina, siendo del 36% para la Terapia Cognitiva. Se ha de añadir que, a pesar de las recaídas, los pacientes permanecieron asintomáticos la mayor parte del tiempo de las 78 semanas del seguimiento (entre las 53 semanas para la imipramina y las 67 para la Terapia Cognitiva y el placebo, y las 63 para la psicoterapia interpersonal).

En conclusión, las posibles ventajas de la medicación al final del tratamiento (referidas a los pacientes con depresión más severa) parecen esfumarse a largo plazo si es que no invertirse la tendencia a favor de las terapias psicológicas e, incluso, del placebo (no carente de cierto apoyo psicológico, apoyo que sin embargo no afecta a la verdadera medicación). De todos modos, una ventaja de la medicación está en que su efecto lo produce antes que las terapias psicológicas el suyo.

Aunque a largo plazo la posible superioridad de la medicación en la depresión más severa parece desaparecer (Shea, Elkin, Imber et al., 1992) lo que, sin embargo, no parece desaparecer es la conclusión de la superioridad inicialmente encontrada (Elkin, Shea, Watkins et al, 1989). En todo caso, la cuestión es controvertida pero abierta a la indagación empírica. En este sentido, se recordaría el estudio de Hollon, DeRubeis, Evans y colaboradores (1992), citado antes, en el que la Terapia Cognitiva se había mostrado igual de eficaz que la medicación antidepresiva en pacientes con depresión severa (incluso con cierta superioridad de la Terapia Cognitiva aunque no significativa). Posteriormente se citarán otros estudios en la misma línea (de mostrar la eficacia de la Terapia Cognitiva con depresiones severas) pero será buena cosa introducir aquí nuevos análisis de este estudio del NIMH, tomados juntamente con otros, de los que resulta que la Terapia Cognitiva es al menos igual de eficaz que la medicación en el tratamiento agudo de la depresión severa. Estos otros estudios que se analizarán conjuntamente con la submuestra de pacientes severos del estudio del NIMH son el de Rush, Beck, Kovacs y Hollon (1977) y el de Murphy, Simons, Wetzel y Lustman (1984), en los que en su día no se había diferenciado el grado de severidad, y el también citado de Hollon, DeRubeis, Evans y colaboradores (1992), que ya consideraba la severidad. El nuevo análisis al que se hace referencia es un mega-análisis (DeRubeis, Gelfand, Taung & Simons, 1999), cuyo análisis se realiza sobre los datos originales de los pacientes con depresión severa de los cuatro estudios señalados. La conclusión es que la medicación antidepresiva y la Terapia Cognitiva no difieren en su eficacia en el tratamiento agudo de los pacientes severamente deprimidos. Siendo así, en general, los resultados del NIMH parecen ser más bien excepcionales (quizá debidos a una pobre aplicación de la Terapia Cognitiva, aunque esto tampoco se puede asegurar).

En efecto, un estudio destinado a poner a prueba la Terapia Cognitiva en función de la severidad de la depresión (Thase, Simons, Cahalane & McGeary, 1991) sólo ha confirmado en parte los hallazgos del NIMH (Elkin, Shea, Watkins et al, 1989). Utilizando los mismos criterios y medidas para diferenciar pacientes menos severos (n= 21) y más severamente deprimidos (n= 38) aplican también a ambos subgrupos el mismo protocolo de Terapia Cognitiva. Si bien el grupo con depresión más severa no alcanzó a lo largo del tratamiento (16 semanas) al de menos, ambos fueron paralelos en las distintas medidas (Hamilton, Beck y Global), llegando el primero a niveles que definen la recuperación (en las tres medidas), niveles de mejoría que eran incluso superiores a los alcanzados en el estudio del NIMH por el grupo de imipramina y también mejores a los del grupo de Terapia Cognitiva de aquel estudio. De manera que se confirma que la severidad inicial de la depresión no es indiferente para el resultado final, pero se desconfirma el supuesto de que la depresión severa no responde a la terapia psicológica, en este caso la Terapia Cognitiva. Dada la pauta de mejoría, acaso la cuestión sea una mayor prolongación de la Terapia Cognitiva (más allá del protocolo ensayado).

En esta línea, resulta de especial relevancia el estudio de Blackburn y Moore (1997). El objetivo de su trabajo era comprobar la eficacia de la Terapia Cognitiva tanto en el tratamiento agudo como en la prevención de la recaída y de la recurrencia en pacientes con depresión recurrente, en comparación con la medicación antidepresiva (la elegida por los clínicos dentro de unos criterios de dosificación). El diseño consistía en tres grupos: un grupo (n= 26) recibía medicación tanto en la fase de tratamiento (16 semanas) como en la de continuación (2 años), otro grupo recibía medicación en el tratamiento y Terapia Cognitiva en la continuación (a razón de 3 sesiones el primer mes, 2 el segundo y una al mes el resto) y el otro recibía Terapia Cognitiva tanto en el tratamiento (16 semanas) como en la continuación (según la misma pauta anterior). Los resultados se pueden resumir así: la Terapia Cognitiva fue igual de eficaz que la medicación en la fase de tratamiento, sin diferencias igualmente en la pauta temporal de la mejoría. Asimismo, tampoco hubo diferencias significativas en la mejoría alcanzada durante el mantenimiento, si bien la Terapia Cognitiva fue consistentemente superior a la medicación. Esto quiere decir que la terapia cognitiva se muestra eficaz también como terapia de continuación, tanto si la mejoría inicial fue producida por la propia Terapia Cognitiva como si lo fue por la medicación.

