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La revista Psicothema fue fundada en Asturias en 1989 y está editada conjuntamente por la Facultad y el Departamento de Psicología de la Universidad de Oviedo y el Colegio Oficial de Psicología del Principado de Asturias. Publica cuatro números al año.
Se admiten trabajos tanto de investigación básica como aplicada, pertenecientes a cualquier ámbito de la Psicología, que previamente a su publicación son evaluados anónimamente por revisores externos.

PSICOTHEMA
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Psicothema, 2001. Vol. Vol. 13 (nº 3). 337-344




SEPARANDO EL GRANO DE LA PAJA EN LOS TRATAMIENTOS PSICOLÓGICOS

José Ramón Fernández Hermida y Marino Pérez Álvarez

Universidad de Oviedo

La evaluación empírica de los tratamientos, sean psicológicos o de otro tipo, se ha convertido en una necesidad que tiene sus principales causas en razones deontológicas, profesionales, científicas, económicas y, en último término, políticas. Los críticos a este tipo de valoración aducen, entre otras razones, que la psicoterapia es una actividad que no puede sujetarse a un procedimiento evaluativo que es ajeno a su naturaleza, y que no tiene en cuenta la complejidad de la persona y de la relación terapéutica. Para estos autores, las variables inespecíficas son más importantes que las técnicas, lo que ha llevado a sostener la equivalencia de eficacia entre las distintas psicoterapias (lo que se ha llamado "veredicto del pájaro Dodo, según el cual todas ganan y todas tienen premios). Sin embargo, a pesar de los inconvenientes, la evaluación empírica de los tratamientos es necesaria y es posible y, de hecho, se está abriendo paso, siendo las guías de tratamiento su principal exponente. En este artículo se analizan las principales características de los estudios de eficacia y efectividad y se aboga por la complementariedad de ambas aproximaciones a la evaluación empírica. Por último, se discuten los pros y contras de las guías de tratamiento.

Separating the wheat from the chaff in psychological treatments. The empirical assessment of treatments, psychological or otherwise, has become a necessity. The principal reasons are deontological, professional, scientific, economic and, ultimately, political. Critics of this type of evaluation maintain the argument, among others, that psychotherapy is an activity which cannot be subjected to an assessment process that is alien to its nature, and which fails to take into account the complexity of the person and the therapeutic relationship. For such authors, the non-specific variables are more important than the technical ones, and this has led to a claim for an equivalence of efficaciousness between the different psychotherapies (in what has been referred to as "the Dodo verdict", according to which everyone wins and they all get a prize). Nevertheless, despite the drawbacks, the empirical assessment of treatments is necessary and possible, and is in fact gaining ground, with treatment guides as its principal exponent. This paper analyses the main characteristics of studies of efficaciousness and effectiveness, and defends the complementary nature of the two approaches to empirical assessment. Finally, the advantages and disadvantages of treatment guides are discussed.

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Algunas razones a favor

Desde la publicación por Eysenck (1952) de su artículo sobre los efectos de la Psicoterapia hasta nuestros días, el interés por evaluar empíricamente la eficacia de los procedimientos psicoterapéuticos no ha hecho más que crecer. El auge que ha tomado está temática desde los años 90 presenta causas remotas y cercanas, según vengan determinadas por la propia naturaleza de las cosas o bien por factores coyunturales, aunque no pasajeros, de gran importancia.

Entre las causas remotas, pueden mencionarse dos. La primera se refiere a la naturaleza de la Psicología Clínica, tal y como es concebida por las asociaciones profesionales de psicólogos de más relieve. Tanto la APA - American Psychological Association - (modelo Boulder), como el COP - Colegio Oficial de Psicólogos - (COP, 1998) entienden el ejercicio de la Psicología Clínica como una actividad científico-profesional. Esto quiere decir que el psicólogo debe desarrollar una tarea que requiere tanto de un acercamiento científico - sometido, por lo tanto, a los estándares que en cada momento marquen las ciencias que sustentan su práctica -, como de perspectiva profesional - en la medida en que sólo a través de la práctica se puede aprender y perfeccionar el saber clínico. Esta postura demanda la aceptación de una constante crítica de sus habilidades y recursos profesionales, desarrollada siempre mediante las herramientas metodológicas y conceptuales que establezca, en cada momento, el estado del arte en la ciencia y en la profesión. Sin embargo, la realidad no se acomoda fielmente a estas premisas.

Hay una gran cantidad de teorías y modelos que se utilizan en la clínica que no tienen un apoyo en pruebas empíricas (Garb, 2000; Beutler, 2000). Así, por ejemplo, Beutler (2000) se refiere a los procedimientos terapéuticos que han sido empleados para recuperar recuerdos de abuso sexual y Garb (2000) al uso de determinados tipos de instrumentos de evaluación, como los tests proyectivos, que no gozan, en su mayoría, de suficiente apoyo científico (validez y fiabilidad inadecuadas). En lo que se refiere a este último caso, la experiencia española es significativa, basta ver que los tests proyectivos ocupan un cuarto lugar en la lista de los tests más utilizados por los psicólogos en España (Muñiz Fernández & Fernández Hermida, 2000). Norcross (2000), por su parte, cita una investigación llevada a cabo en 1983, en la que se preguntaba a los clínicos las razones por las que habían elegido una orientación psicoterapéutica con un perfil teórico determinado. Los resultados apuntaron a que las causas principales eran personales (p.ej.: la eligieron porque era la orientación de su propio terapeuta / profesor) mientras que apenas nadie estableció un vínculo importante entre su elección y los resultados de la investigación (Norcross & Prochaska, 1983).

