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PSICOTHEMA
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Psicothema, 1996. Vol. Vol. 8 (Suplem.1). 265-285




PSICOLOGÍA DE LA INTELIGENCIA: UN ENSAYO DE SÍNTESIS

Mariano Yela

Estudios sobre inteligencia y lenguaje. Yela, M.

El tema de la inteligencia es central en ciencia y filosofía. No es extraño. La inteligencia es, por de pronto, algo que distingue al hombre de los demás seres del Universo. Como un cuerpo entre los cuerpos, el hombre es muy poca cosa. Es mas frágil que el hierro y, si nada lo sostiene, cae, como una piedra, obediente a la ley de la gravedad. Como un organismo vivo, el hombre es más bien débil y efímero. El león le aventaja en fuerza y la corza en agilidad. Un diminuto bacilo puede producirle la enfermedad y la muerte. Mientras las estrellas recorren espacios sin límite y persisten durante millones de siglos, el hombre apenas ocupa un pequeño lugar en el espacio y un breve momento en el tiempo.

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1. El problema

El tema de la inteligencia es central en ciencia y filosofía. No es extraño. La inteligencia es, por de pronto, algo que distingue al hombre de los demás seres del Universo. Como un cuerpo entre los cuerpos, el hombre es muy poca cosa. Es mas frágil que el hierro y, si nada lo sostiene, cae, como una piedra, obediente a la ley de la gravedad. Como un organismo vivo, el hombre es más bien débil y efímero. El león le aventaja en fuerza y la corza en agilidad. Un diminuto bacilo puede producirle la enfermedad y la muerte. Mientras las estrellas recorren espacios sin límite y persisten durante millones de siglos, el hombre apenas ocupa un pequeño lugar en el espacio y un breve momento en el tiempo.

Y, sin embargo, por la inteligencia, el hombre puede tener todo el Universo por hogar o como enigma, y, desde el instante que pasa, se interroga por el sentido de su vida en el tiempo y más allá. Por su inteligencia se distancia de todo el Universo y se hace cuestión y problema de él: de una parte, el hombre; de otra, todo lo demás, que el hombre considera, examina e indaga y puede, de algún modo, comprender y dominar.

Y, por eso, termina por doblegar en la fragua la dureza del hierro, por aprovechar las leyes de la gravitación para subir a la Luna, por vencer con su ingenio la fuerza del león y trasladarse en el espacio con más rapidez que la corza.

¿Qué es y cómo funciona esa inteligencia por la que el hombre supera a todas las cosas?

Interpongamos entre una mariposa y una flor un vidrio transparente. La mariposa va hacia su alimento y choca una y otra vez contra el cristal, sin alcanzar la comida. Si, por el contrario, se pone el vidrio entre un chimpancé y un plátano, el animal, después de unos pocos ensayos, da un rodeo en tomo al vidrio y alcanza su comida. Parece claro que el chimpancé es más inteligente que la mariposa: es más capaz de elaborar nuevos medios ante situaciones nuevas; no repite sin más, instintivamente, respuestas ineficaces. Es más inteligente, porque sabe resolver problemas más complejos que la mariposa.

Se le presenta a un niño un vaso con agua y delante del niño se vierte el agua en otro vaso más alto y estrecho. Se le pregunta al niño: ¿Hay la misma agua que antes? Un niño responde: No, ahora hay más agua, porque sube más alto. Otro dice: Sí, hay la misma, porque, aunque sube más alto, el vaso es más estrecho. Parece claro que el segundo niño es más inteligente que el primero. No se deja guiar ciegamente por las impresiones inmediatas, da razones de sus juicios. Es más inteligente porque razona mejor.

Se cuenta que una vez le cayó una manzana a Newton sobre su cabeza. Los demás hombres no se sorprenden por ello, no ven en ello ningún problema: «¿Qué tiene de extraño? Si se desprende una manzana, lo natural es que caiga». Newton se sorprendió y se preguntó por qué caen los cuerpos. Vio un problema donde los demás no lo veían. Y como lo vio, pudo ponerse a pensar. Al final descubrió las leyes de la gravitación universal. Parece claro que Newton fue más inteligente que otros. Se salió de la rutina y formuló un nuevo problema. Es más inteligente el que es capaz de hacer nuevas preguntas, de encontrar nuevos problemas, de abrir vías nuevas de indagación y conocimiento.

La inteligencia consiste en hallar nuevos modos de resolver problemas, de comprender situaciones, de razonar, descubrir e inventar. Señala el nivel al que se desarrolla la conducta de los seres vivos, su capacidad para adaptarse al medio y transformarlo, su grado de dominio sobre el ambiente en que viven. Va creciendo desde apenas insinuarse en la ameba hasta alcanzar un alto desarrollo en los grandes monos, utilizadores de instrumentos, y, finalmente, permite al hombre estar conscientemente abierto a la realidad, reflexionar y prever, explorar y recrear el mundo en que vive y su propia manera de ser, elegir responsablemente, elaborar un lenguaje e inventar un nuevo nicho ecológico o ámbito de vida, desconocido por el animal: la cultura.

La conducta es tanto más inteligente cuanto menos automática y más flexible, cuanto menos ligada inmediatamente a los estímulos presentes y más abarcadora de situaciones lejanas, cuando menos repetitiva y más innovadora. Es lo que diferencia la conducta de la mariposa de la del chimpancé, y la del chimpancé de la del hombre. La de la mariposa es automática, inmediata y repetitiva; útil, como es el instinto, para resolver ciertos problemas mediante mecanismos heredados, que se repiten, con leves cambios, cada vez que se presentan las mismas situaciones. La conducta del chimpancé es más inteligente, no se deja dominar por los estímulos presentes, no va inmediatamente a ellos, reorganiza con más flexibilidad la situación percibida, ensaya nuevos medios para resolver nuevos problemas. La inteligencia del hombre se manifiesta, como la del animal, en actividades sensoriales y motoras que le permiten explorar el ambiente y adaptarse a sus cambios en situaciones concretas, pero en el hombre, además, gracias a procesos cognoscitivos complejos por los que recuerda, imagina y reorganiza su experiencia, la inteligencia permite ir más allá de las situaciones concretas y presentes, abarcar el pasado y prever el futuro, llegar a soluciones válidas no sólo de hecho, sino basadas en la lógica y la verdad, válidas de derecho y, en ciertas condiciones, válidas para siempre y dondequiera. El hombre comprende y demuestra que un triángulo vale dos rectos de hecho y de derecho, aquí y allá, ahora y siempre.

Por la inteligencia el hombre es de alguna manera, como decía Aristóteles, todas las cosas, piensa en el Imperio Mittani, que ya no existe, sabe de sus gozos y congojas de ahora, idea un mundo futuro. No sorprende que la noción de inteligencia figure, con ese nombre o con otros equivalentes, en el centro de muchas filosofías. El término lo introdujo Cicerón (intelligentia, de inter y legere) para traducir al latín los vocablos griegos lógos y noûs y designar la capacidad de entender y comprender. A lo largo de la historia ha expresado múltiples nociones, relativamente análogas y relacionadas entre sí, como nivel o facultad superior a diferencia de otros inferiores o distintos, como el meramente físico, el vegetativo, el sensitivo y el apetitivo; función intelectual de simple aprehensión, abstracción y captación de ideas y de esencias; nota esencial y diferencia específica del hombre, denotativa del acceso al ser y a la verdad; principio espiritual, y ente inmaterial y separado. Con este nombre u otros de su mismo campo semántico, como intelecto, entendimiento y razón, ha desempeñado un papel capital en Antropología, Epistemología, Ontología y Metafísica y permite distinguir entre sí a los sistemas filosóficos según interpreten la inteligencia humana como reducible o no a factores orgánicos y sensoriales y según expliquen su relación con la percepción sensible.