A este propósito de la eficacia de la Terapia Cognitiva en el tratamiento agudo y en la prevención de la recaída en pacientes con depresión recurrente, se ha de añadir la eficacia mostrada también en la prevención de la recurrencia en pacientes tratados inicialmente con medicación antidepresiva (Fava, Rafanelli, Grandi, Conti & Belluardo, 1998) y en la prevención de la recaída en pacientes con depresión residual después igualmente de la medicación antidepresiva (Paykel, Scott, Teasdale, Johnson, Galand, Moore, Jenaway, Cornwall, Hayhurst, Abbott & Pope, 1999). Se ha de reparar en que se trata de depresiones difíciles (por recurrentes y resistentes a la medicación) que responden, sin embargo, relativamente mejor a la Terapia Cognitiva. Como señalan Fava, Rafanelli, Grandi y colaboradores (1998), estos resultados ponen en entredicho la medicación como único recurso para prevenir las depresiones recurrentes. Por su parte, Paykel, Scott, Teasdale y colaboradores (1999) añadirían que la Terapia Cognitiva produce un beneficio que merece la pena. En fin, estos estudios no hacen sino confirmar los hallazgos en la misma línea del estudio pionero de Evans, Hollon, DeRubeis y colaboradores (1992). En este estudio se comprobó, una vez más, que la medicación de continuación previene notablemente la recaída, pero también se mostró que prácticamente la misma prevención la produce de por sí la Terapia Cognitiva como tratamiento agudo (sin continuación). Es decir, la Terapia Cognitiva produjo en tres meses el mismo resultado que la medicación (imipramina) durante tres meses más un año de continuación (sobre dos años de seguimiento). Por su lado, la combinación de Terapia Cognitiva y medicación redujo todavía más las recaídas (aunque no significativamente más que la Terapia Cognitiva sola). En definitiva, la Terapia Cognitiva se ofrece como una alternativa eficaz a la medicación de mantenimiento (siendo otras consideraciones relativas, por ejemplo, a la eficiencia o a la elección del paciente las determinantes).

La Terapia Cognitiva también se ha mostrado eficaz en el tratamiento agudo de la distimia, incluyendo largos seguimientos (Markowitz, 1994). Asimismo, también se ha mostrado eficaz en la depresión endógena (Thase, Simons, Cahalane & McGeary, 1991; Thase, Bowler & Harden 1991).

La Terapia Cognitiva se ha mostrado igualmente eficaz en depresiones con alguna complicación adicional. Así, un estudio ha mostrado que es igual de eficaz que la medicación (fenalcina) y ambos tratamientos significativamente superiores al placebo en la depresión atípica, un trastorno depresivo mayor con al menos dos «aspectos atípicos» (Jarret, Schaffer, McIntire, Witt-Browder, Kraft & Risser, 1999). Otro estudio mostró igualmente la eficacia de la Terapia Cognitiva, o terapia cognitivo-conductual, como oportunamente denominan los autores, en el trastorno mixto de ansiedad y depresión (Echeburúa, Salaberría, de Corral, Cenea & Berasategui, 2000). Concretamente, este estudio dispuso del siguiente diseño: tratamiento cognitivo-conductual (n= 24), tratamiento combinado farmacológico más cognitivo-conductual (n= 22) y control consistente en el tratamiento farmacológico estándar (n= 11). Al final, y en un seguimiento de seis meses, el 70% de los pacientes de los grupos experimentales mejoraron frente al 9% del grupo de control. Cabe apuntar incluso que el grupo de la terapia cognitivo-conductual presentó una cierta tendencia superior en las distintas medidas respecto del combinado. Como concluyen los autores, la terapia cognitivo-conductual es el tratamiento de elección en este trastorno.

Finalmente, es de citar, pero la mera cita no ha de ir en merma de su importancia, la modalidad de la Terapia Cognitiva de grupo, cuya eficacia en los escasos estudios disponibles no parece ser menor que la obtenida en la aplicación individual (Sacco & Beck, 1995), citándose incluso alguno en el que fue superior a la medicación de imipramina (Luby, 1995/1999). Se ha de hacer referencia expresa a un estudio que mostró la eficacia de la Terapia Cognitiva de grupo (aunque con marcado énfasis conductual), tanto en menos como en más deprimidos, aplicada en el contexto de los servicios de salud mental, con efectos apreciables para un 84% de los 138 participantes (Peterson & Halstead, 1998).

Psicoterapia Interpersonal

La Psicoterapia Interpersonal, a diferencia de la Terapia de Conducta y de la Terapia Cognitiva, no ofrece una teoría general de la depresión, sino un procedimiento terapéutico de base clínico-empírica. Sobre la observación clínica de la importancia de cuatro áreas en la depresión (el duelo, las disputas interpersonales, la transición de rol y los déficits en habilidades sociales), Gerald L. Klerman y colaboradores (Klerman, Weissman, Rounsaville & Chevron, 1984) han desarrollado una terapia de continuación y mantenimiento que terminó por ser un tratamiento agudo. Ahora bien, una vez establecida, esta terapia no deja de invocar sus fundamentos teóricos y científicos (Markowitz & Weissman, 1995; Schramn, 1996/1998; Solé Puig, 1995a) y de expandirse a otros campos (Klerman & Weissman, 1993; Solé Puig, 1995b).

La Psicoterapia Interpersonal es una terapia estructurada por fases y objetivos, según las áreas señaladas, para ser llevada en 16 sesiones, de 50-60 minutos, programadas semanalmente (por lo común, primero dos a la semana y después una semanal). Cuenta con un manual de aplicación (Klerman, Weissman, Rounsaville & Chevron, 1984, incluido en español en Schramn, 1996/1998). Obviamente, cuando se utiliza como terapia de continuación o de mantenimiento, la programación tiene una escala mensual. Su aplicación distingue tres fases, cada una con sus contenidos bien estructurados.