Las formulaciones deontológicas de las organizaciones de psicólogos corren parejas de sus posiciones conceptuales frente a la Psicología Clínica, estableciendo un vínculo entre ciencia y profesión. Así, en palabras del propio código ético de la APA (APA, 1992):

«1.05. Mantenimiento de la capacidad profesional. Los Psicólogos que realizan evaluación, terapia, formación, asesoramiento organizacional u otras actividades profesionales mantendrán un nivel razonable de conocimiento de la información científica y profesional en los campos de su actividad y llevarán a cabo los esfuerzos necesarios para mantener su competencia en las habilidades que usen. 1.06. Bases para los juicios científicos y profesionales. Los psicólogos se basarán en el conocimiento científico y profesional cuando formulen juicios científicos o profesionales o cuando estén implicados en tareas académicas o profesionales»

Por su parte, el propio Código Deontológico del COP (COP, 1993), dice en su artículo 18:

«Sin perjuicio de la legítima diversidad de teorías, escuelas y métodos, el/la Psicólogo/a no utilizará medios o procedimientos que no se hallen suficientemente contrastados, dentro de los límites del conocimiento científico vigente. En el caso de investigaciones para poner a prueba técnicas o instrumentos nuevos, todavía no contrastados, lo hará saber así a sus clientes antes de su utilización

Una consecuencia derivada de estas normas deontológicas es la necesidad de establecer claramente cuáles son las prácticas profesionales que tienen valor o respaldo científico y cuáles no. Dicho de otra manera, resulta imprescindible distinguir la buena de la mala práctica profesional. Los procedimientos tradicionales para encuadrar a una técnica terapéutica dentro de la «buena práctica profesional» se basan en el respaldo que dicha técnica tenga en la comunidad profesional (Beutler, 2000). Sin embargo, la popularidad de un procedimiento o su sustento por razones ajenas al razonamiento científico (comodidad, familiaridad, etc.) no son razones que se puedan aducir en su defensa, de acuerdo con lo que dicen los preceptos deontológicos que se han mencionado anteriormente. Parece por lo tanto necesario que se proceda al análisis de su eficacia o efectividad, de acuerdo con procedimientos empíricos nacidos dentro de la lógica científica, con el fin de que los terapeutas tengan puntos claros de referencia. No sobra decir que este tipo de evaluaciones con fundamento científico, que gozan de respaldo por parte de los organismos profesionales, tendrá, además, consecuencias evidentes en las demandas (ante las organizaciones o ante los tribunales) por mala práctica que se puedan seguir contra los profesionales.

Las causas más cercanas del interés por la evaluación de la eficacia terapéutica pueden clasificarse en tres grandes factores. El primero hace referencia a la evolución de la ciencia psicológica, y más concretamente de la psicopatología, el diagnóstico psicológico y la psicoterapia, desde mediados del siglo pasado hasta nuestros días. El artículo de Eysenck fue el primer aldabonazo de un modelo emergente de psicoterapia (terapia de conducta) que estaba empezando a desarrollarse en aquel momento, al calor del avance de la Psicología científica, basada principalmente en la Psicología del Aprendizaje, que era más asequible a la indagación científica sobre su eficacia que el modelo psicodinámico, enfoque predominante hasta entonces. El persistente hallazgo de Eysenck de que las terapias psicodinámicas no funcionaban mejor que la remisión espontánea en las neurosis, estuvo asociado con el reconocimiento del potencial que encerraba la naciente terapia de conducta, sobre todo por su adecuación a la contrastación empírica y porque brindaba mejores resultados que sus competidoras (Nathan & Gorman, 1998). En relación con este aspecto de la inadecuación de las terapias humanistas y psicodinámicas a los procedimientos principales de evaluación empírica, hay algunos autores (Bohart, O’Hara & Leitner, 1998; Messer, 2000) que denuncian la baja representación de este tipo de terapias en las guías, proponiendo nuevos objetivos (p.ej.: calidad y significado de la vida, o procesos en vez de resultados) y métodos de evaluación (análisis de caso frente a análisis de grupo) como remedio para cambiar la situación.