Ortega examina las relaciones entre palabras como elegir, elegante e inteligencia, todas de la misma familia lingüística, y hace notar una característica fundamental de la inteligencia: la autocrítica. Es inteligente el que sabe elegir con elegancia, es decir, sin presunción, percatándose claramente de que el más inteligente no está nunca demasiado lejos de caer en la estupidez (Ortega, 1962, pág. 28; 1980, pág. 128). La inteligencia figura como concepto principal en algunas de las orientaciones más importantes de la filosofía contemporánea. Por ejemplo, Bergson (1959) la contrapone parcialmente a la intuición: la inteligencia sería la capacidad lógica y técnica de dominio del mundo, frente a la intuición, que capta en la experiencia la esencia duradera, evolutiva y creadora, de la vida y del espíritu. En la filosofía de Zubiri la inteligencia sentiente abre al hombre a la realidad del mundo y le obliga a la aventura teorética de la ciencia y al deber de buscar el último fundamento de esa realidad a cuyo poder está religado (Zubiri, 1980, 1982, 1983, 1984).

La ciencia psicológica es la que más directamente trata de esclarecer, de forma empírica y experimental, cómo es la inteligencia, cómo funciona y de qué depende. En lo que sigue intentaré sintetizar los resultados -múltiples, diversos y dispares- de la investigación psicológica.

2. Las tres perspectivas de la psicología de la inteligencia

La psicología estudia la inteligencia según muy distintos enfoques. Los tres principales, de los que todos los demás pueden considerarse como tributarios, son el diferencial, el general y el evolutivo. El enfoque diferencial estudia las aptitudes; el general, los procesos; el evolutivo, la génesis y desarrollo.

El enfoque diferencial trata de descubrir las aptitudes que forman la inteligencia. Lo hace examinando las diferencias entre los hombres. Unos son más inteligentes que otros. ¿En qué consisten esas diferencias?, ¿qué aptitudes revelan?, ¿cómo averiguarlo? El procedimiento típico son los tests.

Un test es una tarea que se propone a un sujeto, como llegar a la comida que está detrás de un cristal o decidir si hay la misma cantidad de agua en los dos vasos, según los ejemplos antes citados. Se han ideado muchas tareas de esta índole que reclaman muy diversas clases de procedimientos y respuestas más o menos inteligentes y que aprecian la rapidez, la profundidad o la corrección de la actividad del sujeto. Por ejemplo, repetir gestos, palabras o números, percibir direcciones, manipular cosas, comparar dibujos, hacer juicios sobre objetos presentes o ausentes, ideas sinónimos, definir cosas o palabras, resolver problemas teóricos y prácticos, orientarse en el espacio o imaginar movimientos mecánicos, hacer razonamientos inductivos, buscando la ley que rige una ordenación de datos, o deductivos, comprendiendo las consecuencias que se siguen de ciertas premisas.

Una serie de tareas graduadas, del mismo tipo, forman un test unitario. Los sujetos resuelven las tareas mejor o peor, es decir, varían en lo que aprecia el test. Por eso se dice que el test aprecia una variable empírica. Hay tantas variables empíricas en el campo de la actividad inteligente como tareas pueden imaginarse que reclamen conductas más o menos flexibles, mediatas e innovadoras, y en la solución de las cuales varíen los individuos. Está claro que el número de esas variables es ilimitado.

Pues bien, la cuestión que el enfoque diferencial pretende resolver es si la inteligencia es una aptitud, o varias, o ninguna. Es decir, si todas las variables empíricas en el campo de la conducta inteligente dependen de una sola aptitud, o de varias, o si, en fin, hay tantas aptitudes como actividades inteligentes y, por debajo de ellas, no hay ninguna aptitud común.

El problema es capital y de consecuencias decisivas tanto teóricas como prácticas. Si hay una sola inteligencia, cada individuo será igualmente inteligente en todo lo que haga. Los métodos de educación y enseñanza habrán de adecuarse a ese grado de inteligencia. Si hay varias inteligencias, como, por ejemplo, la práctica y la teórica, la verbal y la técnica, la social y la artística, un sujeto puede ser muy inteligente en ciertas tareas y poco en otras. Los métodos de aprendizaje y formación habrán de diferir, según las diversas aptitudes del sujeto. Si no hay ninguna aptitud común, la inteligencia será un término vacío y cada individuo será mejor o peor en cada actividad según la experiencia que tenga de ella y el dominio que de ella haya aprendido a lograr.

El método que suele aplicarse para aclarar la cuestión es examinar las correlaciones, u otros índices similares de covariación, entre los diversos tests de inteligencia. La correlación entre dos variables o tests indica el grado en que aprecian algo común o dependen de lo mismo. Si los sujetos mejores, medios o bajos en una tarea son también mejores, medios o bajos en la otra, la correlación es elevada: las tareas dependen de una misma aptitud. Si los sujetos se ordenan de cualquier manera en un test, independientemente de su ordenación en el otro, la correlación es nula, no hay nada de común entre los tests: cada uno aprecia algo distinto. Cuanto más parecidas sean las ordenaciones de los sujetos en las dos variables, tanto más alta será la correlación, y tanto más fundamento tendremos para admitir una aptitud común entre las dos variables.

Se comprende que, en principio, si la inteligencia es una sola aptitud, todas las correlaciones entre los diversos tests de inteligencia deben, dentro de los errores del caso, ser perfectas. Si no hay ninguna aptitud común, todas ellas serán nulas, y, si hay varias aptitudes, las correlaciones serán altas entre los tests que se refieran a una aptitud y bajas entre los tests que se refieran a distintas aptitudes.

¿Qué sucede en realidad? Lo veremos más adelante.

El enfoque diferencial, que acabamos de describir, es necesario y fecundo, pero insuficiente. Esas aptitudes que así se descubren, ¿en qué consisten?, ¿de qué dependen? El enfoque general trata de averiguar los componentes, procesos y estructuras que constituyen la actividad inteligente y las leyes y reglas que operan en este campo y que dan razón de las diversas aptitudes en que se diferencia.

La inteligencia aparece, en esta perspectiva, como un sistema de tratamiento de la información. El ser vivo recoge información del ambiente o mundo en que vive, la transforma en códigos propios mediante acciones interiorizadas, imágenes, palabras y conceptos, la registra y conserva, la recupera cuando hace falta, la organiza en estructuras y sistemas, según ciertas reglas y estrategias, la resuelve, en fin, en forma de acciones cuya eficacia y bondad puede evaluar. Los individuos difieren en inteligencia, según difieren en las propiedades de los componentes, procesos y estrategias que ponen en marcha al adquirir, mantener y manejar la información por la que se atienen a sus situaciones, tratan de adaptarse a ellas y procuran, a través de sus respuestas, realizar sus proyectos. La actual psicología cognoscitiva estudia los modos diversos que tienen los organismos vivos y las máquinas computadoras de recoger, registrar, recuperar y tratar la información. Los resultados de estos estudios serán, asimismo, resumidos mas adelante.

Los dos enfoques anteriores, el diferencial y el general, con ser importantes y necesarios, son todavía incompletos y parciales. Es preciso preguntarse, cualquiera que sean las aptitudes y los procesos, cómo se originan, de dónde proceden, cómo se desarrollan hasta constituir el tratamiento cognoscitivo y las aptitudes diversas de la inteligencia del hombre adulto. Está claro que, en algún sentido, el animal es más o menos inteligente, que la inteligencia va creciendo cuantitativamente y va perfeccionándose cualitativamente a lo largo de la evolución, que en cada hombre crece y se diferencia asimismo desde el nacimiento en el curso de su vida. El enfoque evolutivo filogenético, que estudia las manifestaciones de la inteligencia a través de las especies animales, y el evolutivo ontogenético, que las indaga durante la vida del hombre, tratan de esclarecer estas cuestiones. De sus resultados damos cuenta resumida en los apartados siguientes.

Creo que todos los datos y hallazgos de los enfoques diferenciales, generales y evolutivos, pueden integrarse y resumirse, al menos aproximadamente y en sus líneas generales, en tres afirmaciones, que examinaré sucesivamente. La inteligencia no es simple, sino compleja. La inteligencia no es fija, sino modificable. La inteligencia no actúa de forma autónoma, sino integrada en la personalidad.

