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La revista Psicothema fue fundada en Asturias en 1989 y está editada conjuntamente por la Facultad y el Departamento de Psicología de la Universidad de Oviedo y el Colegio Oficial de Psicólogos del Principado de Asturias. Publica cuatro números al año.
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PSICOTHEMA
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Psicothema, 1996. Vol. Vol. 8 (Suplem.1). 229-248




EL PROGRESO DE LA INTELIGENCIA: EVOLUCIÓN BIOLÓGICA Y DESARROLLO CULTURAL

Mariano Yela

Anales de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, 1
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O nos detenemos en el examen y esclarecimiento de las nociones de progreso e inteligencia, tan sumamente complejas, polisémicas y disputadas que, con toda probabilidad, no llegaremos nunca al tema propuesto. O pasamos sin más a encararnos con el tema y corremos, entonces, el riesgo de no saber bien de qué estamos hablando.

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Los términos del problema

El título mismo plantea, para empezar, un dilema. O nos detenemos en el examen y esclarecimiento de las nociones de progreso e inteligencia, tan sumamente complejas, polisémicas y disputadas que, con toda probabilidad, no llegaremos nunca al tema propuesto. O pasamos sin más a encararnos con el tema y corremos, entonces, el riesgo de no saber bien de qué estamos hablando.

No ve más salida que el sólito compromiso. Delimitar razonablemente el sentido de ambos términos y proseguir el trabajo, sin perjuicio de ir aclarando, al hilo de la indagación, la propia terminología.

Por progreso entendemos el incremento cuantitativo y la mejora cualitativa de la inteligencia, empíricamente comprobables por la capacidad de resolver tareas problemáticas más difíciles, la aparición y desarrollo de nuevas funciones, procesos y estructuras que impliquen a las anteriores y las excedan, y el avance objetivo del poder del sujeto, puesto de manifiesto por su mayor adaptabilidad, su mayor autonomía respecto al medio y su mayor dominio de sí mismo y del ambiente.

Usaremos el término inteligencia para designar el nivel, psicobiológicamente comprobable, al que se desarrolla la conducta de los seres vivos, tanto más alto y expresivo de una mayor inteligencia cuanto la conducta se hace menos automática y más flexible; menos inmediata a la estimulación presente y más mediata; menos repetitiva y más innovadora; menos ligada a una situación concreta y más generalizable; menos directamente estructurada en forma de actividades sensomotoras y más dependiente de procesos representativos y cognoscitivos; menos limitada a la resolución de problemas particulares y a la obtención de resultados meramente válidos de hecho y más cercana al razonamiento formal, a la necesidad lógica y a la validez universal, y, en fin, menos enfocada hacia respuestas elementales y soluciones consabidas y más dirigida hacia integraciones y coordinaciones originales y creadoras1.

En estas y otras perspectivas similares cabe distinguir grados y disponer ordenadamente situaciones, tareas y problemas cuya solución los reclame. El análisis de las respuestas que un sujeto da a estas situaciones y de los medios y procesos por los que llega a ellas, permite graduar su nivel de inteligencia. Es, precisamente, lo que hacen los tests2.

La investigación ha puesto de manifiesto que las medidas obtenidas mediante muy diversos tests de este tipo revelan un continuo de covariación; es decir, los sujetos que llegan a un cierto nivel en un tipo de tareas tienden a alcanzar ese mismo nivel en todos los tipos de tareas. Este continuo no es, sin embargo, uniforme, sino heterogéneo. Muestra zonas de intensa covariación y zonas de covariación más tenue. La covariación general indica la presencia de algo común a todas las actividades; la heterogeneidad de covariación señala la presencia de aptitudes diversas. La inteligencia se muestra, así, como una múltiple, en el sentido de que constituye una estructura de múltiples covariantes. Todas tienden a coordinarse en una actividad caracterizada por la abstracción y los procesos relacionantes, comprensivos e inventivos. En esto consistiría fundamentalmente la inteligencia general. Tales procesos se efectúan a través de actividades diversas, que pueden variar en su contenido en distintos sujetos, según su edad, sexo, nivel de desarrollo, experiencia pasada y sociedad y cultura a la que pertenecen, pero que siempre tienden a covariar en el sentido general dicho y a estructurarse en diferentes aptitudes interdependientes y menos generales, como la verbal y la tecnico-espacial, comprobadas, en mayor o menor grado, en todos los grupos humanos, y que, a su vez, se diversifican en una jerarquía de subaptitudes cada vez más numerosas y menos amplias, más directamente dependientes de las circunstancias ambientales y de los hábitos de aprendizaje de los individuos y los grupos.