Un segundo factor viene dado por el incesante desarrollo de los tratamientos psicofarmacológicos en dura competencia con los tratamientos psicoterapéuticos, un hecho que ha forzado la investigación sobre la eficacia y la efectividad de estos últimos tratamientos (Task Force, 1995). Alguna parte de esta polémica se apunta en algunos de los trabajos que se recogen en este monográfico, pero hay que señalar que ésta no es una discusión sólo de carácter científico. La aparición de los psicofármacos ha alineado a gran parte de la Psiquiatría en el bando de la psiquiatría biológica, dejando el terreno psico-social en manos de los psicólogos. La intervención psicoterapéutica que, en la época que escribió Eysenck su artículo, estaba trufada de psicoanálisis, mayoritariamente en manos de psiquiatras y dirigida a clientes ricos, ha cambiado notablemente en la actualidad. Hoy, hay miles de psicólogos clínicos que manejan como único arsenal terapéutico las intervenciones psicológicas, que dirigen sus intervenciones a capas sociales cada vez más amplias y que reciben sus emolumentos de las compañías privadas o de los recursos estatales que cubren los gastos de los sistemas sanitarios. La utilización de los estudios de eficacia y efectividad de los fármacos en relación con la psicoterapia en los trastornos mentales tiene, por lo tanto, repercusiones gremiales y comerciales evidentes por cuanto ambos tipos de intervención están operadas, de facto, por gremios diferentes y compiten por recursos económicos limitados destinados a un mismo fin.

El tercer gran factor ha sido el acceso creciente de los ciudadanos de los países avanzados a los servicios sanitarios, junto con la necesaria contención del gasto por parte de los pagadores sean éstos públicos o privados. Efectivamente, la aparición de terceros pagadores entre el psicoterapeuta y el cliente ha acentuado el interés por conocer cuáles son las intervenciones más eficaces que proporcionen, por lo tanto, el máximo de beneficio al paciente, con el mínimo de gasto para el que paga (Barlow, 1996). Esta batalla no se circunscribe, obviamente, al campo de la psicoterapia. Es un hecho bien conocido que su principal campo de maniobras se encuentra en la demanda de servicios médicos y farmacológicos, que parecen encaminados a estrangular las capacidades financieras de cualquier sistema que no intente controlar el gasto.

Algunas razones en contra

A pesar de que existe un consenso creciente sobre la necesidad de poner a prueba la utilidad de las intervenciones psicológicas y de establecer las guías de consenso sobre las intervenciones con respaldo empírico, existen algunos autores que, sin mucho éxito, pero no sin alguna razón, siguen manteniendo una posición diametralmente opuesta a esta corriente general. Las razones que se aducen son básicamente tres.

La primera razón sería la resistencia de los clínicos al cambio, un argumento de naturaleza básicamente psicológica. Hay una tradición firmemente consolidada de dar preeminencia a la observación y al juicio clínico frente al conocimiento surgido del método científico (Elliot & Morrow-Bradley, 1994). Para Garb (2000), los clínicos no prestan atención a la investigación empírica cuando los descubrimientos contradicen su propia experiencia clínica. Esta tendencia es tan marcada, que los clínicos están poco habituados a ejercer una disciplina metodológica sobre sus propias observaciones, por lo que no es infrecuente que cometan errores cuando intentan aprender de sus propias experiencias (Garb, 1998; Garb, 2000). Además, habría otros dos motivos para esta resistencia. No es tarea fácil aprender un gran número de intervenciones diferentes, muchas veces basadas en supuestos distintos, para las diversas patologías, lo que contrasta con la situación actual en la que un mismo enfoque es utilizado una y otra vez, sin que existan variaciones que puedan considerarse sustanciales. Otro motivo vendría determinado por la preservación de la autoestima y la reducción de la disonancia en el propio clínico. Puede ser duro tomar conciencia de que se ha estado haciendo algo cuya utilidad real ha sido puesto en tela de juicio, por lo que una manera simple de eludir el problema consiste en desvalorizar la comprobación empírica de la eficacia de la terapia.

La segunda razón es que los tratamientos psicoterapéuticos no pueden ser concebidos como tratamientos médicos «sensu strictu», ya que no buscan resultados y objetivos concretos, sino modificaciones de la persona de «amplio espectro» que no siempre pueden ser detectadas por el terapeuta, al menos en el corto plazo. Además, las estrategias de validación empírica refuerzan la idea «medicalizadora» de la psicoterapia, con lo que constituyen una amenaza para la predominancia profesional del psicólogo en este campo (Goldfried & Wolfe, 1998).

Siguiendo el hilo de este razonamiento, la tercera razón afirma que la metodología científica usada para la evaluación empírica de los tratamientos psicológicos es totalmente inadecuada para ese fin, ya que su propia naturaleza la encamina a la búsqueda de leyes universales de equiparación entre síntomas - trastornos y técnicas psicoterapéuticas, en las que la persona tiene poca o nula influencia. Una exacerbación de este argumento se encontraría en aquéllos que, basándose en las condiciones de los estudios de eficacia y de efectividad, invalidan los resultados referentes a las psicoterapias. Efectivamente, los estudios empíricos de los tratamientos tienen una serie de requisitos que pueden parecer insuperables desde la perspectiva humanista. Schneider (1998), en un extenso artículo en defensa de lo que él denomina «las terapias románticas», carga contra la metodología «positivista» seguida en la evaluación de los tratamientos y enumera los males que se derivan de su aplicación. Para este autor, la investigación experimental puede aportar datos significativos relacionados con la reducción de los síntomas, pero deja de lado aspectos tan importantes como el impacto que tiene esa mejoría en las capacidades más personales, como son la capacidad de amar o ser amado, usar la imaginación, innovar o vivir en un entorno más culturalmente más enriquecedor. Y éste olvido es tanto más importante cuánto, en diversas encuestas de opinión, lo que realmente valoran los ciudadanos no es el grado de adaptación o ajuste a su entorno, sino su renovado sentido de comunidad, el revival de los valores espirituales y una vida con significado social. Frente a esto, una simple valoración de los síntomas, tal y como se recogen en los sistemas diagnósticos, parece un criterio muy pobre.