3. La inteligencia no es simple, sino compleja

3.1. El enfoque diferencial

Los resultados de la investigación confirman la teoría del continuo heterogéneo de la inteligencia (Yela, 1976), que resumo aquí y expongo más extensamente en el siguiente capítulo. La conducta inteligente constituye un continuo de covariación, es decir, el más inteligente en algo propende a ser también más inteligente en todo lo demás. El que sobresale en matemáticas tiende a ser bueno también en lengua y en historia.

Pero esta tendencia no es absoluta, sino relativa; no es homogénea, sino heterogénea. Por una parte, no es absoluta, es decir, hay excepciones. Primero, porque, si bien los sujetos tienden a ser altos o bajos en todo, no son igualmente altos o bajos en todo lo que hacen. Segundo, porque, si bien todas las actividades inteligentes suelen tener correlaciones apreciables entre sí, hay cierto tipo de actividades que, siendo imprescindibles para conducirse inteligentemente, guardan poca o nula correlación con las demás. Son, principalmente, las actividades que miden muchos tests sensoriales, motores y de memoria puramente repetitiva. Los datos indican que lo decisivo y característico de la conducta inteligente del hombre es algo superior a lo meramente sensorial, motor o mecánicamente memorístico. Uno puede tener una magnífica vista, una excepcional fuerza muscular o la capacidad de aprender de memoria la guía de teléfonos, y ser poco inteligente.

Por otra parte, la tendencia general no es homogénea. Es decir, las actividades inteligentes tienden todas a correlacionarse, pero no todas con la misma intensidad. Es el campo de la conducta inteligente hay zonas de intensa covariación, separadas por zonas de covariación baja. Por ejemplo, todas las actividades inteligentes realizadas por medio de palabras tienen correlaciones apreciables entre sí, pero muestran correlaciones más bajas con las realizadas mediante movimientos reales o imaginarios.

En conclusión, por lo que ahora sabemos, la inteligencia es, a la vez, una y múltiple. Es una, porque es un sistema; pero es múltiple porque es un sistema en el que se articulan múltiples aptitudes.

La unidad del sistema, manifestada por el continuo de covariación, puede representarse por una aptitud central o inteligencia general, que interviene en todas las actividades inteligentes, tanto en el aprovechamiento escolar, como en conducir un coche o en dirigir una reunión de personas. La heterogeneidad del sistema puede representarse por diversas aptitudes parcialmente interdependientes, entre las que destacan, en todas las sociedades y culturas estudiadas, la inteligencia verbal y la inteligencia espacial. El hombre, dondequiera y comoquiera haga su vida, se revela como Homo sapiens sapiens: inteligente, Homo sapiens loquens: hablante, y Homo sapiens faber: fabricador (Vernon, 1950, 1980; Yela, 1956, 1976).

Estas grandes aptitudes, verbal y espacial, son, a su vez, complejas y se diferencias en aptitudes más numerosas y de menor amplitud, que, a su vez, se subdividen en otras, constituyendo el complejo campo de covariación de actividades inteligentes, relativamente continuo, heterogéneo y jerarquizado. La organización de este campo en aptitudes complejas y, en diverso grado, interdependientes, será examinada con más pormenor en el capítulo segundo de este libro.

La inteligencia, en suma, es una estructura de múltiples aptitudes, desde la general, que interviene en todo, salvo tal vez en lo meramente sensorial, motor o repetitivo, hasta las más ligadas a cada situación particular, como la aptitud para resolver un crucigrama o convencer a un contrincante, pasando por aptitudes de amplitud variable, como comportarse inteligentemente mediante el uso del lenguaje o hacerlo mediante imágenes espaciales y movimientos. La inteligencia del poeta y la del ingeniero tienen algo de común, a saber, lo que hemos llamado inteligencia general, y algo de diferente, a saber, el predominio de la inteligencia verbal, en el poeta - « ¡Inteligencia, dame el nombre de las cosas! », escribía Juan Ramón Jiménez -, y de la inteligencia técnico-espacial, en el ingeniero.

La inteligencia general, que es el núcleo fundamental de la conducta inteligente, consiste, primero, en la capacidad de fijarse, en cada caso, en lo que más importa, es decir, en la capacidad de abstraer de la información disponible lo que sea pertinente y no perderse en detalles secundarios o en datos sin importancia. Es más inteligente el animal que sabe percibir la vía que, dando un rodeo al cristal, le abre paso a la comida, que el que se pierde en intentos de llegar a ella por la vía inmediata que percibe a través del cristal. Es más inteligente el jefe que organiza y sabe delegar y distribuir el trabajo entre sus subordinados, que el que se gasta en ocuparse de todo, sin tiempo ni energía para planear, prever y organizar. La inteligencia general consiste, además, en la capacidad de relacionar, de percibir, comprender e idear relaciones entre los datos. Sólo a través de estas relaciones va organizándose la información en sistemas significativos, que permiten descubrir nuevos medios o hacer juicios y razonamientos y abrir vías para la solución de los problemas planteados o para percatarse de nuevos problemas.

Abstracción y actividad relacionante son las funciones básicas de la inteligencia general, las que permiten adquirir y generar nuevas formas de adaptación y nuevos conocimientos (Spearman, 1927, 1946; Yela, 1949, 1956, 1976, 1982, 1984). El hombre que tiene más aptitud para ejercerlas con la conveniente rapidez, precisión y profundidad, es el hombre más inteligente. Pero hay que advertir en seguida que lo es no sólo en general, sino predominantemente en ciertos campos y problemas, según sus múltiples aptitudes especiales, como las verbales y las técnico-especiales y sus subdivisiones.

3.2. El enfoque general

La inteligencia general y las aptitudes especiales se fundan en componentes y procesos que la psicología se esfuerza en descubrir. Los componentes principales de la actividad inteligente son los símbolos, es decir, entidades o sucesos que representan otra cosa que ellos mismos. Así, una imagen visual representa un objeto; una palabra puede representar una clase de cosas; una acción puede representar una serie de conductas. Por ejemplo, un niño está jugando con un sonajero; se le quita el sonajero y, delante de él, se introduce en una caja que se cierra. El niño puede, en ese instante, desentenderse de la situación; para él el sonajero ha dejado de existir. Pero, en una etapa más avanzada del desarrollo de su inteligencia, el niño se fija en la caja, la ve cerrada, y abre la boca. La acción de abrir la boca puede ser un símbolo de las actividades que habría que emprender para abrir la caja. En una fase ulterior el niño puede representarse a sí mismo la apertura de la caja mediante una combinación de imágenes o de palabras.

Sólo un ser vivo -o, hasta cierto punto, un computador- capaz de transformar la información que recibe en un código de símbolos, puede realizar o imitar una actividad inteligente. Estos símbolos son esquemas interiorizados de acciones y movimientos, imágenes, palabras, conceptos y proposiciones significativas. Yo no simplemente veo una casa, percibo que es así o de la otra manera, registro los movimientos, imágenes, palabras y significados que en mí provoca o que para mí tiene la casa, conservo estos símbolos ordenados de alguna manera en mi estructura mental y puedo recuperarlos y relacionarlos mejor o peor cuando los necesito para, por ejemplo, decidir reformar, alquilar o vender la casa. Según el objetivo que persiga, los utilizo, los comparo entre sí y con otros, establezco relaciones entre ellos, los someto a transformaciones, saco conclusiones y tomo una decisión. El resultado de mi actividad lo comparo con el objetivo que perseguía, que podría ser obtener una determinada ganancia. Si el resultado simbólico de mi actividad es congruente con mi objetivo, acepto la conclusión obtenida. Por ejemplo, vendo la casa y doy fin a mi conducta. Si no es congruente, vuelvo a realizar operaciones mentales y a comparar de nuevo los resultados con el objetivo propuesto. La conducta inteligente es, así, un tipo de tratamiento de la información basado en símbolos y en estrategias de transformación mental que se integran en planes dirigidos hacia un objetivo. Cada plan articula ciclos diversos de operaciones y comprobaciones evaluativas. Es lo que Miller, Galanter y Pribram (1960) denominaron TOTE (Test, Operate, Test, Exit): la conducta, en general, está dirigida hacia un objetivo, ya presente en las representaciones del sujeto; el sujeto comprueba (Test) si lo ha alcanzado; si no, actúa (Operate) para alcanzarlo; comprueba de nuevo (Test); si los resultados de su acción concuerdan con el objetivo, termina la acción (Exit); si no, se inicia otro ciclo.