La primera comprobación de la eficacia de la Psicoterapia Interpersonal en el tratamiento agudo de la depresión procede de un estudio de Weissman, Prusoff, DiMascio, Neu, Goklaney y Klerman (1979). En este estudio se comparó la Psicoterapia Interpersonal con la medicación (amitriptilina), con la combinación de ambos tratamientos y con un grupo de control sin atención específica. Sobre ser eficaces los tres tratamientos en la reducción de la sintomatología depresiva respecto del grupo control, la Psicoterapia Interpersonal mostró la misma eficacia que la medicación y la combinación de ambas fue ligeramente mejor que su aplicación por separado. Asimismo, el efecto de la medicación se dejó notar antes. En un seguimiento de un año (Weissman, Klerman, Prusoff, Sholomskas & Padian, 1981), se evidenció una ventaja de los grupos que incluían la Psicoterapia Interpersonal en el funcionamiento social. Con todo, el seguimiento puso de relieve una tasa de recaídas como para recomendar tratamiento adicional. Se ha de añadir que se tuvo en cuenta la endogeneidad como predictor del tratamiento, mostrándose un factor que predice una peor respuesta a la Psicoterapia Interpersonal.

La siguiente comprobación fue el estudio ya citado del NIMH (Elkin, Shea, Watkins et al., 1989), que supuso la confirmación definitiva de la Psicoterapia Interpersonal. Como se recordará, la Psicoterapia Interpersonal fue igual de eficaz que la imipramina más manejo clínico (terapia mínima de apoyo) en la mejoría de la depresión según la Escala de Hamilton, tanto en pacientes menos severos como en los severos y tanto al final del tratamiento (Elkin, Gibbons, Shea et al., 1995) como en un seguimiento de 18 meses (Shea, Elkin, Imber et al. (1992). Dentro de la alta recaída de los cuatro grupos, la Psicoterapia Interpersonal tuvo una menor recaída que la medicación. Por otra parte, si bien la medicación obtuvo un mejor resultado en el funcionamiento social global al final del tratamiento, la Psicoterapia Interpersonal fue superior en el seguimiento. En relación con la Terapia Cognitiva, la Psicoterapia Interpersonal se mostró superior en la reducción de los síntomas depresivos de los pacientes más graves y en la mejoría del funcionamiento social a largo plazo. Con todo, ambas terapias psicológicas se dieron de alta en el campo de la depresión a partir de este estudio (lo que fue en detrimento de otras terapias no menos eficaces, como la Terapia de Conducta).

Una comprobación más es el estudio de Schulberg, Pilkonis y Houck (1998). Este estudio se interesó directamente en comprobar la eficacia de la Psicoterapia Interpersonal (n= 93) y la medicación consistente en nortriptilina (n= 91) en función de la gravedad de la depresión, dividiendo los pacientes en menos severos y severos según los criterios utilizados en el estudio del NIMH (Elkin, Shea, Watkins et al., 1989). Los pacientes procedían de la atención primaria, una población de las menos estudiadas y a la que, sin embargo, van dirigidas las recomendaciones derivadas de los estudios realizados con pacientes reclutados en otros sitios (generalmente, en centros de investigación). Los resultados fueron los siguientes. Los pacientes menos severos mejoraron al principio (en los tres primeros meses) significativamente más con la medicación que con la Psicoterapia Interpersonal para alcanzar, sin embargo, a los ocho meses una mejoría equivalente (aunque ligeramente mejor con la medicación). Por su parte, los pacientes más severamente deprimidos mejoraron enteramente por igual, tanto en ritmo como en el nivel alcanzado, con los dos tratamientos. En este sentido, se confirma la eficacia similar entre la Psicoterapia Interpersonal y la medicación encontrada en el estudio del NIMH, medida con la Escala de Hamilton, pero no se confirma, sin embargo, la diferencia medida con la Escala Global, que en aquel estudio se dio a favor de la medicación. En todo caso, la mejoría de los pacientes con depresión más severa no alcanzó en los ocho meses evaluados el nivel logrado en relación con los menos severos, lo que coincide con un estudio ya citado a propósito de la Terapia Cognitiva (Thase, Simons, Cahalane et al., 1991).

La Psicoterapia Interpersonal mostró también su eficacia en el tratamiento de la depresión de adolescentes, respecto de un grupo de control de seguimiento clínico (Mufson, Weissman, Moerau & Garfunkel, 1999). En su aplicación con adolescentes, es interesante un estudio en el que se comparó directamente la Psicoterapia Interpersonal con la Terapia Cognitiva (Roselló & Bernal, 1999). Ambas terapias redujeron significativamente los síntomas depresivos respecto del grupo de control (lista de espera). Sin embargo, la Psicoterapia Interpersonal mostró una tendencia superior a la Terapia Cognitiva tanto en el porcentaje de adolescentes que alcanzaron el rango funcional en el postratamiento (82% frente a 59%) como en la mejoría del auto-concepto y de la adaptación social. Los autores discuten esta superioridad de la Psicoterapia Interpersonal (dentro de la eficacia de ambas) en términos de la mayor compatibilidad de la Psicoterapia Interpersonal con los valores culturales de Puerto Rico, señalando a este respecto la preferencia por los contactos personales en situaciones sociales y la tendencia a poner los intereses de la familia sobre los del individuo (Roselló & Bernal, 1999).

La Psicoterapia Interpersonal ha mostrado igualmente su eficacia en el tratamiento de continuación y de mantenimiento que es, de hecho, para lo que fue diseñada y donde empezó a evidenciar su competencia. El primer estudio en este sentido (Klerman, DiMascio, Weissman, Prusoff & Paykel, 1974) comparó la Psicoterapia Interpersonal con la amitriptilina y la combinación de ambas, en pacientes con depresión (que se habían mostrado sensibles a la medicación). La aplicación se extendió a lo largo de ocho meses. La medicación fue más eficaz en la prevención de las recaídas y de la exacerbación de los síntomas, mientras que la Psicoterapia Interpersonal lo fue en la mejoría del funcionamiento social (Weissman, Klerman, Paykel, Prusoff & Hanson, 1974). De acuerdo con esto, lo propio parece ser la combinación de ambas.