En esa estela teórica de negar utilidad al enfoque actual de evaluación de tratamientos, pero desde una perspectiva diferente, se mueve otro argumento de gran calado que se puede resumir en la siguiente frase: lo importante son los principios que guían las decisiones y no la equiparación entre problema y técnicas (Beutler, 2000). Desde esta posición, se postula que una evaluación, tal y como se lleva a cabo actualmente, conduce a unas guías o listas de tratamientos soportados empíricamente que se pueden convertir en extensos recetarios inabarcables para los clínicos normales, convirtiéndose de facto en rígidos protocolos de actuación que no tienen en cuenta ni la extrema variabilidad de la patología y las necesidades de los clientes ni las disposiciones creativas imprescindibles para todo buen clínico. Concretamente, en lo que se refiere al clínico, se ha argumentado (Crists-Christoph & Mintz, 1991), que dejar fuera esta variable supone la exclusión del factor que más varianza del resultado explica, por encima de la técnica terapéutica. Además, la perspectiva de que para cada problema psicopatológico exista un tratamiento específico indicado, choca con la natural predisposición de los clínicos a manejar los tratamientos que se muevan en orientaciones teóricas de su elección, para las que han sido entrenados y en donde han desarrollado sus habilidades. La solución se encontraría en encontrar un serie de principios trans-teóricos (aplicables a cualquier técnica de cualquier orientación teórica) que orienten la intervención terapéutica. Estos principios deberían ser reconocidos y validados empíricamente y su aplicación estaría en función de unas características pre-definidas que habría que identificar en el cliente o en su demanda. Una formulación que se mueve en esa dirección es el modelo transteórico de Prochaska y DiClemente (1982).

Hay un hecho empírico que parece corroborar indirectamente estas objeciones a los estudios de evaluación de las intervenciones psicoterapéuticas. En diversas investigaciones (Kopta, Lueger, Saunders & Howard, 1999; Wampold, Mondin, Moody, Stich, Benson & Ahn, 1997), llevadas a cabo mediante la metodología meta-analítica, se ha venido a establecer la imposibilidad de demostrar la superioridad de unas intervenciones psicoterapéuticas sobre otras. Este efecto, que ha tomado la denominación de «veredicto del pájaro Dodo», en razón del personaje de Alicia en el País de las Maravillas que proclamó la sentencia de «Todos han ganado y todos tienen premios», está sujeto a una fuerte controversia que no parece tener fin. Por una parte, los defensores de los estudios meta-analíticos consideran que las pruebas de la igualdad de las técnicas en su potencia terapéutica son abrumadoras. Por otra parte, los detractores (Crits-Christoph, 1997), observan múltiples defectos metodológicos y de concepto que impiden que las conclusiones sean tan robustas como se pretende. Además, los estudios pormenorizados del «veredicto del pájaro Dodo» afirman que no es homogéneo para todas las categorías diagnósticas (Chambless & Ollendick, 2001).

Estas críticas no están exentas de fundamento y sirven para marcar los límites de nuestras afirmaciones y pulir nuestros conceptos y métodos. Es posible que los supuestos que subyacen a las guías de «tratamientos empíricamente apoyados», que equiparan técnicas con trastornos, no sean los mejores cimientos para una indagación rigurosa de la utilidad relativa de las psicoterapias. En este sentido, algunos autores (Beutler, 2000; Garfield, 1998) apoyan una evaluación desde una perspectiva diferente, que tenga en cuenta más a la persona y al terapeuta, que se centre menos en el nosología clásica psicopatológica y más en los procesos psicológicos que están implicado en el cambio terapéutico. Sin embargo, aunque la propuesta es sugerente aun debe formalizarse como auténtica alternativa. Mientras tanto, no es posible compatibilizar una visión científico - profesional de la Psicología Clínica con un acercamiento a la psicoterapia exento de control en las intervenciones, bien porque se considere que la naturaleza humana es inconmensurable, bien porque se piense que la psicoterapia no puede sujetarse a la supervisión empírica, dada la complejidad del objeto que aborda. Desde lo supuestos previos de una práctica científico profesional, debe existir un mecanismo, ajeno a las reglas del mercado terapéutico (no todo lo que se vende es útil), que permita decidir entre lo válido y lo inválido, entre lo útil y lo inútil. Lo demás son ganas de eludir la crítica para situarnos en el plano de lo incontestable, de la religión o del engaño.