Tal es lo que, con distintas terminologías, van descubriendo los psicólogos que estudian la actividad inteligente: la inteligencia es un sistema general simbólico dirigido, al menos en parte, por un planificador y ejecutor central, que engloba y coordina subsistemas de tratamientos de la información más o menos automáticos y que organiza los símbolos y los transforma hasta lograr o aproximarse a un objetivo buscado, y, finalmente, evalúa el relativo éxito o fracaso.

El planificador central y los subsistemas más o menos autónomos procesan diversas unidades de producción (Newell y Simon, 1972) o de reglas (Siegler, 1981; Gelman y Gallistel, 1978), donde la producción consiste en secuencias de acciones condicionadas que un programa recorre y examina y, si se dan las condiciones requeridas, ejecuta, y las reglas son sistemas de principios para codificar y procesar los datos. En ambos casos el planificador humano y, dentro de ciertos límites, el computador electrónico, pueden introducir estrategias variadas y aumentar su flexibilidad y poder con la práctica.

Las estrategias de razonamiento pueden basarse en representaciones motoras, icónicas, verbales y abstractas (Bruner et al., 1966; Bruner, 1984), o, con otra terminología, en el primer sistema de señales, que proporcionan los estímulos físicos, en el segundo sistema, al que abre el lenguaje, en este lenguaje interiorizado y en la intercomunicación humana (Vygotsky, 1962; Luria, 1977, 1979). Pueden, en fin, apoyarse en el funcionamiento de esquemas (Piaget, 1973), mediante representaciones ejecutivas, figurativas y operativas, integradas en estructuras y moduladas por los recursos mentales, el conocimiento previo y los estilos cognoscitivos de los sujetos (Pascual-Leone, 1970; Case, 1978).

Todos admiten, de una u otra forma, como integrantes básicos de la acción inteligente, y especialmente de la humana, los llamados componentes cognoscitivos (Sternberg, 1982, 1984-1986; Stemberg y Detterman, 1979), concebidos, como muchos de los modelos anteriores, por analogía con los programas de computador. Son, en la terminología de Stemberg, unidades de procesamiento de la información que operan sobre los símbolos. Suelen distinguirse entre componentes elementales, por ejemplo, de adquisición, codificación, recuperación, comparación, transferencia, generalización, ejecución, etc., y metacomponentes o procesos de orden superior que el sujeto usa para planificar, poner en marcha y coordinar los componentes elementales, tomar decisiones en el curso de la actividad cognoscitiva y evaluar el resultado final.

El planificador central opera con mayor o menor agudeza, según la inteligencia general del sujeto; las operaciones simbólicas más o menos abstractas o concretas se elaboran y ejecutan a cierto nivel en función también de sus aptitudes especiales.

Los problemas con que el hombre tiene que enfrentarse e intentar darles solución difieren en estructuras y en lenguaje (Rimoldi, 1985). La estructura es el conjunto de relaciones entre elementos indefinidos, por ejemplo, la solución de un problema requiere dar tres pasos, a, b y c, en ese orden. El lenguaje es el sistema de símbolos en que esos elementos se definen. Un problema con la misma estructura puede presentarse al sujeto en distintos lenguajes, mediante, por ejemplo, acciones concretas, objetos percibidos, dibujos, palabras o símbolos abstractos. La inteligencia general del hombre le capacita para comprender y manejar estructuras, todas las cuales parecen ser accesibles, aunque en grados diversos y salvo casos de perturbación o defecto, a toda la humanidad. El nivel cualitativo que ha alcanzado cada sujeto en el desarrollo de esa inteligencia general, el conjunto de sus aptitudes especiales y de sus conocimientos adquiridos determinan su efectiva capacidad para llegar a entender las estructuras a través de lenguajes progresivamente abstractos1.

3.3. El enfoque evolutivo

La inteligencia, tanto general como especial, la capacidad de elaborar símbolos, integrarlos en sistemas, registrarlos, recuperarlos, transformarlos y dirigir con ellos la acción, se construye y desarrolla a lo largo de la vida. No es la misma en una mariposa que en un chimpancé. No es la misma en un niño de un año, que en un joven de veinte o en un anciano de ochenta.

3.3.1. La evolución filogenética

Hay una evolución filogenética, por la que, en la conducta animal, se van originando formas nuevas y más complejas y elevadas de inteligencia. Empiezan con el mero intercambio físico-químico del organismo unicelular con su medio, al que responde con una irritabilidad sensomotora global y primitiva, mediante la cual se adapta al ambiente y sobrevive, acercándose, por ejemplo, a la luz o al alimento, o alejándose de estímulos nocivos, como le acontece a la ameba. Debido a cambios genéticos, que hacen que se modifiquen las potencialidades del animal, y a los efectos de la selección natural, por la que sobrevive el más apto, van apareciendo y consolidándose nuevas estructuras orgánicas y van diferenciándose las funciones de las distintas células; por ejemplo, unas se especializan en recibir los estímulos; otras, en reaccionar a ellos, y otras, cada vez con mayor complejidad y eficacia, en transmitirlos, integrarlos y organizarlos. Surge así el sistema nervioso, y, a través de la evolución, aparecen sistemas de coordinación y decisión en los que se fundamente una conciencia, cada vez más clara y abarcadora, y una acción cada vez más inteligente.

En un momento dado, el camino de la evolución se bifurca y sigue, por un lado, la vía del instinto, que se perfecciona en los insectos y permite una precisa adaptación a un ambiente determinado, mientras éste no cambie por encima de ciertos límites, y, por otro, la vía del tanteo inteligente, que va perfeccionándose, con el desarrollo del cerebro y de la corteza cerebral, desde los primeros vertebrados a los mamíferos y a los primates antropoides, y permite una adaptación menos rígida y precisa a un ambiente fijo y una adaptabilidad más general para ajustarse a ambientes nuevos y cambiantes.

Surge así y se complica y enriquece el carácter progresivamente inteligente de la conducta, desde el mero trasiego bioquímico entre el ser vivo elemental y su entorno inmediato, a la captación, registro y procesamiento de la información respecto a un medio cada vez más amplio, distanciado y objetivo, y a la acción biológicamente significativa, primero, y personalmente asumida, después, referida a objetos y situaciones diversas y gobernada por patrones de actividad cada vez más flexibles, generalizables e innovadores: taxias y tropismos, actos reflejos, comportamientos instintivos, aprendizajes asociativos y condicionados, estrategias sensomotoras de solución de problemas, elaboración cognoscitiva y, en el caso del hombre, conciencia reflexiva, pensamiento abstracto, razonamiento lógico, lenguaje, imaginación creadora, e iniciación y desarrollo del progreso cultural y la conducta responsable y personalizada (Jerison, 1973; Lorenz, 1966; Viaud, 1954; Yela, 1975, 1981b, 1983; Zubiri, 1964).