Otro estudio mostró una relativa eficacia de la Psicoterapia Interpersonal como terapia de mantenimiento en depresión recurrente después de la mejoría tras un tratamiento combinado de imipramina y Psicoterapia Interpersonal (Frank, Kupfer, Perel, Cornes, Jarrett, Mallinger, Thase, Mceachran & Grochocinski, 1990). Aunque la Psicoterapia Interpersonal fue superior al placebo, la mayor prevención de recurrencia en tres años se debió a la imipramina, sin que su combinación con aquella fuera mejor que ésta sola. Se ha de tener en cuenta que mientras la medicación se mantuvo en dosis altas (150-300 mg) la Psicoterapia Interpersonal se aplicó en «dosis» mínimas. De todos modos, la Psicoterapia Interpersonal fue significativamente superior al placebo más charla médica en la prevención de recaídas en ausencia de medicación. Una posible mayor eficacia como mantenimiento sería de esperar a «dosis» mayores de Psicoterapia Interpersonal, según viene sugerido por la alta correlación entre la calidad en la aplicación de esta terapia y el tiempo de no-recurrencia (Frank, Kupfer, Wagner, McEachran & Cornes, 1991). En relación con la aplicación de la Psicoterapia Interpersonal en el trastorno bipolar, llevados por este mismo equipo de investigación, véase Becoña y Lorenzo (2001).

La Psicoterapia Interpersonal cuenta también con un formato para ser llevado como terapia de pareja. Su eficacia en la depresión es similar a la aplicación individual, con la ventaja de mejorar adicionalmente la relación de la pareja (Marcowitz & Weissman, 1995), al igual que ocurría con la terapia conductual de pareja (Prince & Jacobson, 1995).

¿Qué hay de otras terapias psicológicas?

Sería de esperar que la terapia psicoanalítica, dada su tradición, tuviera mucho que decir a propósito de la eficacia, pero, la verdad, es bien poco, a pesar de que siempre se cuenta con ella en los textos generales (Bemporad, 1995; Bemporad, 1995/1999). Sus resultados parecen limitarse a casos tratados, a veces con seguimientos largos, como los de S. Arieti, (Bemporad, 1995), pero sin ningún otro control que permita entender razonablemente la posible mejoría. En la distimia, por ejemplo, que parece idónea para una psicoterapia analítica y, de hecho, ésta sería, según Bemporad (1995/1999), el tratamiento de elección, las revisiones del tema no encuentran nada relevante (Markowitz, 1994; Roth & Fonagy, 1996). En consecuencia, como dicen estos autores, «hay poca evidencia que sostenga, o desapruebe, la eficacia de los métodos psicodinámicos en el tratamiento de esta condición» (Roth & Fonagy, 1996, p. 92).

Respecto a terapias dinámicas breves (de 12 sesiones), menos exploratorias y más centradas en objetivos concretos y, por tanto, más analogables con las terapias aquí revisadas, los resultados son todavía equívocos, en el mejor de los supuestos, sin que en ningún caso la terapia dinámica superara a las de referencia, siendo lo frecuente, por el contrario, que fuera inferior (Roth & Fonagy, 1996).

En cuanto a la terapia psicodinámica interpersonal (Shapiro, Barkham, Hardy, Morrison, Reynolds, Startup & Harper, 1991), en efecto, ha mostrado una eficacia comparable a la Terapia Cognitiva, aunque ligeramente inferior (Shapiro, Barkham, Rees, Hardy, Reynolds & Startup, 1994). Ahora bien, se ha de advertir que esta terapia tiene más de interpersonal que propiamente de psicodinámico, de ahí quizá su eficacia comparable a la Terapia Cognitiva. Es posible también que lo que tiene de psicodinámico vaya en detrimento de una mayor eficacia, en este caso, que fuera comparable a la Psicoterapia Interpersonal.

No se dejaría de recordar aquí una psicoterapia no-directiva, de corte psicodinámico, puesta en juego junto con otras, entre ellas la terapia de conducta y la medicación, en un estudio citado antes (McLean & Hakstian, 1979; McLean & Taylor, 1992). Ciertamente, esta psicoterapia fue la que obtuvo los resultados más pobres de todos (incluso respecto de la relajación), pero no careció de su proporción de mejoría (y lo que importa ahora de valoración).

Otras terapias que podrían tener chance en la depresión, como la terapia familiar sistémica o la terapia estratégica, no se han preocupado de ofrecer sus resultados (si es que los tienen) en los medios relevantes, en los que lo hacen el resto de las terapias. De alguna manera, puede que su posible contribución esté representada por la aportación de J. M. Coyne, en todo caso, un autor conocido y reconocido más allá de las fronteras de dicho enfoque (familiar-sistémico). Sin embargo, lo más probable es que la posible aportación de estas terapias (que se echan de menos) es que ya esté cubierta por la terapia conductual de pareja y de familia, en la línea de N. S. Jacobson y S. R. H. Beach (Beach & Fincham, 2001; Beach & O’Leary, 1992; Jacobson, Dodson, Fruzzetti et al., 1991; Prince & Jacobson, 1995). En todo caso, no se puede decir de todas estas terapias más que, si acaso, están en «fase experimental».

Conclusiones sobre eficacia, efectividad y eficiencia, y sobre predicción del resultado

Hay tres tratamientos psicológicos que tienen mostrada su eficacia en la depresión. Son la Terapia de Conducta, la Terapia Cognitiva y la Psicoterapia Interpersonal. De todos ellos se puede decir que son tratamientos «bien establecidos». Todos ellos consisten en un programa estructurado del orden de 12-16 sesiones, con algunas adicionales, y disponen de un manual de aplicación (incluyendo a veces un manual del paciente). Igualmente, todos son susceptibles de su aplicación en grupo, y no sólo como tratamiento agudo, sino también como continuación y mantenimiento.