Así pues, dejando de lado la enmienda a la totalidad y tomando nota de los aspectos críticos (criticables) del actual sistema de evaluación y difusión de tratamientos eficaces (apoyados empíricamente), puede ser de gran interés repasar dos de los principales focos en los que se centran los estudios que evalúan las prácticas psicoterapéuticas. Uno de los más candentes es el que hace referencia a las ventajas e inconvenientes asociados a los estudios de eficacia y efectividad y a la necesidad o no de combinar ambos procedimientos de valoración. El otro es la existencia misma de las guías de tratamiento.

Eficacia y efectividad

Los tratamientos psicoterapéuticos pueden ser valorados empíricamente desde, al menos, dos perspectivas diferentes (dejamos a un lado la eficiencia en este momento). Una primera perspectiva es la que viene dada por los estudios de eficacia. Este concepto hace referencia a la capacidad que tiene el tratamiento de producir cambios psicológicos (conductuales o de otro tipo) en la dirección esperada que sean claramente superiores con respecto a la no intervención, el placebo, o, incluso, en las versiones más exigentes, a los otros tratamientos estándar disponibles en ese momento.

La metodología necesaria en los estudios de eficacia está condicionada a las exigencias que comporta demostrar la superioridad de una manipulación psicológica frente al simple paso del tiempo o frente a otras intervenciones que, o bien, no contienen los principios activos que se desean probar, o bien producen resultados que se consideran mejorables. Una primera característica de estos estudios viene dada por la imposibilidad de realizarlos en los dispositivos clínicos habituales, ya que no se puede disponer en ellos de los mecanismos de control necesarios para la realización de la investigación. Las condiciones usuales en las que debe desarrollarse una evaluación de este tipo (Nathan, Stuart & Dolan, 2000; Seligman, 1995) son las siguientes:

1. Formación de grupos de pacientes lo más homogéneos posible para comparar los efectos del tratamiento en el grupo experimental frente a los grupos control, placebo o de tratamiento estándar. La homogeneidad de los grupos se consigue mediante una estricta selección previa de los pacientes que pueden entrar en el proceso de distribución aleatoria.

2. Asignación aleatoria de los sujetos a los grupos de tratamiento y control, con el fin de controlar, aun más, los factores espúreos que puedan influir en el cambio del comportamiento, dejando como única variable explicativa del mismo la condición de recibir o no el tratamiento. Este es un aspecto crítico del procedimiento.

3. Con el fin de tener en cuenta las expectativas, se suele proceder mediante un método «ciego» en el que los pacientes no saben a qué grupo se les ha asignado, en contraste con la posibilidad de «doble ciego» que es usual en las pruebas clínicas con psicofármacos, en las que tanto el paciente como el terapeuta desconocen el grupo en el que se encuentran. Esta opción es claramente mejor, pero extremadamente difícil de llevar a cabo en el ámbito de la psicoterapia, dado que el terapeuta no puede ser ajeno («ciego») a la técnica que practica. Cabría, sin embargo, que el evaluador fuera ciego respecto al tratamiento recibido, si bien es difícil. Esta dificultad se da incluso en el caso de la psicofarmacoterapia, donde existe una polémica acerca de las condiciones para su viabilidad (Even, Siobud-Dorocant & Dardennes, 2000).

4. Las técnicas de intervención que se evalúan tienen que estar convenientemente sistematizadas mediante un «manual» y los terapeutas que las aplican deben de ser expertos en su utilización.

5. Los pacientes que participan en estos estudios no suelen pagar por recibir el tratamiento y son voluntarios.

6. Los resultados se evalúan de forma específica y concreta mediante procedimientos previamente estandarizados, especificando la o las conductas que se espera que se modifiquen en un plazo, que es generalmente breve.

Las conclusiones de un estudio de estas características presentan una elevada validez interna, ya que establecen con pequeños márgenes de duda que la intervención terapéutica tiene una relación directa con los cambios comportamentales que se desean, en las condiciones y con los límites que marca el procedimiento seguido. En razón de esta robustez interna para la obtención de conclusiones sobre la utilidad de un tratamiento determinado, la Task Force para la promoción y difusión de los procedimientos psicológicos de la División de Psicología Clínica de la APA ha elegido este tipo de procedimiento para evaluar si una intervención terapéutica se incorpora a la categoría de tratamientos con apoyo empírico o bien se encuentra a la espera de lograr ese respaldo (Chambless & Ollendick, 2001).

Sin embargo, esta atención tan focalizada a la validez interna y su completo olvido de la validez externa sería su principal hándicap. Si una intervención psicoterapéutica se demuestra útil para tratar un trastorno en condiciones tan controladas como las que se dan en una prueba clínica que estudie su eficacia, ¿no nos estaremos refiriendo a pacientes y tratamientos irreales, en el sentido de que ni los pacientes existen tal y como son vistos en los experimentos, ni los tratamientos pueden ser aplicados en la misma forma y con las mismas pautas en la clínica real? (Seligman, 1995), o dicho de otro modo, ¿pueden extenderse estas conclusiones a la clínica real? ¿cuál es, en definitiva, su relevancia en el tratamiento de pacientes reales?.