Las manifestaciones más claras del desarrollo filogenético de la inteligencia ocurren, sobre todo durante aproximadamente los últimos quince millones de años, en los primates superiores, tanto en la rama de la que proceden los Póngidos -gibones, orangutanes, gorilas y chimpancés-, como en la rama en la que se originan los Homínidos, antecesores inmediatos del hombre (Kochetkova, 1978; Tobias, 1980; Valls, 1980; Yela, 1981b). En todos ellos acontece un progreso notable de la inteligencia que se pone de manifiesto por muchos síntomas. Mayor autonomía y mejor dominio del ambiente; mayor adaptabilidad a diferentes ambientes y, en consecuencia, dispersión por ámbitos geográficos más extensos; gregarismo y cooperación, que incrementan la exploración, la defensa y la supervivencia y delatan el enriquecimiento de las conductas semióticas, es decir, de los modos de comunicarse entre sí los individuos y los grupos mediante señales y signos gestuales y vocales; alargamiento de los períodos de gestación y de dependencia de los mayores, que hace posible la elaboración de un organismo más complejo y una enseñanza de los nuevos nacidos más prolongada y minuciosa; mayor diversificación individual, que prepara la identidad personal; mayor capacidad para manipular el ambiente y usar instrumentos para modificarlos y dominarlo.

Desde la aparición del Australopithecus, hace aproximadamente cinco millones de años, hasta el Homo sapiens, hay numerosos indicios de un progreso acelerado de la inteligencia.

El Australopithecus africanus, que vive aproximadamente desde hace cinco millones hasta hace un millón de años, inicia una posición erecta habitual, aunque insegura, que libera sus manos y le permite la manipulación del medio y la utilización progresiva de utensilios. Su cerebro, de unos 450 cm3, es aproximadamente como el del chimpancé, pero empieza a reorganizarse de forma distinta, con mayor complejidad y asimetría, como indican los moldes que se han hecho dentro de sus cráneos fósiles. Es la etapa de la evolución homínida que los paleoantropólogos llaman microencefálica. De ella quedan ciertas reliquias culturales muy primitivas, como restos de huesos, dientes y cuernos -tal vez parte de la llamada civilización osteodontoquerática- y colecciones de piedras menudas -pebble culture- que el australopiteco usaba como instrumentos y versímilmente comenzaba a modificar para fabricar utensilios.

De una cierta línea de Australopithecus deriva otra más reciente, que vive hace unos dos millones a millón y medio de años y que cada vez más antropólogos incluyen dentro del género de los hombres y denominan Homo habilis. Su cerebro ha experimentado un notable incremento, hasta alcanzar un promedio de 650 cm3, más de un 40 por 100 mayor que el del autralopiteco africano. Corresponde a la etapa evolutiva mesoencefálica. Su bipedalismo es más firme y las muestras de su cultura más claras. Tallaba la piedra, construía abrigos rodeados de muros y empleaba colorantes.

El paso siguiente viene representado por el Homo erectus, unánimemente admitido como homínido cultural. Vive desde hace un millón y medio hasta hace unos trescientos mil años. Su cerebro llega al tamaño de 1.040 cm3, dentro ya de la variabilidad de los cerebros del hombre actual, igual incluso a los que se han encontrado en hombres ilustres, como Anatole France, y no muy lejos de los 1.300 cm3 del cerebro de Einstein. Es la etapa macroencefálica. Abundantes datos morfológicos indican un bipedestalismo completo y el estudio de sus restos y vestigios acreditan su gran destreza como cazador, su extensión por casi toda la Tierra, el uso de colorantes, la práctica de enterramientos y de múltiples ritos religiosos, la diversidad de sus útiles tallados con refinamiento, el uso del fuego y la utilización periódica de campamentos. Todo ello demuestra un avance considerable del nivel de inteligencia, hasta situarse aproximadamente en el actual.

Desde el período glacial de Würm, hace unos ochenta mil años, todas las poblaciones humanas constituyen probablemente una misma especie, que modestamente llamamos Homo sapiens, aunque en el transcurso de los últimos cien mil años haya habido variedades distintas del Homo sapiens sapiens actual, como el Homo sapiens neanderthalensis y el Homo sapiens fossilis. El tamaño del cerebro da un último paso hasta situarse -fase gigantoencefálica- en el hoy corriente, con una media de 1.300 centímetros cúbicos y una organización cortical que va aproximándose a la del hombre de nuestros días, del que el Homo sapiens fossilis, por ejemplo en su variedad de Cro-Magnon, sólo parece distinguirse por su desarrollo cultural, que, por lo demás, en algunos casos, como en las cuevas de Altamira, alcanza niveles perfectamente comparables con el arte del período histórico.

En adelante, desde la aparición del lenguaje y el pensamiento reflexivo, el progreso de la inteligencia que se manifiesta en las grandes revoluciones mesolíticas y neolíticas, el paso de la vida nómada del cazador recolector a la sedentaria del agricultor y domesticador, la fundación de pueblos y ciudades, y la invención de la escritura, el progreso, digo, de la inteligencia hasta nuestros días, sin perjuicio de que tal vez continúe siendo en alguna parte evolución biológica, será fundamentalmente desarrollo cultural.

3.3.2. El desarrollo ontogenético

Del nacimiento a la edad adulta, se comprueba asimismo en cada hombre un patente desarrollo ontogenético de su inteligencia. Y, de igual modo que la inteligencia del hombre no es la misma, aunque mayor, que la del animal, sino cualitativamente distinta, asimismo, la inteligencia del adulto no es la misma, aunque mayor, que la del niño, sino también cualitativamente diferente.

La actividad del hombre, desde su nacimiento y antes, fundada en su dotación genética y en las solicitudes e influjos del mundo en que vive, va dando origen a diversas formas de inteligencia, cada vez más complejas, ricas e inventivas. Según la teoría de Piaget (1966, 1973, 1975), una de las más sistemáticas e influyentes, la inteligencia se desarrolla constructivamente a través de etapas determinadas en riguroso orden sucesivo. El proceso fundamental es la equilibración progresiva entre la asimilación del medio a los esquemas previos del sujeto y la acomodación de los esquemas a las demandas del medio. El niño se enfrenta con el ambiente mediante ciertos esquemas que, a partir de los mecanismos heredados, va elaborando. Por ejemplo, en un momento dado, dispone del esquema de que cuando algo aumenta en altura aumenta también en cantidad. Ve verter el agua del vaso ancho a otro más estrecho; ve subir el nivel del agua, y asimila los datos a su esquema: concluye que en él vaso estrecho hay más agua. Pero su actividad continúa, sus conclusiones entran en conflicto con otros datos, por ejemplo, con el recuerdo de que el agua es la misma que estaba en el otro vaso, se producen vacilaciones y dudas y el esquema previo va variando, acomodándose a los nuevos datos, hasta producir un nuevo equilibrio más adaptado a la realidad: la mayor altura puede compensarse con la menor anchura.

La tendencia al máximo equilibrio de esas dos funciones de asimilación y acomodación puede explicar la evolución de la conducta humana hacia formas de adaptación cada vez más inteligentes, sensomotoras primero, mentales después, hasta aproximarse a esa armonía entre la asimilación realista, que no deforma lo asimilado, y esa acomodación significativa y abstracta que no altera materialmente al sujeto, en la que consiste psicológicamente el pensamiento lógico. En este proceso, en el que la abstracción empírica -es decir, la atención y registro de los datos pertinentes de la experiencia- suministra la información objetiva, y la abstracción reflexiva -es decir, el tratamiento simbólico de los datos- interiorizan, coordinan e integran las acciones del sujeto, la inteligencia pasa, según Piaget, por cuatro estadios principales. Primero, el sensomotor, hasta los dos años, en el que el sujeto va manipulando los objetos y se va diferenciando de ellos, éstos adquieren estabilidad y permanencia y las acciones se coordinan en esquemas causales, de medios y fines. El niño tira reflejamente de la cuerda que hace sonar el sonajero. Repite reflejamente la acción una y otra vez, distingue su acción de la cuerda y del sonajero, va elaborando un esquema sensomotor de causalidad y termina por tirar intencionadamente de la cuerda para hacer sonar el sonajero.

Segundo, el período simbólico, de dos a siete años, en el que las acciones se interiorizan, alcanzan valor representativo y simbólico y permiten incorporar a la acción el uso del lenguaje interior y del pensamiento prelógico. Es la etapa del razonamiento por analogía: el guau-guau es este perro y todos los perros; si la manzanilla está amarilla, la naranja también lo estará, así que dame la naranja para comérmela; lo más alto es más grande, así que en el vaso estrecho hay más agua que en el vaso ancho.

