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PSICOTHEMA
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Psicothema, 2001. Vol. Vol. 13 (nº 4). 691-699




APUNTES PARA UNA MATERIA EN PSICOLOGÍA SOCIAL DEL TRABAJO

Domingo Caballero Muñoz

Universidad de Oviedo

Se someten a análisis y crítica trabajos recientes sobre Psicología Social del Trabajo inspirados en las diversas psicologías «postmodernas». Se postula una metateoría del trabajo pragma-realista, constructivista-operacionalista, y dialéctica.

An approach to some metatheory in Social Psychology of Work. Recent works about Social Psychology of Work, inspired by several diverse «postmodernist» psychological trends, are subjected to analysis and criticism. A pragma-realistic, constructivist-operationalist and dialectic metatheory of labour is being set out.

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Últimas reuniones de psicólogos sociales confirman, contradictoriamente, por un lado la evanescente realidad entitativa de la Psicología Social, y por otro su muy masiva práctica en cuanto al número de funcionarios que la producen y reproducen. Asimismo es digno de considerar cómo cada vez menos practicantes de esta rúbrica académica se remiten a los clásicos de los manuales clásicos de la Psicología Social. Las citas, si las hay, ya sólo parecen reflejos académicos rutinarios. En general, los unos practican la perpetua validación de hipótesis rematada con la habitual discussion al borde de la tautología. Pero los otros, que aumentan, se remontan indefectiblemente a principios epistemológicos, no ya de la psicología social, sino de cualquier cosa cognoscible, en una huida hacia la Filosofía, la Antropología, la Sociología o la Lingüística, con una suerte de exigencia autofundante que recuerda los primeros balbuceos de la Psicología Social. Para esos azarosos viajes se necesita obviamente saber Filosofía, Antropología, Sociología y Lingüística ; lástima que a los psicólogos españoles, en general, se les haya preservado durante su formación de tales exotismos, por lo que corremos el riesgo de enredarnos, por ejemplo, con Husserl, con Heiddeger, con Peirce, con Foucault, con Deleuze, o bien esgrimir un Foucault de guardarropía, un Deleuze ad usum Delphinis, etc.. Hay, en cualquier caso, grupos aguerridos de psicólogos sociales que están efectuando este arriesgado viaje con soltura y autoridad. Su trabajo arroparía esta excursión bibliográfica, metaanalítica, que emprendemos con temor y sin el menor ánimo de exhaustividad. En cualquier caso, siendo la categoría de trabajo, según algunos, el cemento de la sociabilidad, la realidad antropológica fundante ; y, según otros, la mismísima esencia y condición de la evolución y operacionalidad humanas, no debería extrañar que los psicólogos del trabajo se tengan que fajar con temas filosóficos, antropológicos, sociológicos o lingüísticos. So pena de no ser más que unos capataces tan sofisticados como ciegos.

Se ha dicho a la ligera que de la manida crisis de la Psicología Social se salió merced al cognitivismo en el plano epistemológico y gracias a los métodos multivariados en el metodológico. Pensamos, por el contrario, que el debate sobre epistemología está y estará siempre encendido; y en esa guerra el cognitivismo, que habría , por lo visto, liquidado a un adversario ya debilitado, tendrá mucho trabajo para justificarse. Porque, como veremos, ya no se trata de los múltiples conductismos redivivos, sino de que todas las tendencias neomodernas en psicología, o posmodernas, colocan en su mira crítica al menos dos aspectos del cognitivismo, ecos de una batalla siempre recomenzada: a saber, la repugnancia ante cualquier constructo internalista; y la inanidad del hecho mismo de inventar esos constructos, por ejemplo: encontrar, puesto que recordamos a corto plazo, una cosa que se llama precisamente memoria a corto plazo. Esos cajetines, memorias centrales y almacenes periféricos a los que tan dado era cierto cognitivismo simplón serían puro aire y vanidad epistemológica. En cuanto a la metodología multivariada no consigue, por el hecho deslumbrante de ser multivariada, dotada de un aparato técnico impactante, ninguna carta privilegiada de ajuste a la realidad (Elejabarrieta, 1992; Elejabarrieta y Perera, 1989).

Se supone que es una vulgaridad académica afirmar que no parece posible pensar, producir cogniciones y sentimientos sin los otros. Pensar es ya estar organizado, pues el conocimiento, más que una «cosa» que se tiene, «es una institución» en la que se está (Bloor, 1998, p. 26). De ahí que la Psicología pudiera no ser otra cosa que el análisis reflexivo, controlado, de la conducta social, entendiéndose que no hay más conducta que la social. Así pues, se hablará aquí de epistemología, al hilo de algunas novedades editoriales sobre discurso, ideología, estilos de vida, etc. Y todo ello en relación con el concepto de organización, en la medida en que donde hay trabajo hay organización, y donde hay organización hay pensamiento, inevitablemente colectivo. Se contempla esa epistemología general como una confrontación, no dando ninguna batalla por ganada ni por perdida, en el marco de un pluralismo perpetuamente desestructurado y belicoso (aunque curiosamente los pluralistas confesos son los que más proclaman un cognitivismo pacífico y estático, o, en el peor de los casos, ejercen de criptocognitivistas sin proclamarlo). A la epistemología deberá añadirse el constructo social trabajo en toda su esplendorosa polisemia, como lugar de confrontación de varias definiciones psicosociales.

Hay quien augura que nos espera un sociocognitivismo, sí, pero de carácter subjetivo; no positivista, naturalmente; más bien interaccionista, y, además, constructivista. Y todo ello en el marco de un exquisito pluralismo epistemológico, un pluralismo que casi parece un lecho redondo. La verdad es que si el pluralismo total se llevara consecuentemente al límite ni siquiera se daría la posibilidad de una epistemología; pero no es el momento de perpetrar nada menos que una metaepistemología.

¿Negociar la sumisión o negociar el poder?

Para empezar, de la mano de una brillante psicóloga de las organizaciones, he aquí el programa - alentado por un soplo ético - que debería trazarse una psicología social del trabajo:

«La especificidad del análisis psicosocial estriba en que el objetivo es hacer compatible la preocupación por la productividad, la calidad y la competencia en el mercado, con la preocupación para que dicha actividad laboral sea una actividad con pleno sentido y una vía de realización personal» (Munduate, 1997, p. 151).