Los estudios de efectividad intentan dar respuesta a esta pregunta. Mediante estos trabajos se pretende determinar si los tratamientos propuestos producen efectos medibles en amplias poblaciones de pacientes en el ambiente clínico real. Alejados de las limitaciones presentes en los estudios de eficacia, los estudios de efectividad trabajan con sujetos que no son voluntarios, que presentan una sintomatología menos homogénea por criterios de exclusión e inclusión rígidos, que suelen pagar (directa o indirectamente a través de terceros) para recibir tratamiento, que pueden elegir el tratamiento que desean y del que reciben dosis variables en función del criterio del terapeuta, al que seleccionan frecuentemente en función de sus preferencias (Seligman, 1995). No hay pues, posibilidad de controlar los efectos de la expectativa, ni los otros muchos factores que pueden influir en el cambio del comportamiento en el grupo experimental. Además, la asignación aleatoria que se utiliza en los estudios de eficacia para controlar las variables espúreas que puedan modular los resultados es de muy difícil aplicación en estos ámbitos clínicos ya que el sujeto puede exigir el tratamiento más eficaz en cada momento, produciendo una merma de la confianza en la relación que se observe entre tratamiento y mejora. Son trabajos, en suma, con una menor validez interna aunque maximizan la validez externa de los procedimientos terapéuticos.

Se ha podido comprobar que no hay incompatibilidad entre los resultados presentados por los estudios de eficacia con los que obtienen en los de efectividad. Así Chambless y Ollendick (2001) en una somera revisión sobre este tema afirman que:

a) Los resultados de algunos estudios de eficacia se han podido replicar en estudios de efectividad

b) A pesar de la anterior conclusión, los estudios de efectividad presentaron una menor validez interna, y en ellos los pacientes no mejoraron en la misma medida no obstante haber recibido más cantidad de tratamiento que en los estudios de eficacia.

c) Los estudios de efectividad son una prioridad para los clínicos si se quiere dar valor a los estudios de eficacia.

De la simple lectura de las ventajas e inconvenientes de ambas formas de aportar evidencia empírica a los tratamientos pueden obtenerse dos conclusiones. Ambos tipos de abordajes no son incompatibles (Seligman, 1997) y sería recomendable que se pudieran llevar a cabo ambos procedimientos de valoración antes de que un tratamiento se incluyera en las guías de tratamiento. Las exigencias de validez interna es un pre-requisito necesario para la evaluación de la validez externa del procedimiento, ya que sería inaceptable la implantación de un modelo de psicoterapia que basase todo su potencial en factores ajenos a las manipulaciones psicológicas que introduce. Por otra parte, un tratamiento con alta validez interna no es útil, si es inaplicable en el contexto clínico, siendo sólo un producto de laboratorio que no puede generalizarse a la condiciones reales donde se desenvuelven los pacientes y los terapeutas.

A tenor de este razonamiento, sería deseable que las guías clínicas de tratamiento incluyeran exclusivamente procedimientos terapéuticos que hubieran pasado el doble control de evaluar su eficacia y su efectividad. Esta es una necesidad que ya fue detectada por el Grupo de Trabajo de la APA que elaboró las directrices para la evaluación de las intervenciones psicológicas, cuando reconoció que, además de la eficacia, debía tenerse en cuenta la utilidad o efectividad (Chambless & Hollon, 1998), suponemos que en razón de que los tratamientos se aplican fuera de los laboratorios. La mayor dificultad para llevar a cabo este propósito, es la escasez extrema de estudios de efectividad serios, realizados con una metodología seria y rigurosa (Chambless & Ollendick, 2001). Porque, aunque la efectividad supone un menor control de los factores que afectan a la variable dependiente - la conducta patológica - , los requisitos metodológicos asociados a los estudios de efectividad no son poco exigentes. Así, el diseño debe ser sensible a las amenazas a la validez interna, por lo que debe reunir los requisitos metodológicos necesarios para sacar inferencias válidas de los tratamientos. Pero, además, debe incorporar como experimentadores a clínicos y llevarse a cabo en espacios de tratamiento estándar, podrá aplicar cantidades variables de tratamiento, o mezclas de procedimientos terapéuticos, puede incluir a pacientes con múltiples trastornos y normalmente utilizará medidas de mejora diferentes a la simple medición de los síntomas, como la calidad de vida (Mintz & Crits-Christoph, 1996), el ajuste global (Chambless & Ollendick, 2000) y otros que, en vez fijarse en la reducción de los síntomas, supongan su aceptación y el distanciamiento de los mismos, junto con la orientación hacia metas valiosas (valores) para el paciente (Hayes, Strosahl & Wilson, 1999).