El tercer período es el de las operaciones concretas, entre los siete y los doce años. Las acciones se interiorizan completamente, se representan de forma simbólica y se organizan en estructuras lógicas, pero sólo en situaciones concretas y presentes. Se piensa ya que el agua del vaso ancho, vertida en el estrecho, es la misma, pero no se es capaz todavía de elaborar deducciones abstractas y generales, aplicables a todos los casos.

Finalmente, en el cuarto período, después de los doce años, se desarrollan las operaciones formales. Los procesos simbólicos se aplican a otros procesos simbólicos, los conceptos a otros conceptos, de forma reflexiva y según reglas lógicas, caracterizadas por la elevada abstracción, las nociones de posibilidad, de necesidad y validez universal y por el razonamiento hipotético deductivo, por el cual, para comprender un fenómeno o resolver un problema, se elaboran estrategias mentales y se formulan hipótesis explicativas, se examinan las consecuencias que se siguen lógicamente de esas hipótesis y se comprueba finalmente si esas consecuencias se dan en los fenómenos observados o resuelven los problemas propuestos.

El desarrollo de estas estructuras -sensomotoras, simbólicas, operativas concretas y operativas formales-, cada una de las cuales procede de la anterior a la que comprende, transforma y supera, representa la unidad evolutiva de la inteligencia. La investigación ha comprobado, sin embargo, que esta unidad no es absoluta, sino que distintas actividades inteligentes alcanzan las sucesivas estructuras en fases distintas de la vida de los sujetos; que, dentro de la unidad del desarrollo, evolucionan subordinadamente, pero con cierta independencia, otros tipos especiales de inteligencia, como la que versa sobre lo espacial y continuo y la que incide sobre lo discreto, verbal y numérico.

Estos resultados convergen aproximadamente con los diferenciales y generales que antes se expusieron, si bien muchos de ellos, claros en su significación global, están todavía lejos de alcanzar un rigor teórico suficientemente preciso y verificado. Puede, sin embargo, afirmarse que la inteligencia se desarrolla como una aptitud general cognoscitiva que evoluciona en una serie de estructuras cualitativamente distintas y se diferencia en múltiples aptitudes según los procesos, esquemas y símbolos que utiliza, los contenidos sobre que versa y las interacciones naturales y culturales del sujeto con su mundo (Aebli, 1980, 1983; Lautrey, 1980; Longeot, 1978; Yela, 1982, 1984).

4. La inteligencia no es fija, sino modificable2

La inteligencia varía con la edad, crece cuantitativamente y se enriquece cualitativamente. Los resultados de los tests de inteligencia, cuando se aplican a sujetos de distinta edad, muestran que la inteligencia crece rápidamente en los primeros años, hasta los catorce o dieciséis, luego sigue creciendo con más lentitud, es aproximadamente estable en la edad adulta y comienza a descender a partir de los cincuenta o sesenta años. Esta descripción confunde, sin embargo, el desarrollo de la inteligencia a lo largo de los años con las diferencias entre grupos de distinta edad y que, por ello, pertenecen a distintas generaciones y han vivido en distintas circunstancias. Los que ahora tiene, por ejemplo, sesenta años empezaron a vivir en un mundo que ofrecía distintas oportunidades que las que la sociedad actual ofrece a los niños. Sus diferencias con éstos pueden deberse, en parte, a esas oportunidades distintas y no sólo a la edad.

Cuando se hacen estudios longitudinales y se examina el desarrollo de la inteligencia de los mismos sujetos desde el nacimiento en adelante, el panorama cambia. El crecimiento de la inteligencia continúa, más en los más inteligentes, menos en los más torpes, hasta edades muy avanzadas, claramente en lo que se ha llamado inteligencia cristalizada, como la que actúa en el dominio creciente del vocabulario y de la solución de problemas en campos especializados, con menos nitidez en la que se denomina inteligencia fluida, que exige rapidez mental y facilidad para cambiar de estrategias en el curso de la acción (Cattell, 1963; Hakstian y Cattell, 1978; Hom y Cattell, 1966).

Bien, pero ¿mantiene cada cual su grado relativo de inteligencia desde que nace? El que nace más inteligente ¿sigue siéndolo después toda la vida? ¿Se nace inteligente o se hace uno inteligente? O, como suele formularse la cuestión, ¿qué es más importante para la inteligencia, la herencia o el ambiente?

Estas preguntas, sobre todo la última, son equívocas, están mal formuladas y plantean un falso problema. La herencia y el ambiente son igualmente importantes, porque los dos son absolutamente imprescindibles.

La inteligencia de cada cual depende en un ciento por ciento de la herencia y en un ciento por ciento del ambiente. Se debe por entero a la dotación genética que el sujeto ha recibido de sus padres y a lo que con esa dotación ha hecho durante su vida en el mundo y sociedad en que le ha tocado vivir. No hay jamás herencia que no esté actuando sobre un ambiente, ni ambiente que no incida sobre un organismo con cierta dotación genética. La inteligencia es siempre el resultado de la interacción de la herencia y el ambiente.

Subsiste, sin embargo, el hecho de que los hombres son diferentes en inteligencia, como los son, por ejemplo, en estatura. La estatura de cada uno es, en cada milímetro, función de la herencia recibida y del ambiente en que se ha desarrollado. Pero unos son más altos que otros, como unos son más inteligentes que otros. ¿A qué se debe? ¿A que son diferentes las dotaciones genéticas heredadas o a que lo son los ambientes y cursos de vida? Seguramente a ambos factores, porque, salvo los gemelos idénticos, no hay dos individuos con la misma herencia ni, por otra parte, existen dos sujetos con exactamente el mismo ambiente. Bien, si las diferencias se deben a los dos factores, ¿en qué proporción se deben a cada uno?

Por de pronto, todo parece indicar que la herencia influye en una parte muy considerable. Influye decisivamente en las anomalías de la inteligencia. Influye notablemente en el desarrollo de la inteligencia normal.

Que influye en las anomalías está sobradamente comprobado. Se conocen más de mil quinientos síndromes patológicos producidos por defectos hereditarios, muchos de los cuales afectan a la inteligencia. Por ejemplo, un gen deteriorado produce la galactosemia y otro la oligofrenia fenilpirúvica. En ambos casos se perturba el metabolismo normal, se altera la organización del tejido nervioso y los individuos que heredan alguno de estos genes de los dos padres muestran una deficiencia mental grave. La herencia en estos casos y en muchos otros similares es decisiva.

El influjo de la herencia en el desarrollo de la inteligencia, fuera de esos casos patológicos, es también notable. Lo indican muchos datos. La inteligencia es tanto más semejante cuanto más estrecho es el parentesco entre las personas y, por consiguiente, cuanto más común es la herencia. En estudios de miles de casos, se ha comprobado que la correlación media entre la inteligencia de pares de sujetos elegidos al azar es cero; entre primos hermanos, es de 0,20; entre hermanos y entre padres e hijos, es de 0,50, y entre hermanos gemelos monocigóticos (con la misma herencia), es de 0,90, casi perfecta. La correlación entre padres e hijos se mantiene, incluso si se separan desde el nacimiento. Los cocientes de inteligencia, en circunstancias normales, son relativamente constantes, sobre todo a partir de los siete años. Las fases del desarrollo de la inteligencia parecen ser las mismas en todos los ambientes, sociedades y culturas estudiados. La correlación media entre pares de gemelos idénticos -es decir, con la misma herencia- criados y educados aparte desde edades muy tempranas -es decir, con distintos ambientes- varía en torno a 0,70 o 0,80.

De acuerdo con estos resultados, suele afirmarse que, en la población blanca de la sociedad industrializada occidental, única sobre la que hay suficientes estudios, las diferencias entre la inteligencia de los individuos se deben aproximadamente en un 70 u 80 por 100 a las diferencias hereditarias y en un 30 o 20 por 100 a las diferencias ambientales.