Bien cierto es que hay aquí todo un clásico y bienintencionado programa de intervención. Pero no es menos cierto que se detecta también una cristalina ideología. Pues se dan por buenos y supuestos conceptos como productividad, competencia y mercado, que no deberían ser tomados como descripciones neutrales, ya que su propia definición, y hasta su existencia, son objeto de apasionados debates. A no ser que se tengan como hechos brutos, y, por tanto, ya se haya tomado un partido que pondría en suspenso el pluralismo proclamado. Volveremos sobre ello. Pero adviértase, de pasada, que «sentido pleno» y «realización personal» (Munduate, 1997) se encuentran en la controvertida lista de lugares comunes que queman.

A este respecto, se publicó recientemente un trabajo de Crespo et al. (1998) en el que se pone en solfa el concepto de «trabajo en general», porque lo que realmente existe sería «una distribución social de las teorías morales sobre el trabajo» (p. 67); de suerte que los sectores sociales de pobreza media son los que mantienen discursos heterónomos y coercitivos sobre el trabajo, mientras que aquellos sujetos mejor situados económicamente son los que exhiben los conceptos más etéreos, tales como realización personal, sentido de la vida, etc.. Naturalmente, todo ello se da en una distribución de secuencias, de forma que el constructo clase social no podría ser analizado como aquel conjunto en el que todos sus miembros poseen la ideología X, o deberían poseerla, como ciertos marxismos y otras ideologías salvíficas pretenden. El citado trabajo muestra lo que suponíamos: que la sociedad no es seráficamente plural, de suerte que describiendo su pluralidad ya estaría milagrosamente definida. Sino que es tal sociedad porque acoge en su seno una perpetua lucha por redefinir los significados de la existencia colectiva, aunque, como anotan estos autores, los contendientes se sirvan de unos conglomerados ideológicos sólo aproximadamente definidos por un análisis factorial de correspondencias.

En el mismo sentido, Castillo y Prieto (1990) comentaban que para que tenga legítima carta de naturaleza un constructo como el famoso de satisfacción laboral (y esto vale para realización personal, dar feedback, negociar, etc), tiene que existir un «programa» que responda a «valores» (p. 162); pues las metodologías, por majestuosas que sean, son tablas de valores camufladas. (Por cierto, cuán beneficioso sería para los psicólogos sociales del trabajo el manejo habitual de conceptos sociológicos; contemplar cómo unos compañeros de disciplina se asoman a la Sociología con autoridad, y más aún cuando los que se manejan con soltura son conceptos de epistemología social por parte de los citados Crespo et al., es reconfortante. Quizás un psicólogo social que ignore los tópicos de la Sociología estaría gravemente impedido epistemológicamente).

Asimismo, parece inevitable abordar las escalas de valores con una perspectiva radicalmente histórica; y éste es otro déficit, el del conocimiento histórico, que suele aquejar a la psicología social. En cualquier caso, en el horizonte de los trabajos sobre organizaciones suele encontrarse inevitablemente el tema del poder.

La autora citada ha dedicado casi la mitad de un libro, notable en el panorama de la psicología de las organizaciones (Munduate, 1992), a dilucidar el estado de la cuestión sobre este problema teórico-práctico del poder. Y, entre otros muchos, ha utilizado los puntos de vista de Stewart S. Clegg, sobre los que concentraremos nuestra atención más adelante. Llama la atención el abundante manejo de autores radicales (J. Pfeffer, S. B. Bacharach, C. Crouch, etc.), atentos a la raíz antropológica e histórica del fenómeno trabajo, quienes colocan el conflicto en el centro de las relaciones organizacionales; más aún, hacen de la categoría conflicto el cemento y el constituyente activo de la organización.

Debe señalarse que de esta visión de las organizaciones como no racionales, sino polémicas, o políticas, se desprende, como correlato inmediato, el concepto de negociación como constituyente organizacional. Es decir, que las organizaciones consistirían en una perpetua negociación, y que, por tanto, más vale una negociación activa, explícita y supuestamente científica. Nada se dice de los orígenes quizá infaustos de esa organización, quedando evaporados los conceptos de dominación, de exacción y explotación acaso de los parvos poderes de la mayoría forzosamente organizada. A veces pareciera que la organización, al quedar definida como una entidad perpetuamente negociada, tuviera un carácter esencial, entitativo, que la pondría al abrigo de cualquier enmienda radical. Si la esencia de una institución es la negociación, la coerción o se confunde con la mismísima negociación o se hace impensable. A la postre todos los poderes son pardos, todo conflicto queda, en el fondo, neutralizado por negociado, como lo demostraría la aceptación acrítica de mercado, competitividad, etc. Alguien protestará legítimamente: ¿Por qué no convertir, por ejemplo, la psicología social de las organizaciones en un vademecum para cambiar la intangibilidad de la organización conforme a otros valores? Pero, en fin, ya proclamaba el psicólogo social Fernández Dols (Dols, 1990) que la psicología social no había descendido a este mundo para hacer felices a los mortales.

El caso de los albañiles «discursivos»

En cualquier caso, y como de lo que aquí se trata es de rehacer los caminos por los que nos han hecho transitar diversas lecturas, retengamos que, por ejemplo, el Clegg de hace veinte años reaparece en la compilación de Dennis Mumby (Mumby, 1997). El compilador nos ofrece un catálogo de posmodernismos: la sociedad sería una perpetua y nunca resuelta «lucha por el sentido» (p. 16); pero el sentido nunca lo podrán otorgar esas «narrativas» que pretenden explicarlo todo y «desterrar el flujo de las diferencias» (p. 17). En esta estela se sitúa Clegg, instalado en una radical desconfianza para con el cognitivismo, pues - según él - «...en lugar de pensar la ideología o la hegemonía como un estado mental sería mejor considerar cada una de ellas como un conjunto de prácticas, de origen fundamentalmente discursivo» (Clegg. En Mumby, p. 43). No habría «intereses reales», ni de los trabajadores, ni de los propietarios, ni de ninguna clase social, sino simplemente estrategias y prácticas discursivas. De modo que, como argumentaría Eagleton (1997), el hecho de que sean mayoritariamente empresarios o miembros de clases medias cualificados los que pidan menos Estado o que sean las mujeres las que mayoritariamente exijan políticas de igualdad de géneros no tendría nada que ver con sus intereses, simplemente se paseaban por aquel campo discursivo como podían estar deambulando por cualquier otro.