Esta eficacia ha mostrado ser, como mínimo, igual a la eficacia de la medicación antidepresiva (lo que está directamente más evidenciado por parte de la Terapia Cognitiva y de la Psicoterapia Interpersonal). Esta comparación es importante, puesto que la medicación es el tratamiento de referencia (por ser el primero y el más establecido). Esta eficacia de los tratamientos psicológicos (particularmente la Terapia Cognitiva y la Psicoterapia Interpersonal) se ha mostrado tanto en el tratamiento agudo, como en la continuación (previniendo recaídas) y en el mantenimiento (previniendo recurrencias). Es importante reparar en que esta eficacia toma como criterio el trastorno depresivo mayor, tanto en su condición menos severa como en la más severa. Es decir, los tratamientos psicológicos se han mostrado igualmente eficaces en las depresiones más graves (unipolares), incluyendo además de la depresión mayor recidivante, la distímica, la atípica y la depresión con ansiedad. Obviamente, de las depresiones episódicas y menores ni que decir tiene que las terapias psicológicas son eficaces. Es más, un meta-análisis ha mostrado que la Terapia Cognitiva, al igual que la Terapia de Conducta, son más eficaces que la medicación en pacientes con depresión media o moderada (Gloaguen, Cottraux, Cucherat & Blackburn, 1998).

Se hace preciso insistir, de acuerdo también con Craighead, Craighed e Ilardi (1998) y Vázquez, Muñoz y Becoña (2000), en que la Terapia de Conducta, aunque menos reconocida, no es menos eficaz que estas otras sin embargo más celebradas.

En relación con la eficacia de la combinación de medicación y tratamiento psicológico, los resultados son controvertidos, mientras unos, más bien los más, muestran que la combinación no es mejor que cada terapia por separado, otros resultados apoyan su aplicación conjunta. Quizá donde las cosas puedan estar más a favor de la combinación sea en la depresión crónica, a juzgar por la envergadura del estudio que lo muestra (Keller, McCullought, Klein, Arnow, Dunner, Gelenberg, Markowitz, Nemeroff, Russel, Thase, Trivedi & Zajecka, 2000). Aunque esto que se va a decir no es una objeción, este estudio, al ser financiado por el laboratorio del fármaco utilizado en la investigación, se presta a recordar la cuestión general del compromiso-del-investigador con la terapia en examen. La cuestión es, en efecto, que las terapias parecen ser más eficaces con los propios que con los extraños, incluyendo la investigación psicofarmacológica, donde se recordará que el mayor predictor de la eficacia de un antidepresivo era el laboratorio que financiaba el estudio (Freemantle, Anderson & Young, 2000). Es de confiar en que los clínicos que, al fin y al cabo, son los aplicadores de las terapias, se sientan implicados y comprometidos con sus resultados.

Dicho esto, se recordaría también que los investigadores (y acaso los clínicos) pueden ser más optimistas que los pacientes a la hora de valorar la eficacia de la terapia. Los tamaños del efecto de una terapia suelen ser más bajos cuando los tasa el paciente (por ejemplo, en el Inventario de Beck) que cuando los tasa el clínico (por ejemplo, en la Escala de Hamilton o en la Escala Global) aun sin dejar de estar altamente correlacionadas (Lambert, Hatch, Kinston & Edwars, 1986). Como quiera que fuera, es importante que la eficacia la vea también el paciente y no sólo el clínico.

Los tratamientos psicológicos tienen también mostrada su efectividad, reservando este término para la eficacia en los contextos naturales. Los resultados de los estudios revisados se refieren todos a pacientes reales (no análogos ni pacientes subclínicos). Es cierto que en muchos de estos estudios los pacientes fueron «buscados» mediante una oferta de tratamiento y el tratamiento fue llevado en centros de investigación. Sin embargo, otros estudios han confirmado los resultados cuando se aplicaban en centros de salud, con pacientes que buscaban ellos tratamiento (Antonuccio, Akins, Chatham et al., 1984; Echeburúa, Salaberría, De Corral et al., 2000; Hollon, DeRubeis, Evan et al., 1992; Peterson & Halstead, 1998) o en la práctica privada (Persons, Bostrom & Bertagnolli, 1999; Persons, Burns & Perloff, 1998).

En cuanto a la eficiencia, refiriéndose este término sobre todo a la razón coste/beneficio, la cuestión para los tratamientos psicológicos se remite, de nuevo, a su comparación con la medicación. Obviamente, en semejante comparación han de entrar en juego al menos tres niveles: el coste directo del tratamiento para el paciente o el sistema proveedor del servicio, el coste directo para la comunidad y el coste indirecto para la sociedad. Un análisis de acuerdo con un modelo que toma en cuesta estos tres niveles muestra que un tratamiento consistente en la medicación con fluoxetina (Prozac), sobre un período de dos años, resulta un 33% más caro que un tratamiento consistente en la Terapia Cognitiva individual y, por su lado, la combinación de ambos, resultaría un 23% también más cara que la terapia psicológica sola (Antonuccio, Thomas & Danton, 1997).

La provisión de terapia psicológica pudiera parecer más costosa que la prescripción de medicación, debido al mayor tiempo invertido en aquella y por tanto al menor número de pacientes «atendidos» (por un psicólogo que por un psiquiatra). Sin embargo, se han de considerar tres cosas. La primera es que no sólo cuenta el tiempo de terapia, sino otros recursos que también están consumiendo el paciente, siendo en este caso superiores los del paciente psiquiátrico. Un estudio que ha tomado en cuenta los dos conceptos mostró que, sobre ser ambas eficaces, la terapia de pareja no es más cara que la medicación (Leff, Vearnals, Brewin, Wolf, Alexander, Asen, Dayson, Jones, Chisholm & Everitt, 2000). La segunda es que las terapias psicológicas son susceptibles de ser aplicadas en grupo, de modo que su eficacia puede multiplicarse haciéndose más eficientes. Un estudio ha mostrado la viabilidad de la terapia de grupo en los servicios de salud mental, lo que los propios autores ven como un ahorro de costes importante (Echeburúa, Salaberría, de Corral et al., 2000). Se ha de añadir que la terapia de grupo no tiene sólo un interés de eficiencia, sino que puede ser de interés también para la eficacia. La tercera cosa, que debiera ser la primera, es la calidad de la prestación que, si bien tiene un coste, no debiera tener un precio. Baste decir que la prescripción de fármacos no está a la altura del problema que se trata. En este sentido, los servicios públicos, dentro obviamente de la optimización de recursos, no debieran hurtar la prestación en condiciones de terapias psicológicas que, por lo demás, no son más caras, sino incluso más baratas. Empezaría el sistema público por no conformarse con la reducción de listas de espera, sino con la prestación de la mejor atención posible. Los propios psicólogos clínicos habrían, por su parte, de definir mejor su prestación de servicios, que no tiene por qué ni debe mimetizar el papel del psiquiatra, el cual puede que mimetice a su vez indebidamente el del médico, en un terreno (los trastornos psicológicos) que no es el de la enfermedad.