Estos resultados, que he expuesto con más pormenor en otros trabajos3, permiten hablar, con cierto fundamento, de una inteligencia general, apreciada, por ejemplo, mediante los llamados tests de cociente intelectual (Cl) o con las escalas de niveles de inteligencia. A esta inteligencia general psicométrica es a la que en lo sucesivo voy a referirme. Directamente, en el caso del hombre; indirecta y analógicamente, en el caso del animal. Adviértase que el valor de los datos y argumentos que vamos a exponer dependerá, en buena parte, del valor que pueda tener esta interpretación y medida de la inteligencia.

Por supuesto, no quiero decir que inteligencia psicométrica equivalga a inteligencia. Existen, sin duda, múltiples aspectos cualitativos, apenas apreciados por los tests al uso, que matizan, sin embargo, la inteligencia del científico, del poeta, del artista, del escritor, del actor, del lógico, del intuitivo, del rutinario, del impulsivo, del creador. Hay, desde luego, una inteligencia potencial, dependiente de la estructura nerviosa primaria, estrechamente ligada, en circunstancias ambientales normales, a la dotación genética del individuo. Esta inteligencia potencial nos es desconocida, aunque se han propuesto diversos índices para calibrarla, todos ellos dudosos y controvertidos, como los cocientes de Hebb (A/S) y de Stephan (cm3/Kg.)4. La única inteligencia comprobable es la funcional, la que efectivamente se manifiesta, según las disposiciones genéticas del sujeto y su actualización en las circunstancias ambientales en que nace y se desarrolla. Un aspecto de esta inteligencia funcional es el que expresa la inteligencia psicométrica, la explícitamente medida en la situación en que se aplican los tests. Cabe reconocer, finalmente, una inteligencia ecológica; a saber, la que cotidianamente funciona, integrada en la personalidad del hombre, según las condiciones concretas de cada situación vital.

Un sujeto humano puede tener, por ejemplo, una elevada inteligencia potencial, que se desaproveche o degrade, sin embargo, por insuficiencias aferentes. Puede tener un alto nivel de inteligencia funcional y obtener, a pesar de ello, bajas puntuaciones en un test psicométrico, si se ha desarrollado y actúa según normas culturales y personales muy distintas de las que caracterizan al grupo en el que el test ha sido construido y tipificado. Puede, en fin, tener una excelente inteligencia psicométrica y ser ineficaz, defectuosa o incoherente su inteligencia ecológica, si su elevado nivel mental actúa a través de una personalidad desequilibrada y psicopática o en circunstancias de tensión extrema.

Con todas estas salvedades y limitaciones, los tests de inteligencia, correctamente construidos, validados y tipificados, permiten medir con considerable rigor y eficacia teórica y práctica el nivel de inteligencia general de los sujetos y expresarlo, por ejemplo, según dijimos, mediante puntuaciones globales, como el CI.

Tales son los términos del problema. Inteligencia: la psicométrica, la empíricamente comprobada. Progreso: el incremento cuantitativo o la mejora cualitativa de esa inteligencia. No es, por supuesto, el único enfoque posible del problema. No es, desde luego, el más abarcador. No es, tan siquiera, un enfoque libre de equívocos y objeciones. Es, creo, el mejor -o el menos malo- que hoy cabe adoptar en una indagación positiva del tema.

Así considerado, el progreso de la inteligencia puede examinarse según tres perspectivas principales: la filogenética, la ontogenética y la específica. Las abordaremos sucesivamente.

El progreso filogenético de la inteligencia

Parece claro y está unánimemente admitido por los psicólogos y biólogos, al menos en sus líneas generales, que existe un progreso de la conducta inteligente desde la ameba al hombre. No vamos, pues, a detenernos en su examen. Haremos tan sólo las observaciones sumarias más significativas e imprescindibles.