Lo que a la postre va a resultar muy instructivo es que Clegg pretenda demostrar la potencia de estas teorías mediante un caso práctico. Se trata de un trabajo de campo, de antropología participativa, que Clegg realiza con unos trabajadores de una gran empresa de construcción, los cuales alegaban irónicamente, para parar el trabajo, que hacía un tiempo inclemente, según especificación del contrato. En realidad esos paros parciales se llevaban a cabo porque la empresa no enviaba a tiempo los materiales, y no por causas metereológicas. En el marco de esta condición en la que el poder sería «un fenómeno discursivo» (p. 52) Clegg advierte que dentro de las grandes narrativas sobre el poder, tal que la marxista, que hablaría «no ya de lo que la gente decía y pensaba comúnmente, sino de lo que comúnmente no decía ni pensaba» (p. 31) y que sólo los intelectuales «orgánicos» conocerían, resultaría que estos sujetos albañiles, o albañiles sujetos, «se confabularían alegremente para aumentar su propia sujección» (p. 55), se supone que porque en vez de pensar en su desalienación leyendo a Gorki o a Dickens o en repartir por la brava la injusta plusvalía, como soñaron sus ancestros proletarios, estaban pidiendo materiales a tiempo para incrementar más y más su trabajo alienado y atarse más y más a la opresiva dirección. Obsérvese cómo aquí Clegg parece estar tropezando en la misma piedra que sus criticados; él sí sabe que los obreros están sometidos a sujección en el mismo acto de comportarse como rebeldes y levantiscos, y les necesita contradictorios para echárselo en cara a los liberadores de oficio. En general, la consigna, como en buena parte del posmodernismo, es sospechar de todas las grandes narrativas, sin que se sepa cuán grandes empiezan a ser grandes. Tan totalitaria va siendo esta cruzada antiestatal, antinarrativa y antitotalitaria, que ya resulta obligado hacer alusiones despectivas al marxismo ¡hablando de clases! para captar la benevolencia académica, como anotan Reynoso (2000) o Pinto (2000).

Pero de lo que en ningún caso, según Clegg, debe dudarse es de «las narrativas de la vida cotidiana»; y ¿por qué?; porque esas «funcionan en el contexto» (p. 62) y eso les garantizaría su certificado de realidad, librándolas de encontrarse subsumidas en la «abrumadora narrativa» (p. 62). Podría argumentarse que, precisamente por estar empantanadas en el contexto inmediato, alicortas en su cotidianeidad, y abrumadas por la inmediatez, exhibirían una menor garantía de realidad. Sea lo que fuere, Clegg mantiene el concepto de «conflicto inherente», como en anteriores trabajos, pero a condición de no estar vinculado a «grandes» programas; las organizaciones del trabajo son orgánicas porque son íntimamente conflictivas , y eso es lo que les hace no «racionales», sino «políticas» (p. 55); pero lo único que hay son escaramuzas más o menos discursivas, y, descritas éstas, ya está descrito todo el campo de conflicto. Pareciera que, en efecto, no existieran narrativas grandes tales como grandes multinacionales, ni grandes accionistas, ni directivos grandes cuya acción de poder puede poner en la calle, o redimensionar, a miles de trabajadores. Una política sin la noción de asimetría de poder nos conduce a que todo miembro de la organización dispone de poderes homólogos. Con ello desaparece hasta la posibilidad misma de pensar el poder y analizarlo. Del mismo modo: si todo poder fuera nada más que capilar, múltiple, descentrado, etc., los grandes trusts, las privatizaciones con núcleos duros, las inversiones blindadas con nombres propios, etc. no tendrían sujeto psicosocial (Ashcroft y Ahluwalia, 2000, pp. 108-115. Sobre la visibilidad del poder, sus nombres y apellidos, y su cristalización en grupos y clases en España, no estaría de más, aunque se nos antoje poco académico, hojear el número extra de la revista Actualidad Económica, 16-29 de abril, 2001: Quién es quién en la empresa española. Ver referencias).

No se trata ni mucho menos de una cuestión marginal; porque pensar las organizaciones es pensar en términos de epistemología subyacente a la propia psicología social. A este respecto, un trabajo de Ibáñez (Ibáñez, 1996) sobre el concepto de ideología nos recordaba que la ideología siempre es internamente contradictoria. Dicho sea con más contundencia por nuestra parte: aquello que los grupos, y sus adversarios, creen que más les identifica es internamente inconsistente. Ibáñez no deja de revelar sus fuentes discursivistas al sostener que la ideología es intertextual, pero no se priva de advertir, como algunos viejos marxistas, que la ideología es siempre «enmascaradora de los presupuestos» reales (Ibáñez, 1996, p. 322), con lo cual se introduce el derecho de cualquiera a decidir sobre lo inconfesable de una narrativa, es decir, que cualquier narrativa tiene que asumir que es parcialmente conmensurable, desenmascarable, desde cualquier otra. Asimismo Ibáñez (1996) púdicamente proclama que las ideologías están ligadas a «inserciones sociales» (Ibáñez, 1996, p. 322) (¿clases? ¿grupos realmente existentes? ¿intereses reales?).

En cualquier caso he aquí todo un programa, suscribible por diferentes razones tanto por Skinner como por Marx: «es en la sociedad y no en el cerebro donde buscar la explicación de los fenómenos grupales» Ibáñez, p. 320). Por otro lado, las desigualdades entre los grupos «están en la historia colectiva» «inscritas macrosocialmente» , y no responden a reglas de un «grupo mínimo» intemporales y ahistóricas (p. 318).

Consta que a Ibáñez tampoco le gustan las grandes narrativas; sin embargo no estamos seguros de que una epistemología basada en el hecho radical de que las sociedades humanas están construidas como lucha permanente incurra en el pecado de una narrativa general o totalitaria; tampoco tendría por qué dar lugar a un gran relato el hecho de que la propia condición de la intelección y la comprensión estén radicalmente transidas por este fenómeno. De todas formas no hay que buscar estas novedades en los posmodernos novísimos, porque están convertidas en motor de la historia y condición de la epistemología en el viejo Hegel. Revisitar críticamente a Hegel no debería ser deshonroso, toda vez que hay psicólogos confusamente cartesianos, humeanos y kantianos, que no saben que lo son. Considérese cuán creativo y productivo puede resultar para la Psicología, tanto básica como aplicada, clínica, laboral, etc., el concepto de Hegel de «conciencia desventurada», desdoblada en sí misma (Hegel, 1994, p. 128), «individualidad inquieta» (p. 223), con la que el nuevo sujeto burgués se define como un «conflicto de normas irresuelto» en el seno del Estado y de la Ciudad, esos dos domadores de contrarios, esos rompeolas de todas las contradicciones (Fuentes, 1994). El sujeto de Hegel es, clínicamente, por así decirlo, «el juego carente de esencia», la disolución de las singularidades (Hegel, p. 224), pues resulta que «lo universal que está presente (en las singularidades) sólo es una resistencia universal y una lucha de todos contra todos» ya que «lo que parece ser el orden público no es sino este estado de hostilidad universal» (p. 223).