Cuando se examina más detalladamente la cuestión y se descuenta de la parte atribuida a la herencia lo que se debe a correlaciones e interacciones entre los dos factores, hay que corregir esas cifras. Las cifras, además, no son indiscutibles: se refieren sólo a la inteligencia que miden los tests, y los empleados son muy distintos; la evaluación de los ambientes es imprecisa y disputada. Hoy cabe concluir de forma razonable que la varianza de las diferencias en inteligencia se deben de un 50 a un 60 por 100, o más, a las diferencias en dotación genética y de un 50 a un 40 por 100, o menos, a las diferencias en ambiente (Yela, 1981a; véase McClearn y De Fries, 1973; Eysenck y Kamin, 1986).

Todo lo anterior acredita el peso considerable de la herencia. Pero, si se interpreta bien, no aminora el peso del ambiente. Por tres razones principales.

Primero, porque esas proporciones se refieren no a la inteligencia misma, sino a las circunstancias de una determinada población en un determinado período histórico. Las proporciones pueden cambiar, si cambian esas circunstancias. Por ejemplo, en la medida en que las oportunidades ambientales se hacen más generales y comunes, las diferencias en inteligencia que subsisten dependen menos de las diferencias ambientales, pues el ambiente es más parecido para todos, y más de las diferencias hereditarias.

Segundo, porque, incluso sin modificar el influjo relativo de la herencia y el ambiente, el nivel medio de la inteligencia de la población puede crecer. Es lo que se ha comprobado de hecho en los últimos cincuenta años. Por ejemplo, la puntuación media alcanzada por los reclutas americanos en un test de inteligencia durante la Segunda Guerra Mundial fue superior al 84 por 100 de las puntuaciones que alcanzaron en el mismo test los reclutas de la Primera Guerra Mundial (Tuddenham, 1948). Sin que haya habido ningún cambio genético apreciable, la inteligencia media de la población va creciendo. Parece que es la mejora progresiva del ambiente para todos o casi todos en alimentación, higiene, cuidado médico, enseñanza generalizada, etc., lo que incrementa el nivel de la inteligencia y el de otras muchas variables antropológicas, como la estatura, la salud y la longevidad media.

La tercera razón es que incluso el influjo de las diferencias genéticas puede modificarse, en muchos casos, mediante el tratamiento adecuado de los factores ambientales. Es lo que va sucediendo a medida que el hombre descubre los mecanismos por los que los genes heredados interactúan con el ambiente. Así, sabemos que un gen nocivo produce la galactosemia, seguida de grave defecto mental. ¿Por qué? Se ha averiguado que es debido a una perturbación muy concreta del metabolismo de la galactosa. Pues bien, si se diagnostica precozmente la anomalía genética y se suministra al nuevo ser una dieta adecuada que evite esas perturbaciones - por ejemplo, porque no contenga galactosa o la contenga en la dosis conveniente -, el efecto no se produce o se atenúa.

El hecho capital consiste en que el ambiente no es, en el caso del hombre, un mero hecho fatal y fijo. El hombre es un ser vivo, activo, consciente, reflexivo y personal, que puede incorporar el ambiente a sus proyectos y estudiarlo y modificarlo. Que puede incluso indagar y conocer en qué consiste y cómo opera su herencia genética e intervenir para modificarla o para eliminar o atenuar sus efectos negativos. Puede descubrir y corregir la transmisión hereditaria de agentes perturbadores, mediante una educación eugenética y tal vez, en el futuro, mediante una modificación de los genes. Puede, cuando la transmisión ya se ha efectuado, eliminar o atenuar los efectos nocivos, si conoce el mecanismo de la perturbación, como en el caso de la galactosemia. Puede, en fin, averiguar cuáles son los factores ambientales que influyen negativa y positivamente en el desarrollo de la inteligencia, eliminar aquéllos, como la falta de yodo, que pueden producir o acentuar el cretinismo, e intensificar éstos, mediante, por ejemplo, el cuidado psicológico y médico durante el embarazo, la dieta adecuada, sobre todo en los primeros años, la oportuna estimulación precoz y la aplicación de métodos de aprendizaje y enseñanza que promuevan y mejoren las actividades inteligentes.

Los psicólogos han examinado todas estas posibilidades y estiman que, de aquí a finales de siglo, en los países avanzados se disminuirá en la mitad la tasa de deficientes mentales debida a factores biológicos y en un tercio la provocada por circunstancias ambientales (Rosenzweig, 1985).

Por todas estas razones, los investigadores se han visto obligados a distinguir cuatro significados del término inteligencia. La inteligencia A, o inteligencia potencial, ligada a la dotación genética y a la estructura cerebral inicial. La inteligencia B, o inteligencia funcional, la única que es comprobable y que depende de cómo la interacción con el ambiente actualiza las potencialidades congénitas. La inteligencia C, o inteligencia psicométrica, constituida por los aspectos de la inteligencia funcional que miden de hecho los tests. Y la inteligencia ecológica, o inteligencia D, que consiste en la manera más o menos inteligente de afrontar los problemas y perseguir los objetivos que plantea la vida diaria, dentro de las demandas peculiares del ambiente, la sociedad y la cultura en que el individuo vive (Hebb, 1949; Vernon, 1979; Yela, 1981b).

Un sujeto puede tener una elevada inteligencia potencial, que, sin embargo, se desaproveche o degrade por insuficiencias del ambiente en que se desarrolla. Einstein, por ejemplo, en un ambiente yermo de estímulos culturales, no habría actualizado seguramente una inteligencia funcional capaz de elaborar la teoría de la relatividad. Un sujeto puede poseer una elevada inteligencia funcional y obtener, a pesar de ello, bajas puntuaciones en tests de inteligencia, si ha vivido y actúa según normas culturales muy distintas de las que caracterizan al grupo en el que los tests han sido estudiados y para el cual han sido construidos. La inteligencia psicométrica ha de interpretarse siempre, por eso, en función de la sociedad y cultura en la que el sujeto se ha desarrollado. En un test de inteligencia muy conocido, se pregunta al sujeto qué haría se encontrase en la calle un sobre con la dirección escrita. En nuestra cultura, la respuesta estimada como más inteligente es echar el sobre al correo y, todavía mejor, después de haberle puesto el sello correspondiente. En otra cultura, la respuesta más correcta podría ser dejarlo sin tocar, no porque el sujeto ignore que lo más práctico es echarlo al correo, sino porque puede estimar que es más profundo dejar que el destino, que ha determinado la pérdida del sobre, siga su curso. Puede el sujeto, en fin, tener una excelente inteligencia psicométrica y ser ineficaz, defectuosa o catastrófica su inteligencia ecológica, si su elevado nivel mental funciona a través de una personalidad desequilibrada o enferma. Es un caso frecuente entre los paranoicos, que incluso cuando, según los tests, tienen una alta inteligencia, sólo la utilizan en empresas insensatas y, por tanto, poco inteligentes, defendiéndose angustiados de conspiraciones inexistentes o elaborando planes grandiosos para apoderarse del mundo, a los que a veces, para la desgracia de todos, arrastran a grupos y a países enteros.