En consecuencia, el tratamiento psicológico (Terapia de Conducta, Terapia Cognitiva, Psicoterapia Interpersonal) es el tratamiento de elección en la depresión (tomando como referencia el trastorno depresivo mayor), tanto en la menos como en la más grave y tanto en la fase aguda como en la continuación (previniendo recaídas) y en el mantenimiento (previniendo recurrencias). Dado que, como mínimo, el tratamiento psicológico tiene la misma eficacia que la medicación (y es igualmente efectivo y podría ser incluso más eficiente), sería preferible a la medicación en la medida en que trata la depresión en su propio contexto psico-social y, en todo caso, ahorra los inconvenientes que siguen teniendo inclusive los psicofármacos más seguros (Antonuccio, Danton, DeNelsky, Greenberg & Gordon, 1999).

Con todo, en la medida en que los psicofármacos producen su eficacia antes que las psicoterapias la suya, podría ser recomendable en el (inicio del) tratamiento de pacientes cuya gravedad impide el abordaje psicológico (o que la urgencia se impusiera por cualquier razón). Asimismo, la medicación sería recomendable como tratamiento combinado en la depresión crónica, en la endógena y en pacientes internos. Igualmente, la medicación sería la opción si es el propio paciente quien la prefiere. A este respecto, la cuestión importante es que el paciente esté adecuadamente informado de los tratamientos empíricamente apoyados, de modo que pudiera elegir con razonable fundamento. En este sentido, Vázquez, Muñoz y Becoña (2000) recomiendan que el terapeuta habría de explicar al paciente las distintas formas de terapia eficaces (y disponibles), de modo que éste pueda escoger y, en su caso, cambiar. Otra cosa es que el clínico, y el servicio, puedan disponer de las opciones recomendables que, en realidad, se resuelven en dos: medicación y psicoterapia (cualquiera de ellas). Si no es así, se trataría de un servicio limitado (y de tener una opción sola sería preferible la psicológica). En cuanto al tratamiento psicológico, su aplicación requiere de un formato distinto a la atención médico-psiquiátrica, de manera que un servicio público de salud debiera garantizar estas condiciones.

Aun teniendo en cuenta estas salvedades, la conclusión es que la medicación no debiera ser la primera línea de tratamiento en la depresión. Si antes se han considerado los supuestos más controvertidos, no se ha de perder de vista que la mayoría de las depresiones son «depresiones menores» y «episodios depresivos» (utilizando la propia terminología psiquiátrica), de modo que responden perfectamente a la psicoterapia. En este sentido, se debiera invertir la práctica al uso, consistente en dar en primer lugar medicación y si falla recomendar terapia psicológica, cuando sería más propio al revés. No deja de ser irónico para el psicólogo, por un lado, oír que las terapias psicológicas son eficaces para depresiones menos severas pero no para las severas (arrogándose aquí un privilegio la medicación) y, por otro, ver que cuando la medicación no funciona le pasan el caso.

Siendo así las cosas, las propias guías psiquiátricas para el tratamiento de la depresión (American Psychiatric Association, 2000) debieran estar más fundadas en la evidencia. A este respecto, todavía siguen recomendando la medicación para la depresión moderada-a-severa mientras que indican que la psicoterapia podría ser considerada para la depresión media-a-moderada. Por otra parte, continúan avalando la combinación medicación-psicoterapia más allá de lo que permite la base empírica. La única base para sostener estas recomendaciones proviene del estudio del NIMH (Elkin, Shea, Watkins et al., 1989), pasando por alto otras evidencias, despachándolas acaso porque sus medidas no hayan sido sensibles para apreciar las diferencias (American Psychiatric Association, 2000, p. 33). Sin embargo, y a título de ejemplo, se diría que un estudio (Schulberg, Pilkonis & Houck, 1998) dirigido expresamente a comprobar esa recomendación de las guías psiquiátricas (en este caso la de la Agency for Health Care Policy and Research Depression Guideline Panel, de 1993) ha mostrado que la Psicoterapia Interpersonal es igual de eficaz que la medicación de nortriptilina. Otro estudio (Fava, Rafanelli, Grandi et al., 1998) presenta la Terapia Cognitiva como alternativa, incluso más ventajosa, a la medicación para la prevención de la recurrencia del trastorno depresivo mayor. En fin, otro estudio (DeRubeis, Gelfand, Taug & Simons, 1999), haciendo un análisis de los datos originales de cuatro ensayos, entre ellos el del NIMH, ha mostrado que la Terapia Cognitiva es igual de eficaz que la medicación en pacientes severamente deprimidos. Por supuesto, los interesados en poner las terapias psicológicas en su sitio, que no tienen por qué ser únicamente psicólogos, ya han advertido de este decalaje de las guías psiquiátricas (Muñoz, Hollon, McGratt, Rehm & VandenVos, 1994; Persons, Thase & Crits-Chistoph, 1996), al parecer tan en balde como grandes son los intereses creados.