Parece, pues, que en Hegel podría estar la semilla de una cierta psicología del conflicto que acaso pueda ser propuesta como la única psicología posible, ya que se trata de una disciplina que con el conflicto ha nacido, a partir de una cierta masa crítica. Como han mostrado Hollway (1993) o Rose (1991), la Psicología como tal disciplina nace de la necesidad de reorganizar y controlar los flujos de poder en el seno de organizaciones concretas y en fechas históricas concretas, de suerte que no existe primero una psicología y luego se aplica, sino que la propia Psicología se constituye como tal disciplina en el empeño de las luchas por el poder. Por paradójico que parezca, que el pensamiento es una forma de acción humana colectiva no es una tesis ajena al mundo hegeliano (Álvarez, 2001). Asimismo el hegelianismo no es representacionista ni, en consecuencia, cognitivista ingenuo, de modo que la aporía sujeto-objeto queda sin sentido en Hegel (Duque, 1998, p. 512). Otra cosa es que haya que volver del revés a Hegel, bien hacia el materialismo, hegelianos de izquierdas, Marx, etc.; bien hacia el pragmatismo, línea esta altamente productiva, como ha visto Álvaro-Estramiana (2000) de la mano de posthegelianos y postpragmatistas como Honnett (1997) y su maestro Joas (1998), ¡al menos no estamos en mala compañía o en soledad sospechosa! Joas, por ejemplo, ha conseguido mostrar lo que tendrían en común pragmatistas americanos, neohegelianos británicos y hermeneutas alemanes, llegando incluso a detectar «pragmatismos latentes en Heiddeger» (Joas, 1998, p. 10).

En cualquier caso Hegel sería el filósofo, el epistemólogo de la lucha permanente como constituyente de las fugaces esencias. Se le llama dialéctico a este curso del pensamiento, y, aunque no es el momento de argumentar en su favor, no es posible olvidar, como ha señalado Méda (1998) que es precisamente Hegel quien sitúa en el centro de la razón occidental el concepto de Trabajo, pues «El Espíritu se encuentra a sí mismo en el trabajo de su propia transformación» (Hegel, 1994, p. 372). Sabido es que el Espíritu en Hegel es la Humanidad apropiándose de la Naturaleza en permanente lucha contra ella y entre los propios miembros de la humanidad. Nada estático existiría, no hay reposo, todo es perpetuamente disonante, y esa disonancia es lo que, paradójicamente, constituye la identidad. Tenemos, pues, aquí la canonización del conflicto interior como horizonte de todas las posibles definiciones de las realidades humanas. La historización radical de esas realidades. Y la desencialización de cualquier entidad, la ruptura con cualquier estatismo, con cualquier hipóstasis.

Ideas estas caras a los llamados posmodernos, aunque consideren a Hegel como el imperdonable urdidor de uno de los más grandes relatos grandes modernos; relato que, paradójicamente, anularía todos los relatos, pero también los relativizaría a todos. En cualquier caso deberían saber aquellos que toman en serio la construcción política de las organizaciones que tienen un antecedente de fuste en Hegel. Los albañiles de Clegg, en fin, sólo pueden ser entendidos más allá del discurso cotidiano, del pequeño contexto. Por cierto, que los psicólogos sociales disponemos en nuestro santoral de nombres tales como Albion Small o Everett Hughes, a los que ha exhumado Joas (1998, pp. 46-47) como hegelianos confesos, con un punto de reprobación por parte de Joas debido a que los considera excesivamente «belicosos».

El cálido latido de la cotidianeidad frente a la empresa desalmada

A todos los efectos aquí tratados, resulta estimulante en cierto sentido la lectura de un psicólogo social que ejerce como tal: Potter (1998), el cual ha confeccionado una guía a través de la maraña de las teorías radicales, la crítica de la ciencia, el estructuralismo, los conversacionalismos, las etnometodologías, etc. En el supuesto, por ejemplo, de que la satisfacción laboral, o la mentalidad empresarial, o el feed-back laboral autogenerado formen parte de las llamadas representaciones sociales merece la pena reflexionar sobre la enmienda que introduce Potter a dichas representaciones. Según él, Jodelet o Moscovici «no se ocupan de cómo se construyen las representaciones sociales, de cómo se hacen factuales», «qué se hace con ellas» (p. 266). Pues bien, dado que «representación y práctica no son separables» (p. 279) entonces el propio concepto de representación quedaría seriamente tocado.

A Potter le interesan los «mecanismos y procedimientos que contribuyen a producir la sensación de que un discurso describe literalmente el mundo» (p. 119), el cómo una representación llega a producir el efecto de que realmente «representa» algo. Tampoco falta el inevitable ataque frontal al cognitivismo, porque «las representaciones internas se infieren de las prácticas y, circularmente, las representaciones generarían las prácticas» (p. 137). No otra es la crítica de Skinner y de los neoconductistas fenomenológicos (Pérez-Álvarez, 1997); precisamente para Potter la cognición sería el resultado de las «prácticas de describir» (p. 137) y la descripción y los patrones de descripción de nuestra vida mental los que realmente generarían nuestra vida mental (p. 137). Otra cuestión que ahora no viene al caso es la legitimidad de ese construccionismo discursivista, del cual es Potter un gallardo representante, que pretende evaporar la realidad en el lenguaje. Pensamos, por el contrario, que el mundo se nos manifiesta en la acción, y el discurso simplemente forma parte de las operaciones, es parte de la acción, es acción, es trabajo (Leontiev, 1983, p. 133), y los mecanismos retóricos son trabajo colectivo formando inextricablemente parte de la acción. No deja de sorprender una y otra vez que posmodernos, constructivistas, conversacionalistas, etc., con rara unanimidad, repartan por igual tanto su horror hacia Hegel como hacia Marx y hacia Skinner.