En la revisión de los tratamientos que se hace en este monográfico, se han seguido los criterios mantenidos en un informe de la División 12 de la APA (Chambless et al., 1997), en el que se actualizan las condiciones para la inclusión de los tratamientos en las diferentes categorías de apoyo empírico. Estos criterios son exigentes, y apuntan claramente al estándar de tratamiento eficaz más que a la efectividad. Sin embargo, se advirtió a los autores que participan en este número, que además de establecer la eficacia, señalaran las evidencias respecto a la efectividad y a la eficiencia de los tratamientos. Los mencionados criterios pueden verse en la Tabla 1, a los que debe añadirse con carácter general que los trastornos psicológicos deben estar claramente delimitados, los participantes en los estudios empíricos deben de estar claramente especificados y los tratamientos deben contar con referencias precisas en las que se encuentre expuesta su naturaleza y procedimientos.

Las guías de tratamiento

Basta con echar un somero vistazo a los artículos de este número para observar las dificultades para construir las guías de tratamiento. Parece muy arduo llevar a cabo todas las investigaciones necesarias que permitan avanzar con paso seguro en la dirección correcta, prueba de ello es la escasez, o incluso la ausencia, de procedimientos terapéuticos respaldados empíricamente que existen en la actualidad para algunos trastornos, como es el caso de la mayoría de los trastornos de personalidad. Algunas de las dificultades se comentarán a continuación.

Uno de los mayores problemas de estos estudios, en el campo de la psicoterapia, radica en su naturaleza nomotética, y en todos los problemas asociados a ese enfoque en el campo clínico. La perspectiva biográfica es uno de los pilares angulares de la metodología clínica en el ámbito psicológico, ya que se supone que las condiciones en las que se ha desarrollado y en las se desenvuelve el individuo determinarán los problemas que padece actualmente. Dicha perspectiva lleva, necesariamente, a un modelo diagnóstico ajustado al caso, en el que los valores medios propios de los sistemas nosológicos (CIE 10, DSM IV) son de poco valor, así como a un sistema de toma de decisiones terapéutico también ligado al individuo, lo que se adecúa francamente mal con los procedimientos estandarizados de terapia asociados a un manual (Beutler, 2000; Seligman, 1995; Seligman, 1997). Sin embargo, los estudios de eficacia, efectividad o eficiencia buscan demostrar la superioridad de un tratamiento (en condiciones controladas, de práctica real o mediante comparación de costos - eficacia) para un segmento de pacientes o para un tipo de problemas (o ambas cosas a la vez) para lo que deben definir un protocolo de intervención (manuales de tratamiento con procedimientos más o menos especificados además del tipo y número de sesiones) y un prototipo de cliente (o de trastornos - problemas definidos la mayor parte de las veces según DSM o CIE). La conclusión es que, a primera vista, la práctica de la Psicología Clínica y las exigencias de las pruebas parecen ir en sentidos opuestos, por lo que no es extraña la parquedad de las pruebas y la controversia que llevan asociadas. Además, los problemas asociados al uso de etiquetas diagnósticas son muchos y variados (Schneider, 1998). En primer lugar, es francamente difícil encontrar prototipos psicopatológicos puros en la clínica real, siendo mucho más frecuente la existencia de clientes que presentan múltiples trastornos, muchas veces interdependientes, que requieren el diseño de intervenciones completamente «ad hoc». En segundo lugar, se encuentran las preferencias de los clientes. En buena medida, es posible que muchos de los problemas que necesiten intervención psicológica no se puedan circunscribir al reducido número de categorías de los sistemas nosológicos. Además, puede haber clientes que prefieran por múltiples razones un estilo terapéutico diferente al que aparece indicado en los manuales, debido, entre otras razones, a que la intervención no se dirige a los síntomas clásicos sino a aspectos más globales de la persona.

La libertad de prescripción de los clínicos es otro de los elementos que entran en juego cuando se habla de las guías de tratamiento. En momentos como éstos, en los que los terceros pagadores (públicos o privados), pueden decidir sobre la cualidad y la cantidad del tratamiento que se introduce en el sistema de salud, la libertad del clínico para ejercitar su mejor juicio a la hora de prescribir, puede considerarse más un derecho del paciente que una prerrogativa de los profesionales. La resistencia a someterse a una guía de tratamientos puede ser visto, por lo tanto, como una limitación no sólo del derecho de prescripción sino también como un recorte del derecho de elección de los pacientes.

Las objeciones a las guías de tratamiento también se ha extendido al ámbito de la investigación. Por parte de algunos se ha podido pensar que la existencia de guías de tratamientos empíricamente validados puede desincentivar la investigación, ya que no tiene sentido desarrollar procedimientos u objeciones que pongan en tela de juicio unas estrategias terapéuticas que han sido definitivamente acreditadas (validadas interna y externamente). Con el fin de sortear la connotación de irrefutabilidad asociada a la palabra «validada», algunos autores han recurrido al término «apoyadas empíricamente», dando a entender que el estado de conocimiento actual no es definitivo y que puede ser desafiado mediante otras pruebas empíricas que refuten o mejoren las hoy existentes (Kendall, 1998). No debe creerse que esta distinción terminológica es baladí, ya que refleja fielmente la necesidad de que el proceso de evaluación sea continuo, con el fin de que las certezas estén siempre sometidas al dictado de las pruebas.