En relación con la predicción de los resultados, lo que se puede decir está entre la obviedad, la decepción y la contradicción. La obviedad se da cuando peores condiciones (cronicidad, gravedad, comorbilidad) predicen peores resultados y mejores condiciones (levedad, ajuste emocional, funcionamiento social) predicen mejores resultados (véase, por ejemplo, Hoberman, Lewinsohn & Tilson, 1998). De todos modos, téngase en cuenta que la severidad y la endogeneidad no predicen peor respuesta a las terapias psicológicas que a las farmacológicas (Scott, 1996). La decepción ocurre cuando se ve la inespecificidad de los cambios independientemente de los objetivos de las terapias (Rehm, Kaslow & Rabin, 1987; Simons, Garfield & Murphy, 1984; Zeiss, Lewinsohn & Muñoz, 1979) y de las supuestas necesidades específicas de los pacientes (Sotsky, Glass, Shea, Pilkonis, Collins, Elkin, Watkins, Imber, Leber, Moyer & Oliveri, 1991).

En fin, la contradicción puede darse al ver que un estudio aprecia una mayor relación entre la intelectualización de los pacientes y el resultado en la Psicoterapia Interpersonal que en la Terapia Cognitiva (siendo que ésta está orientada a la racionalización), mientras que el resultado de ésta está más relacionado con la tendencia evitativa de los pacientes (Barber & Muenz, 1996), y otro estudio aprecia que la frecuencia de razones dadas para la depresión incluyendo explicaciones existenciales (intelectualización) está más relacionada con el resultado de la Terapia Cognitiva que, en este caso, con la Activación Conductual (Addis & Jacobson, 1996). De todos modos, corresponde a las terapias modular las actitudes de los pacientes de acuerdo con su lógica, de manera que los «predictores» se reajustan en el propio proceso de la terapia. En efecto, cambios iniciales en las atribuciones, actitudes y esperanzas están relacionados con buenos resultados, así como la competencia del terapeuta (Scott, 1996).

Apertura de cuestiones sobre tratamiento y depresión

Después del recorrido por los tratamientos de la depresión se ha llegado a unas conclusiones, pero en vista de lo visto las conclusiones, lejos de cerrar el tema, lo abren a nuevas cuestiones. Por lo que aquí respecta no cabe más que plantearlas y no se puede menos que hacerlo. Serán cuatro.

1. Muchos tratamientos pero una misma eficacia. Llama la atención la diversidad de tratamientos eficaces en la depresión, empezando porque unos son farmacológicos y otros psicológicos y continuando porque dentro de cada uno hay, a su vez, una variedad de ellos (unos cinco tipos de medicación y unas tres familias de psicoterapias o más según se considere). Todas funcionan en cierta medida, pero en rigor no se sabe por qué. Dentro de las terapias psicológicas, todas tienen un modelo de la depresión sumamente razonable, como razonable es el procedimiento que proponen, pero no tienen una clave o componente que parezca decisivo. Es más, los pacientes parecen mejorar independientemente de sus «necesidades específicas».

Así, por ejemplo, aquellos más bajos en cogniciones mejoran igual con objetivos conductuales y aquellos bajos en actividades mejoran igualmente con objetivos cognitivos (Rehm, Kaslow & Rabin, 1987). Por su parte, aquellos con menos disfunción social mejoran más con psicoterapia interpersonal mientras que aquellos otros con menor disfunción cognitiva mejoran más con terapia cognitiva (Sotsky, Glass, Shea et al, 1991), cuando sería de esperar que cada terapia compensara el déficit para el que es más específica. Frente a esto, no falta la explicación ad hoc según la cual lo que haría cada énfasis terapéutico (cognitivo, conductual, interpersonal) sería «capitalizar» el punto fuerte del paciente (en vez de compensar el débil). En fin, al margen de las necesidades específicas, los diferentes tratamientos no producen distintos efectos (Zeiss, Lewinsohn & Muñoz, 1979). Así, por ejemplo, tanto la nortriptilina como la terapia cognitiva parecen mejorar las cogniciones (Simon, Garfield & Murphy, 1984).

2. Reforma de los tratamientos al uso. Todo hace indicar que las terapias aquí revisadas tendrán que re-hacerse en el futuro. Al menos es lo que se sugiere en vista de lo siguiente. Un análisis de componentes de la Terapia Cognitiva ha mostrado que la activación conductual es por sí misma igual de eficaz que la terapia completa (Jacobson, Dobson, Truax, Addis & Koerner, 1996), manteniéndose los resultados en un seguimiento de dos años (Gortner, Gollan, Dobson & Jacobson, 1998). De acuerdo con este cuidadoso estudio, la activación conductual emerge de un complejo tinglado cognitivo como posible terapia cabal (Jacobson & Gortner, 2000).

Por otro lado, pero no ajeno a lo anterior, se puede tener cada vez más certeza acerca de la naturaleza interpersonal de la depresión (Joiner & Coyne, 1999), de modo que en el futuro quizá se vaya más en la dirección psico-social, interpersonal, que en la intra-cognitiva del procesamiento y la intra-cerebral de los neurotransmisores. Decir que «quizá se vaya más» es suponer que se va a ir mucho porque, sin duda, en la dirección neurocerebral no se va a ir poco. En este sentido, y de gran interés para la cultura latina, es la mayor compatibilidad de la Psicoterapia Interpersonal con esta cultura que la de la Terapia Cognitiva, señalada por Roselló y Bernal (1999), a pesar de que esta última está más implantada (debido probablemente a que es más compatible con la jerga académica). Con ser esto importante, tal vez lo sea más la posible mayor compatibilidad de la depresión de las mujeres con la Psicoterapia Interpersonal, que con la medicación, a juzgar por los resultados del estudio de Frank, Grochocinski, Spainer, Buysse, Cherry, Houck, Stapf & Kupfer (2000), y con la Terapia Cognitiva también, por el énfasis relacional de aquella frente al individualismo de ésta (en el mismo sentido señalado para la cultura latina). Es interesante alinear aquí una terapia emergente, el sistema de análisis cognitivo conductual de psicoterapia (McCullough, 2000), en el que integra sobre una base de análisis conductual procedimientos cognitivos e interpersonales.