En cualquier caso, y siguiendo a otro psicólogo social alternativo, Michael Billig, «cualquier descripción compite contra una gama de descripciones alternativas» (Billig. En Potter, 1998, p. 142). En esta competición por versiones, o se anula a sí misma la competición porque todas las versiones, discursos, narraciones o descripciones compiten en pie de igualdad, o procedería anclarse en las realidades sociales e históricas y en las correspondientes relaciones asimétricas de poder (Caballero, 1998a). Para Billig cualquier actitud o discurso es siempre una controversia; está claro el lazo profundo que le une a Hegel; pero recordemos que este mismo punto de vista no impide a Clegg hacer un análisis totalmente irrelevante de una realidad laboral, como si su famosa empresa no tuviera accionistas poderosos o como si los aspectos más negros del tatcherismo no hubieran tenido lugar. Parece innecesario, pues, encarecer a todo investigador una extrema vigilancia para no hipostasiar conceptos que dependen del ambiente, del contexto, del devenir histórico.

Por eso quizá García-Álvarez y Ovejero (1998) se muestran cautos a la hora de manejar un concepto como el de feedback laboral, pues aunque un lugar de trabajo es un «contexto informativo» (p. 241) (¿cognitivo?, ¿intersubjetivo? ¿mera competición de discursos? ), sin embargo, y sorprendentemente, «se sabe muy poco de los diversos elementos que componen el constructo del feedback» (p. 256), así es que no se vislumbra con claridad qué mide realmente el Job Feedback Survey, aunque ya esté funcionando como un arma de prestigio por su ropaje paramétrico. Desde luego, parece de sentido común que un trabajador que recibe estímulos positivos por parte de la organización se sienta vinculado. Sin embargo, durante los años sesenta, cuando los salarios en Europa crecían empujados por la fuerza sindical, y la tasa de desempleo era muy baja, aumentaron el absentismo y el sabotaje. De modo que hay bajo el cielo muchísimos feedbacks del trabajo que no son laborales y que subvierten cierto sentido común.

Méda (1998) arremete contra estos sentidos comunes, desvelando su génesis y poniendo en cuestión la mitología sobre el trabajo, labor en la que han incidido sociólogos tales como Dahrendorf, Offe o Habermas, y en Francia apenas Gorz o Aznar, si bien contamos con el psicosociólogo autóctono Blanch, el cual viene haciéndose eco de las posturas de desmitificación «trabajista» (Blanch, 1996). Ciertamente, el concepto común y acrítico de trabajo es lo que suele llamarse un hecho social total, una categoría antropológica que lo explica todo, que lo impregna todo, de forma que todo el mundo repite la cantinela de que el trabajo es un creador de valores y hasta el fundamento íntimo del vínculo social. Pero la evidencia es que se produce cada vez más, disminuyendo la necesidad de mano de obra de un modo inexorable. Y el caso es que una somera excursión histórica de manual nos advierte de que el concepto trabajo no ha existido siempre. Pero si esto es así ¿cómo ha sido su invención? Su categoría de vínculo y de supuesto motor del desarrollo personal nos hacen engañosamente creer que estas características están condicionadas sustancialmente por el trabajo, pero el trabajo no es en sí mismo portador de esas funciones, puesto que durante muchos períodos de la historia de la humanidad no lo ha sido, y la base antropológica de la autoestima individual y colectiva, el cemento social, existían, claro es, pero sobre otros fundamentos. Es más, ya en nuestras sociedades alrededor del cincuenta por ciento del producto social es el llamado trabajo femenino oculto o doméstico, o, si se quiere hilar fino, los llamados cuidados y atenciones emocionales, también denominados, con cruel etiqueta, reproducción afectiva. Así es que un concepto de trabajo que no se cruce, en el mismo acto de ser utilizado, con las categorías de clase y de género, (que parecen todavía quemar en las manos de nuestros psicosociólogos), no tiene nada que hacer, ni casi nada que explicar (Carrasco, 1998). Y, sin embargo, esa red afectiva a la que se le otorga la naturalidad de lo evidente y por ello casi la invisibilidad, es la verdadera sustancia, la sal de la vida cotidiana, el eje de la sociabilidad, el cemento de la comunalidad, no cuantificable en términos de mercado. De donde se deduce que no hay necesidad de desandar la historia, porque nos basta una mirada antropológica a nuestra moderna cotidianeidad para detectar que la mitad de lo que hacemos no está sustentado en la categoría presuntamente fundante del llamado trabajo.

Méda hace un análisis sutil de la entronización por parte de Hegel de la categoría moderna de trabajo, al contemplar ese Espíritu que es conflictivamente individual, universal, social e histórico como un Trabajador incesante y laborioso. Pero también Hegel - nos recuerda Méda - tiene páginas memorables sobre el pavor del trabajo real, no sólo como algo a superar y superable, sino como algo incardinado, antes que Marx y acaso con mayor pesimismo, en la propia naturaleza de las relaciones de clases enfrentadas a muerte. Por eso el «trabajo» para Hegel también «significa negar el mundo y maldecirlo» (citado por Méda, p. 138) , a causa del embrutecimiento de un cierto tipo de trabajo y del desgarro social entre pobreza y riqueza que, sin embargo, entrelaza a los hombres enfrentándolos, en un impecable ejercicio de dialéctica concreta.

Es altamente recomendable, en fin, reflexionar sobre lo que Méda (1998) llama «el mito de la empresa ciudadana» (p. 149), esa gran narrativa sobre la empresa como si esta fuera la semilla gloriosa de las relaciones humanas y hasta el embrión de la democracia. En Occidente y, por derecho de conquista, en todo el universo mundo, el fundamento del derecho laboral, su nucleo duro, sigue siendo el individuo abstracto («no conozco la sociedad; sólo individuos», repetía Margaret Tatcher, quien lo había aprendido de ciertos economistas y psicólogos); y por tanto el derecho laboral, la maraña de la sociabilidad reglada, sigue basándose en el trabajo abstracto e inmaterial, una concepción económica del Siglo XVIII. Hay, pues, una contradicción insalvable en esa idea del trabajo como plenitud colectiva, solidaridad objetiva, sentido de la vida, y vía de realización personal, y la realidad psicosocial de la mayoría de grupos y clases. Por su propia naturaleza la empresa no tiene entre sus propósitos estructurales la creación de una comunidad de trabajo. Y, además, el trabajo que le puede interesar a la empresa es - como se va diciendo - el trabajo abstracto. Mas como éste tampoco es necesario al carácter íntimo de la empresa, ya que los bienes pueden producirse en la actualidad sin la intervención de la mano de obra, «la categoría de democracia le es sencillamente ajena.» (Méda, p. 150). Queden estas afirmaciones para los beatos de las human relations más o menos disfrazadas. Pues el vínculo de ciudadanía implica a sujetos iguales que deciden colectivamente, mientras que «la empresa es exactamente lo contrario» (Méda, 1998, p. 150); por ello «considerar (a la empresa) como una suerte de comunidad política destinada a fomentar la práctica de la vida social, o, peor aún, considerarla el ámbito principal para dicha práctica» (p. 151) es una solemne ingenuidad.