En realidad, de lo único que sabemos algo con algún rigor es de la inteligencia psicométrica. Es mucho e importante, pero no es todo. Hay que interpretarla siempre, como queda dicho, en función de las circunstancias del sujeto. Los intentos que se han hecho para determinar la inteligencia potencial, la más ligada a la herencia y a la inicial formación del cerebro, aunque sugerentes y prometedores, no han resultado por el momento del todo satisfactorios. Hoy parecen ofrecer alguna esperanza los estudios del tiempo de inspección, del tiempo de reacción y de los potenciales provocados (Eysenck, 1982, 1985, 1986; Eysenck y Barret, 1985; Stemberg, 1982, 1984, 1986). El tiempo de inspección es el tiempo mínimo que hay que presentar al sujeto, por ejemplo, dos rayas verticales para que aprecie cuál es la más larga. En ciertas condiciones, se ha comprobado que los deficientes o retrasados mentales necesitan un tiempo medio de unas doscientas milésimas de segundo, mientras que sujetos normales sólo necesitan unas cien. Las correlaciones entre los tiempos de inspección y las medidas psicométricas de inteligencia han resultado, sin embargo, muy variadas y contradictorias. Lo mismo cabe decir respecto de los tiempos de reacción y de los potenciales provocados. El tiempo de reacción es el que tarda un sujeto en responder a uno o varios estímulos; los potenciales provocados consisten en ciertas características de las ondas eléctricas que determinados estímulos provocan en el cerebro. Hay pruebas de que también estas medidas distinguen a los retrasados de los normales, pero no está claro que sean capaces de apreciar los distintos grados de inteligencia. El tema es, sin embargo, prometedor, pues todas estas variables intentan evaluar algún aspecto elemental y básico del sistema nervioso -sobre todo los procesos que corresponden a la recepción correcta de información- y es razonable suponer que la inteligencia dependa de una o varias propiedades de la estructura y funcionamiento de ese sistema y, especialmente, de la corteza cerebral3.

5. La inteligencia no actúa de forma autónoma, sino integrada en la personalidad

El hombre, no su inteligencia, es el que piensa. Lo hace según su personalidad y sus circunstancias. No sólo hay una inteligencia psicométrica y un pensamiento lógico. Hay mil matices y modos de pensar, de esclarecer la propia vida y de autoengañarse. Hay una inteligencia eficaz y resolutiva y una inteligencia autista, bloqueada y ciega; hay el modo de pensar demostrativo y crítico y la racionalización psicoanalítica, como cuando al fracasar en un intento nos justificamos ante nosotros mismos arguyendo que no nos interesaba triunfar, a la manera de la zorra de la fábula, que, no pudiendo alcanzar las uvas que apetece, exclama: ¡Va, si están verdes!; hay el soñar despierto y la fantasía creadora; hay múltiples aspectos cualitativos, apenas apreciados por los tests al uso, que, sin embargo, modulan la inteligencia del hombre de la calle, del artista, del científico, del poeta, del escritor, del actor, del lógico, del intuitivo, del rutinario, del impulsivo o del equilibrado. La inteligencia se ejerce según muy diversos estilos cognoscitivos y temperamentales. Es, a la vez, un índice y un resultado de la personalidad4.

La comprensión de la conducta inteligente de un sujeto exige el estudio de. su personalidad, su motivación, sus actitudes y su historia. El genio y la torpeza no son sólo inteligencia superior o inferior, dependen también del esfuerzo, el interés y el método que se aplican para aprovechar las aptitudes y las facilidades y dificultades que el ambiente proporciona. El genio exige inteligencia y algo más. Suelen distinguirse cuatro fases en la actividad creadora: una larga preparación (esfuerzo, trabajo, concentración, transpiración), una etapa incubadora (sosiego, reorganización inconsciente), una iluminación (combinaciones imprevistas, hallazgos, inspiración) y un período final de esclarecimiento y comprobación crítica. Todo ello depende de la inteligencia, pero requiere otros procesos y características muy complejos.

Ciertos datos parecen indicar la existencia de una aptitud creadora, en parte apreciada por los llamados tests de pensamiento divergente, que ponen a prueba no tanto la capacidad para resolver problemas como la de descubrirlos, y que exigen fluidez, flexibilidad y originalidad. Su correlación con los tests ordinarios de inteligencia es alta hasta un cociente de inteligencia de aproximadamente 120, a partir del cual se hace pequeña o insignificante. Parece que para disponer de una imaginación creadora fecunda es necesario un grado no pequeño de inteligencia, pero que, una vez superado ese nivel, la productividad innovadora e inventiva depende de otros factores, como los que acabamos de mencionar. Los estudios efectuados sobre poblaciones escolares indican que los sujetos más inteligentes y creativos suelen ser los más equilibrados e inventivos; los altos en creatividad, pero bajos en inteligencia, los más desajustados e inconformistas; los altos en inteligencia y bajos en creatividad, los más dóciles y ávidos de aprobación social (Butcher, 1968; Getzels y Jackson, 1962; Guilford, 1950, 1967; Taylor, 1964; Torrance, 1962, 1965; Vernon, 1970; Wallas, 1926).

Para actuar inteligentemente en la vida, no basta una elevada inteligencia funcional ni psicométrica. Es preciso, por lo menos, atreverse a pensar, acostumbrarse a pensar y fecundar con conocimientos cada vez más amplios y profundos la actividad intelectual.

Si el hombre no se atreve a pensar, no pone en marcha su inteligencia, que entonces se paraliza o degrada. Una condición importante para que el hombre se atreva a pensar es que, desde su infancia, haya adquirido un firme vínculo afectivo con algún adulto. Sólo a partir de la seguridad que este vínculo proporciona puede el hombre atreverse a explorar el mundo y a desarrollar las potencialidades de su dotación hereditaria. La carencia afectiva en la infancia detiene o dificulta ese desarrollo, como muestran numerosos estudios en primates y seres humanos (Yela, 1981a), entre ellos los que acaba de publicar sobre los niños autistas el premio Nobel Niko Tinbergen (1985).

Si el hombre no se acostumbra desde muy temprano a pensar, no actualiza ni desarrolla tampoco esas potencialidades. Cada vez está más claro que, si se quiere favorecer la eficacia de la inteligencia funcional y ecológica, es necesario rodear al hombre, desde muy temprano, de un ambiente estimulante, variado y en orden. Las experiencias tempranas de exploración y asimilación de un medio rico en ofrecimientos y demandas van acompañadas de una maduración más plena del cerebro y de un nivel mental más alto en edades ulteriores (Yela, 1981a).

Los muchos aspectos todavía oscuros y enigmáticos de la conducta inteligente se ponen de manifiesto, sin perjuicio de la validez general de lo dicho anteriormente, en muy variados casos. Destacan dos: la no infrecuente existencia de genios desequilibrados, y la constatación de algunos ejemplos excepcionales, como el de Helen Keller, quien, con un ambiente infantil extraordinariamente menguado (era invidente y sordomuda), alcanzó, no obstante, un desarrollo poco común en sus relaciones inteligentes con el mundo interpersonal, social y cultural.

Finalmente, si el hombre no persiste en el trabajo y el esfuerzo intelectual, no adquiere la base de datos, conocimientos y problemas sobre los que ejercer su pensamiento, que queda en un vacío estéril o en un ejercicio precario. Para darse cuenta de que los hongos que casualmente estropean un cultivo que había preparado Fleming mostraban, en realidad, la acción beneficiosa de cierto antibiótico, había que tener la larga experiencia, los amplios conocimientos y la dilatada ocupación con ese tipo de datos y problemas que, en efecto, tenía Fleming. Al parecer, la mayor parte de la humanidad utiliza sólo una pequeña porción de las posibilidades que ofrece el cerebro humano. En muchos casos se puede extirpar una parte considerable de la corteza cerebral y apenas se nota el efecto.

Para poner en marcha la inteligencia y desarrollar las potencialidades del caudal genético del que dispone la humanidad, es preciso procurar que todos los hombres, desde el nacimiento, puedan recibir una suficiente protección efectiva y afectiva. O, dicho con otras palabras, que puedan recibir alimento adecuado, amor, cuidado sanitario y un mundo sensomotor, verbal y cultural estimulante.

NOTAS

1. Sobre los nuevos enfoques «cognitivos» en el estudio de la inteligencia, el capítulo 10 de este libro ofrece mayores precisiones. Véanse, asimismo, las excelentes revisiones de De Vega (1984) y Rivière (1986).

2. Sobre todo este apartado, véanse mis dos trabajos de 1981, donde se ofrece y examina una amplia bibliografía. A ella y a los datos de estos dos trabajos remito al lector. Aquí me limito a presentar una breve síntesis.

3. Véase el estudio pormenorizado de estos enfoques en la parte tercera de este libro.

4. Sobre un aspecto poco estudiado de la inteligencia -la inteligencia social-, véase Pelechano, 1985.

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