3. Reforma de las medidas y del concepto de depresión. Si las terapias tienen que re-hacerse, no menos lo tendrán que hacer también las medidas de la depresión. Las escalas al uso son muy cómodas (Hamilton, Beck, Global), pero a costa de traicionar el contenido y el sentido de la depresión. La depresión (heredera de la tristeza y de la melancolía, condiciones del ser humano) tiene contenidos emocionales y cognoscitivos que no es posible ni hay por qué abolir cual enfermedad, sino aceptar en los presupuestos de la vida, si acaso con cierto distanciamiento pero sin la enajenación a la que la sociedad moderna ha acostumbrado a sus gentes (con promesas exageradas por parte de las ciencias, expropiando lo que es de la vida). En esta línea de la aceptación y el distanciamiento habría que ver las implicaciones para el tratamiento derivadas de un análisis conductual de la depresión (Dougher & Hackbert, 1994). Una aplicación en esta línea muestra que una terapia con base en el distanciamiento (en el que no se trata de corregir los pensamientos irracionales e irrealistas, supuesto que no son causas de las emociones ni de las conductas) es tan eficaz como la Terapia Cognitiva, sugiriendo que la eficacia de ésta pueda deberse, aun sin pretenderlo, al distanciamiento que sin embargo produce (Zettle & Rains, 1989). Véase a este respecto Cordova y Gee (2001).

En todo caso, la cuestión ahora es apuntar que un cambio en la depresión podría darse sin cambiar la topografía de los síntomas (que, por ejemplo, en una escala seguirían más o menos igual), al cambiar el contexto en el que se tienen. Por decirlo así, se podrían tener los síntomas sin tener depresión, debido a que la distancia con que se tienen hace que no constituyan un trastorno. En fin, esto supone cambiar la medida y, por ende, el propio concepto de la depresión (y de la terapia). Esta concepción va en la dirección opuesta a la tendencia psiquiátrica que propugna la extirpación de los síntomas (Baldwin, 2000).

En cuanto al sentido de la depresión, habría que empezar por advertir que antes que ser un trastorno psicopatológico es un forma de adaptación (Nesse, 2000). La «depresión» supone una condición problemática (algo anda mal en la vida de la persona deprimida) y, por ello, un esfuerzo adaptativo. Así, la actitud depresiva puede ser útil entre tanto disminuye la inversión en empresas insatisfactorias y previene alternativas prematuras. El que no haya nada que interese y motive al deprimido supone tanto des-ánimo y bajo humor («depresión») como una posición de equidistancia respecto de todo, lo que acaso permita que pueda interesar cualquier cosa distinta de las anteriores (que parecen perdidas o caducadas).

4. Intervenciones no-terapéuticas son también buenas. El reconocimiento de los tratamientos psicológicos eficaces no ha de ocultar el conocimiento de otras intervenciones menos formales pero no menos efectivas. Una es el «actuar-de-amigo» (befriending), otra el consejo (counseling) y otra el grupo de apoyo mutuo (mutual support group). Se podría añadir igualmente la «terapia del bien-estar».

El actuar-de-amigo, definido como el encuentro y la charla con alguien teniendo algún problema (en este caso mujeres con depresión), por parte de voluntarios (también mujeres), del orden de una vez por semana, actuando como «amiga», escuchando y «estando-ahí», mostró ser útil en la remisión de la depresión para el 65% (el 72% de los que completaron el contacto regular, al menos durante dos meses) frente al 39% en el grupo de espera a lo largo de un año (Harris, Brown & Robinson, 1999a). Adicionalmente, los autores han averiguado que la experiencia de empezar-de-nuevo (fresh-start ), junto con el estilo de vinculación personal y la ausencia de eventos negativos eran factores relacionados con el resultado (Harris, Brown & Robinson, 1999b).

El consejo, proporcionado por consejeros experimentados, consistente en cualquier enfoque que ellos estimen adecuado, sabido que el paciente ha sido diagnosticado de depresión, mostró ser igual de efectivo (y eficaz) que la medicación en ocho semanas de tratamiento (Bedi, Chilvers, Churchil, Dewey, Duggan, Fielding, Gretton, Miller, Harrison, Lee & Williams, 2000). El estudio utilizó la asignación al azar y la preferencia de los pacientes (bien a la medicación o al consejo) sin que esta condición influyera en los resultados (se ha de notar que ante la elección, la mayoría prefería «hablar» a la «pastilla», dentro de que los más graves tendían a ésta y los menos a aquel).

El grupo de apoyo mutuo, consistente en el intercambio informal de información entre pacientes con depresión, donde el líder del grupo, un psicólogo clínico o un profesional sin formación clínica, hacía más de catalizador de la actividad grupal que de terapeuta, mostró ser tan efectivo como la Terapia Cognitiva de grupo en la reducción de los síntomas depresivos (Bright, Baker & Neimeyer, 1999), lo que fue así tanto con los profesionales como con los para-profesionales (sin formación clínica). Sin embargo, cuando se consideró el número de participantes que al final habían logrado puntuaciones de no-depresión, éstos eran más en el grupo de Terapia Cognitiva llevada por profesionales que en el llevado por para-profesionales (una pauta que no se dio en el grupo de apoyo mutuo).

En conjunto, aun cuando estas intervenciones no tienen el aval de los tratamientos formales, en todo caso, ponen de relieve que la depresión es sensible a intervenciones no-terapéuticas de un marcado carácter contextual e interpersonal.

En cuanto a la «terapia del bien-estar», siguiendo el modelo de C. D. Ryff, se trata de una suerte de reestructuración de la posición de uno ante la vida que puede ser muy conveniente en diversos trastornos afectivos, entre ellos los trastornos depresivos residuales y los refractarios (Fava, 1999). Viene a ser una terapia a la que no le iría mal el eslogan «más Séneca y menos Prozac»).

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Aceptado el 20 de marzo de 2001

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