Los nombres y los apellidos del poder

Así pues, sería preferible, hegelianamente, situar, sí, las contradicciones en el seno de la misma descripción de lo social. Pero no por un imperativo teórico forzado, sino por la propia radicalidad real de los discursos realmente enfrentados en la sociedad real. Algunos ejemplos: en 1992 The Economist anunciaba que «la larga marcha de Indonesia sobre la pobreza estaba casi terminada». Asimismo Aguirre (1998) rememora el discurso de un empresario español que afirmaba cándidamente que Indonesia era un paraíso antes de las revueltas sociales de los últimos años. Los niños que elaboran incesantemente zapatillas deportivas por 150 pesetas al mes, el 82% de los indonesios que no ingresan mensualmente más allá de los 30 dólares, los millones de parados, las detenciones y torturas, el desastre ecológico y el robo descarado de la ayuda del Banco Mundial a la cuenta del clan Suharto, el medio millón de cadáveres de comunistas sobre los que se erigía el trono del Dictador... ¿Cómo construir una realidad inteligible a menos que consideremos como parte de la realidad ambos discursos radicalmente enfrentados, y la superemos por remisión a otras coordenadas que Hegel llamaría sintéticas?

Otro ejemplo, que podría ser arrojado contra los estructuralistas abstractos para quienes el famoso sujeto no es casi nada ni casi nadie, podía ser el que se basara en el trabajo de Dazalay y Garth (1998), así como el de Bourdieu y Wacquant (1998). En ellos podemos asistir a la saga de esos grupos de economistas americanos, con sus nombres y apellidos, organizando estrategias de marketing universitario, apoyándose en universidades muy definidas, que enlazan con intereses de grupos sociales muy determinados, a través de la estrategia de valoración simbólica de las matemáticas aplicadas a la economía en época reaganiana, en una lucha a brazo partido contra el Fondo Monetario y el Banco Mundial sospechosos de intervencionismo estatal... Un grupo con rostro, con rostros, que se encuentra en lucha con otros grupos a propósito de la descripción de los fines legítimos del Estado (Dazalay y Garth, pp. 19-20), y que decide tanto sobre el discurso del trabajo como sobre el trabajo y sus condiciones. El poder está encarnado, no es sólo el fruto de un mero juego de fuerzas, y, aunque tortuoso y sutil, se ejerce siempre contra alguien y a favor de alguien. Si se pierde esa perspectiva se «neutraliza el contexto histórico» (Bourdieu y Vacquant, p. 109), de forma que la «flexibilidad» y la precariedad, constitutivas de la economía novísima, no parecen consignas políticas, que es lo que también son, sino pura y neutra constatación técnica; y aparecen, en fin, como problemáticas «universales» las que en realidad eran una problemática americana (p. 110).

¿Será o estará sujeto el ratón de mi ordenador?

Los psicólogos sociales Domènech y Tirado (1998) han publicado una recopilación de propuestas radicales, conocidas como sociología simétrica, sobre epistemología, naturaleza de la tarea psicológica, concepto de aplicabilidad, y organizaciones sociales del conocimiento, de la mano de autores como Latour o Callon. Se manejaba ya en castellano La vida en el laboratorio, de Latour, o La construcción de los hechos científicos, del mismo autor en colaboración con Woolgar. Se trata de análisis antropológicos sobre los científicos, que invaden la propia definición de la ciencia, de forma que el comportamiento y las relaciones de la tribu científica están inextricablemente ligadas a la producción del conocimiento y a su legitimidad. Con ellos aprendimos a desconfiar de una ciencia mayestática, sin nada que ver con su historia, sus lugares de producción o el lenguaje que los propios científicos crean (Por cierto que merecen atención las cinco aguerridas páginas introductorias de los traductores, Lizcano y Blanco, del libro seminal de Bloor, 1998). Entre otras cosas, los científicos nos convencerían no por la fuerza objetiva de unos hechos, sino por la retórica que acompaña a su narración; los trucos que las gentes científicas despliegan, incluso en lugar tan empíricamente sagrado como el laboratorio, obligarían a repensar el raquítico experimentalismo de ciertos psicólogos que mirarían papanatamente hacia la gloriosa ciencia pura. Domènech y Tirado, pilotados por Callon, un profesor multidisciplinar del Centro de Sociología de la Innovación de L´École des Mines de Paris, interesado por la relación entre ciencia, sociedad y política, nos hacen una propuesta desafiante: eliminar dualismos como sociedad/naturaleza, o humano/no humano, y, sobre todo, sujeto/objetos, de tal modo que se consideren los miembros polares de estas construcciones con derecho a un tratamiento igual, o simétrico. Dicho más duramente: tratemos a los objetos como sujetos, porque todos son sujetos, o ni una cosa ni otra. Es más, dado que su realidad no tiene sentido más que en el seno de una inmensa red, a partir de ahora trátese cualquier cosa como un sujeto-red. Por ejemplo, mi escritura actual en el momento de redactar estas notas debe ser analizada inseparablemente de mi ordenador, del ventanal que me tamiza una luz de primavera, de la realidad de esta revista y del lugar que ocuparía un paper como éste en el mundillo de la Psicología Social, etc. Nótese que, por ejemplo, mi ratón debería ser un sujeto red con tanta justicia como mi propio yo, por inflado que yo pueda tener éste. Un ejemplo brillante e inquietante es el trabajo de Singleton y Michael realizado bajo estas premisas (en Domènech y Tirado, 1998, pp. 171-217); en él un médico, el concepto de cáncer de cuello de útero, la legislación sanitaria inglesa, la biopsia, el tipo patentado de biopsia... todo está en la Red, todos son sujetos-red, con tanta justicia como el mismo médico, porque al médico, como tal médico especialista, le constituyen todos los demás sujetos citados y sin ellos sería impensable, incapaz e inútil.