A pesar de los inconvenientes, las guías de tratamiento se han abierto paso. Las dos mayores organizaciones profesionales de la Salud Mental, la Asociación Psiquiátrica Americana y la Asociación Psicológica Americana, han publicado sus respectivas guías y mantienen una actualización constante de las mismas (ver sus páginas web respectivas: http://www.psych.org/clin_res/prac_guide.cfm y http://www.apa.org/divisions/div12/rev_est/index.shtml) Por otra parte, en ámbitos más especializados como el de las drogodependencias, el NIDA (National Institute on Drug Addiction - ver su página web: http://www.nida.nih.gov/PODAT/PODATIndex.html) ha sacado a la luz su propia guía de tratamiento, marcando los estándares en ese ámbito de aplicación. En España, con un estilo un poco más chapucero, también se ha editado una especie de lista negativa (de supresión) de tratamientos psicoterapéuticos ya que se han suprimido de las prestaciones de los servicios sanitarios públicos el psicoanálisis y la hipnosis, aunque esta supresión no ha estado acompañada de estudio de eficacia, efectividad o eficiencia alguno (es de suponer que alguno de estos criterios haya influido, pero no se ha razonado explícitamente en ese sentido, que sepamos).

¿Cuáles son las razones por las que, a pesar de las pegas e inconvenientes, las guías de tratamiento progresan? Algunas ya se han apuntado anteriormente cuando se han enumerado algunas razones a favor de la evaluación de los tratamientos. Pero hay otras no menos importantes.

El mercado de la salud tiene cada vez mayor importancia y las compañías farmacéuticas son cada vez más conscientes de su poder económico y político. Las agresivas campañas de promoción de los productos farmacéuticos, cada vez más dirigidas al gran público, deben encontrar su contrapunto (salvo que se desee la quiebra de los sistemas sanitarios) en la exigencia de controles rigurosos por parte de los organismos estatales de regulación de los fármacos (Federal Drug Administration - FDA, Agencia Europea del Medicamento). Los ensayos clínicos rigurosos se han convertido en la única vía de acceso fiable al sistema sanitario. En el caso de los trastornos psicopatológicos, los fármacos no compiten sólo entre sí por los recursos disponibles, sino también con las estrategias psicológicas, que deben demostrar su eficacia, efectividad y eficiencia en los trastornos donde se aplican (Echeburúa, Corral & Salaberría, 1998; Labrador, Echeburúa & Becoña, 2000a). En este ambiente, la Asociación Psicológica Americana se dio cuenta de la necesidad de establecer guías de tratamiento a semejanza de las que se utilizan en otros ámbitos de la medicina si quería mantener la disponibilidad de la psicoterapia dentro de las prestaciones que reciben los pacientes por las aseguradoras privadas. Además, esa necesidad no viene condicionada sólo por la mencionada competencia por los recursos disponibles, sino también por la necesidad de que el paciente decida con libertad entre los distintos tratamientos disponibles, una libertad que está salvaguardada por la posibilidad de que se impongan fuertes correctivos a los clínicos que apliquen procedimientos terapéuticos no respaldados empíricamente en los trastornos en los que se han realizado estudios.

La tendencia está extraordinariamente definida y parece que, o la Psicología Clínica se adapta al nuevo enfoque, o la tentación de dejar fuera del sistema sanitario a los procedimientos psicoterapéuticos va a ser muy fuerte.

No menos relevante, es el deseo de superación de las divisiones de escuela que han minado la credibilidad de la Psicología Clínica durante muchos años. Este deseo puede verse claramente reflejado en el eclecticismo (Labrador, Echeburúa & Becoña, 2000b) que busca la superación de las divergencias mediante la búsqueda de los factores comunes que subyacen a las diversas psicoterapias, o bien en la decidida aplicación del método científico en la evaluación de resultados, con su cohorte de exigencias anexas, tales como: la necesidad de operativizar el diagnóstico o la evaluación y el tratamiento, el sometimiento de los análisis a un procedimiento cuantitativo, la parcialización del problema huyendo de enfoques holísticos, etc., exigencias todas ellas que, a buen seguro, repugnarán a un buen número de seguidores de las corrientes más humanistas y psicodinámicas de la Psicología. Esta corriente subterránea a las guías de tratamiento rara vez se explicita, y en todo caso parece refutarse por la aparente equidistancia del método de comparación con respecto a las técnicas implicadas. Para ese método sólo importan los resultados. Pero la racionalidad que se impone en los análisis tiene su lógica interna, y buena prueba de ello, es la predominancia absoluta de las técnicas conductuales o cognitivo-conductuales en las guías actualmente existentes.

En todo caso, sea cual sea el futuro de las técnicas psicoterapéuticas, la edad de la inocencia ya ha pasado y nada será igual que antes. Pacientes (o clientes) mejor informados, sistemas públicos o privados celosos de mantener controlado el gasto sanitario y una creciente competencia profesional son factores muy potentes que mantendrán en marcha un proceso de mejora y eficiencia que necesariamente conllevará la evaluación objetiva de lo que se brinda a los pacientes. Es muy probable que para bien de los usuarios y de los profesionales.

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Aceptado el 20 de marzo de 2001

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