Un acierto de la citada compilación es la introducción de los compiladores, unas claves de lectura en las que no se ahorran, en el acto mismo de exponer la teoría, las críticas que se le oponen. Esas críticas suelen exhibir un aire de familia, dando por supuesto, por ejemplo, que Foucault, o Deleuze y Guattari, deben ser citados y conocidos de oficio por los psicólogos sociales. Por eso no se insiste tanto en recordar la intencionalidad como característica radical y no asimilable (no simétrica) de los sujetos (humanos hasta ahora) frente a los objetos, que sería un argumento clásico para desmontar la impía simetría epistemológica entre mí mismo y el ratón de mi ordenador. Sino que partiendo ya de la «descentralización analítica del sujeto humano» (Domènech y Tirado, p. 39) que ha caracterizado a todo el pensamiento moderno (llamado posmoderno en algunos casos) se pone en cuestión esta última propuesta de radical simetría precisamente porque en el acto de decretar , en una típica maniobra ultraliberal, que nada es más importante que nada, el discurso social que de ahí se derivaría sería totalitario, y no admitiría la menor «exterioridad» (p. 35). No habría nada fuera porque según la ley de simetría todo estaría dentro, de modo que esta propuesta no dejaría «espacio para la diferencia, el ruido, la inconsistencia, la alteridad» no habría lugar para ese «otro que toda red produce sin proponérselo» (p. 41).

No es mala crítica, aunque pareciera que ese otro sale de la red como por partenogénesis. Por nuestra parte estimamos que esta propuesta simétrica podría remover quizá las aguas epistemológicas de la llamada Psicología del Trabajo, y demás disciplinas tangentes o secantes, y por eso se trae aquí a colación. Desde esa atalaya el clima laboral, por ejemplo, no sería discernible y discreto respecto del trabajador; la ergonomía sería una materia referida a los sujetos tanto como a los objetos; no habría ninguna exterioridad de la organización respecto de los trabajadores. Y aún más, el concepto de ocio frente al de trabajo no tendría ningún sentido, puesto que se trataría de dos esencialismos injustificables desde la perspectiva del sujeto-red, etc.

Como no podía ser menos, teniendo en cuenta las raíces de que se nutren (Foucault, Derrida, etc.), este grupo considera asimismo que en la Red se reinscriben perpetuamente las relaciones de fuerza, de modo que es el choque permanente, la lucha continua, lo que configura la Red; «el mundo es únicamente ese campo indiscriminado donde se enfrentan múltiples voluntades» (Domènech y Tirado, p. 33); y ese mundo no se conocería por medio de representaciones (tómese nota, una vez más, del furor anticognitivista que caracteriza a estas propuestas más recientes), sino únicamente por su «transformación interna, agónica» (p. 27). Recordemos con recogimiento a Hegel, ante esta propuesta sobre el sujeto-red, relativizadora y desencializadora, otra «gran narrativa», quizá más totalitaria que la de Hegel, pues al menos en Hegel la Naturaleza era lo negativo, lo que tenía que ser perpetuamente asimilado al poder del Espíritu, por lo que no podían ser tratados de modo simétrico el sujeto y el objeto. Y a propósito : desde el neohegelianismo está pendiente un ajuste de cuentas con Deleuze, puesto que Deleuze ha sido un dialéctico exquisito que ha basado su trabajo en una antidialéctica hegeliana militante. Pero no es este, obviamente, el momento.

Por otro lado, ya sabemos que el poder, como no podía ser menos, es un tema capital en la definición de las organizaciones. Ya Locke, y por supuesto Hegel, lo introducen directamente en sus definiciones filosóficas de la realidad: dado que el conocimiento es colectivo, y dado que las colectividades se confirman por oposición, por el grado de poder que ejercen hacia dentro y hacia fuera, los aparatos de poder deben reinsertarse desde el principio en cualquier definición de la realidad y del conocimiento, de ahí la categoría central que le es asignada al Estado en Hegel, y que actualmente no debería ser negligida, porque la consigna liberal triunfante de menos Estado en realidad confía al Estado nada menos que la desregulación y la deslocalización económicas y laborales, de suerte que el supuesto desmantelamiento del Estado es capitaneado por el mismo Estado, imprescindible obviamente antes de la operación para regular la desregulación; pero imprescindible posteriormente para acallar y cubrir con el manto de la violencia legítima las múltiples rebeliones que su actuación generó (piénsese, por ejemplo, en las consecuencias del Acuerdo Multilateral de Inversiones, AMI, que, silenciosamente, los estados industriales ya estaban cocinando desde 1995, el cual no consiste propiamente en la sustitución del Estado por el Mercado, sino en la entronización del mercado como Estado. Al menos en opinión de muchos).

Por otra parte, el Estado funciona como un garante de la legitimidad social epistemológica, hasta un extremo que difícilmente vislumbramos, porque vivimos como sumergidos en una necesaria burocracia del conocimiento (instituciones, escritos y escrituras, esquemas argumentativos...) que nos parece el colmo de la «objetividad». Por poner un ejemplo, piénsese en cómo las pesas y medidas constituyen las categorías a priori en las que ahormamos toda experiencia posible, y considérese de qué modo el Estado ha garantizado y garantiza su legitimidad (para un análisis de los efectos causales del Estado en el conocimiento, superando una cierta ingenuidad del evolutivismo cognitivo universal democrático de cepa piagetiana, véase Bernstein, 1998). En cualquier caso ¿Quién puede albergar dudas sobre la cantidad de Estado que se necesita para confeccionar una Unión Europea? ¿Y qué psicólogo social puede desechar de sus reflexiones, a la hora de conceptualizar el trabajo, la labor del Estado y de las facciones sociales que logran, mediante la lucha, utilizarlo y apuntalarlo?

Bien es verdad que la obsesión por el problema del poder no ha supuesto ningún incremento de sabias y organizadas resistencias contra los poderes injustos. El hecho de que estuvieran organizadas las haría precisamente sospechosas de jerarquización y totalitarismo intencional. Foucault, Lacan, o Derrida, por ejemplo, no han dejado de pensar que el poder histórico concreto es una indecencia inevitable y que hay que dedicarse a la construcción de una vida bella o individualmente liberada. Casi puede decirse que gran parte del pensamiento moderno llamado posmoderno está montado como una máquina retórica que logra que carezcan de sentido los viejos conceptos de justicia y de acción o distribución colectivas. Cuando todo es poder, cuando todo está en la Red, ni siquiera hay asimetría de poder, e incluso se justifica tácitamente el poder existente, por más que la retórica con que se nos sirven esas propuestas pueda resultar incendiaria.

De la dificultad de encontrar banqueros comunistas

Esto, al menos, es lo que piensa el brillante lingüista y analista literario Eagleton , en un espléndido trabajo (Eagleton, 1997) antiposmoderno realizado como experto conocedor del pensamiento actual. A pesar de los orígenes académicos de Eagleton, lingüista y crítico literario, el psicólogo aplicado puede extraer sugerencias deslumbrantes. Debe resaltarse su disección del pensamiento de los autores postmarxistas, abundantemente citados por Clegg, Laclau y Mouffe, los cuales postulan que no existe conexión alguna entre la posición de clase social y la ideología (Eagleton, p. 268). No parece necesario encarecer aquí de qué manera los tópicos sobre clases sociales e ideologías son absolutamente necesarios para abordar una psicosociología del trabajo. Eagleton sentencia las propuestas de Laclau y Mouffe preguntándose socarrón si el hecho de «que todos los capitalistas no sean socialistas revolucionarios sería una pura coincidencia» (p. 268). Y es que Laclau y Mouffe niegan que exista eso que se ha dado en llamar intereses objetivos de clase. Contrariamente - recordemos - a lo que afirmaba Crespo (Crespo et al., 1998, p. 67) a propósito de la «distribución social de teorías morales». En todo caso, esos intereses serían meras narrativas que han sido adoptadas por los grupos sociales sin la menor conexión con sus intereses verdaderos, puesto que el mismo concepto de interés verdadero no tendría sentido, ya que está construido de raíz en el seno del grupo.

Así pues, la ofensiva estatal a favor del trabajo precario, la exoneración de cualquier carga para el capital financiero mundial, su cortejo de redimensionamientos y demás desgracias laborales, su justificación teórica por remisión a una supuesta ciencia pura de la economía, todo sería no más que un relato perfectamente intercambiable con , pongamos por caso, las consignas del comunismo libertario más salvajemente candoroso.

Si además los sujetos, pensados, zarandeados y construidos por los poderes, no saben literalmente qué hacen, si - Foucault dixit - los regímenes de poder nos constituyen desde la raíz (también en la organización laboral, claro es), las famosas resistencias que tanto son citadas por ciertos posmodernos carecerían de sentido, anegadas en un todo que no dejaría escapar nada. Ya dice Eagleton (1997) con sorna que le parece imposible albergar aspiraciones tan precisas como socializar la industria, por ejemplo, o erosionar el patriarcado, «y no ser consciente de ello» (p. 81). Y, por lo que se refiere a ese pavor ante las grandes narraciones que cerrarían cualquier discurso alternativo (Derrida), aparte de no saber bien para qué se quiere ese discurso alternativo, si, de todos modos, va a recaer en el gran Todo, aparte de eso, para que se dé una ideología en el sentido negativo de la palabra y un cierre del discurso no hacen falta los clásicos significantes fijos y transcendentales. Y esta afirmación quedaría probada por el hecho de que el capitalismo de consumo ha generado el mayor pluralismo inútil de la historia, el mayor descentramiento de significados fijos, la provisionalidad sistemática (Eagleton, 1997, p. 249), la no transcendencia programada; y, sin embargo, se trata de una ideología que segrega, como un jugo gástrico, la imposibilidad de superación de su propio horizonte, como si el fin de la historia estuviera a la vuelta de la esquina. He aquí, pues, una gran narración basada paradójicamente en la inesencialidad, en el intercambio huero de todas las narraciones. Para algunos la ideología «sólo son Hitler y Stalin» (Eagleton, p. 250), pero no El Mundo, la Cope, Prisa, los diarios económicos de color rosado, o, sin ir más lejos, un manual de psicología social del trabajo y las organizaciones.

La radical alteridad de clase y grupo que habita en todos nosotros, sometidos a los estímulos contradictorios de la Ciudad como mundo del mercado, mundo práctico técnico (en el sentido histórico-antropológico), y del Estado postliberal en toda su contradictoria pluralidad; las costumbres grupales, clasistas, en el seno de esta sociedad que, fríamente contempladas, lucen contradictorias, irracionales, disfuncionales, caleidoscópicas; los ritos de clase y grupo compartidos, los laborales y todos los demás; los ritos no compartidos, maquinarias de lucha que nos identifican frente a los otros y que nos llevan a contemplar a sujetos que ocupan nuestra cotidianeidad como tribus remotas, toda esta fascinante diversidad postula el estudio del trabajo y de sus contextos, desde una perspectiva antropológica, como una ciencia de nosotros mismos , tal como solicitan Tezanos (2001), o Martín-Criado (1998), así como Curram y Walkerdine (1998, p. 517). A este respecto resulta estimulante seguir el itinerario que para conceptualizar el trabajo nos propone la antropóloga Lamela-Viera (1998) a propósito de la cotidianeidad en una ciudad de provincias. A tenor de sus propuestas el trabajo perdería su esencialidad, ese carácter de realidad irreductible que le otorgan psicólogos y sociólogos, y se fusionaría con la vivencia cotidiana, pues el trabajo es «un ordenador de cotidianeidades» (p. 49) así como «la actividad primordial organizadora de la diversidad urbana» (p. 15); por otro lado, la Ciudad, organizada como tal por el trabajo, acabaría siendo la causa de la «elaboración constante de las clases sociales» (p. 77).

Ahora bien, el estudio de la cotidianeidad nos obliga a contextualizar el trabajo desde lo micro hacia las elaboraciones teóricas más arriscadas. Y ello porque la psicología social canónica no dispone de suficientes armas para abordar de raíz el fenómeno del trabajo. Se necesitaría una apertura permanente hacia la antropología, la sociología, la lingüística, la historia y la filosofía. Ahora bien ¿están los planes de estudio estructurados según estas exigencias al parecer insoslayables? Como decíamos al comienzo, la indigencia, no culpable, de psicólogos sociales y psicólogos en general, puede hacer que se gire, ora en el vacío repetitivo, ora en la remisión a conceptos foráneos cuyo grado de comprensión puede ser muy limitado. Tenemos mucho que estudiar.

Nota

Una más breve versión de este trabajo se publicó en la Revista Electrónica Hispanoamericana de Psicología Social (REIPS), nº 0, 1999.

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