El Universo no es un estado, sino un proceso. En este proceso se distingue, al menos desde la perspectiva de nuestro planeta, una triple evolución cósmica, biológica y cultural. Ha habido una marcha progresiva de la masa-energía hacia configuraciones de creciente complejidad, desde los átomos más simples a las macromoléculas. Algunas de éstas se han organizado ulteriormente en sistemas parcialmente negentrópicos y disipativos capaces de autorreproducción. La sucesión reproductora se verifica mediante un código genético que se ha mantenido idéntico en todos los seres vivos desde las algas, las bacterias y los protozoos al hombre, a lo largo de más de cuatro mil millones de años de evolución biológica. Por mutación y recombinación de los componentes se modifica el mensaje que en cada caso transmite este código genético y diversos mecanismos selectivos van acreciendo el caudal informativo que contiene la dotación genética y originando una multiplicidad de formas de vida. En este proceso, y a través de numerosas excepciones y fallos, se hace patente una progresiva diferenciación y una ulterior coordinación e integración de estructuras y funciones, sobre todo de especialización y coordinación neurales y de creciente encefalización y corticalización, que permiten la aparición y desarrollo de procesos de objetivación, subjetivación, concienciación y personalización. Se prepara, así, y aumenta y se perfecciona, después, la actividad inteligente que exhibe la conducta, desde el mero intercambio bioquímico entre el ser vivo elemental y su entorno inmediato, a la captación, registro y procesamiento de información respecto de un medio cada vez más amplio, distanciado y objetivo y a la acción biológicamente significativa referida a objetos y situaciones y gobernada por patrones de actividad cada vez más flexibles, mediatos, generalizables e innovadores: taxias y tropismos, acciones reflejas, comportamientos instintivos, aprendizajes condicionados, estrategias sensomotoras de solución de problemas, elaboración cognoscitiva, conciencia reflexiva, pensamiento abstracto, razonamiento formal, lenguaje e iniciación y desarrollo de la evolución cultural y la conducta personalizada.

A través de la evolución filogenética, y cualquiera que sea la explicación que de ella se dé, se patentiza un progreso de la inteligencia, en continuidad de originación, irreductibilidad de estructuras emergentes y mejora de funciones, que dotan al sujeto vivo de creciente poder, autonomía y dominio5.

El progreso ontogenético de la inteligencia

Del nacimiento a la muerte, se comprueba asimismo en cada hombre un patente progreso en su nivel mental. Cualesquiera que sean las fases de este proceso y la explicación que se ofrezca del mismo, cuestiones en que los psicólogos discrepan, el hecho del progreso ontogenético de la inteligencia humana es conocido por todos y no exige especial consideración.

En cada individuo, por maduración, experiencia, aprendizaje y elaboración constructiva, sin que su genotipo se altere, se incrementa con la edad el nivel de su inteligencia y se originan sucesivamente estructuras inteligentes cualitativamente diversas y cada vez más comprensivas, lógicas e inventivas. Los estudios transversales, que examinaban el nivel mental de grupos de sujetos de edades distintas, parecían indicar que este desarrollo era muy rápido en los primeros años, considerable y negativamente acelerado hasta la adolescencia y juventud, aproximadamente estable en la edad adulta y regresivo a partir de los cincuenta y sesenta años. Esta descripción no es, sin embargo, totalmente correcta. Se confundía el desarrollo de la inteligencia a lo largo de la vida de los individuos con las diferencias en ese desarrollo entre generaciones distintas. Los recientes estudios longitudinales y secuenciales ponen de manifiesto que, excepto en ciertos aspectos, como determinadas modalidades de la memoria, la rapidez mental y la facilidad para cambiar de estrategias en el curso de la acción, la inteligencia general sigue manteniéndose y en muchos casos creciendo hasta edades muy avanzadas, probablemente hasta que se inician los procesos patológicos de la degeneración senil.

En resumen, está también comprobado el progreso ontogenético de la inteligencia en el hombre, que, como el progreso filogenético, acontece en continuidad de originación, irreductibilidad de estructuras emergentes y mejora de funciones6.

El progreso específico de la inteligencia

¿Mejora la inteligencia de la especie humana? La cuestión es sumamente compleja y controvertida. La abordaremos poco a poco y con cautela, aunque, por el espacio de que disponemos, de forma resumida y ateniéndonos a lo que nos parece fundamental y decisivo. Examinaré, primero, el progreso de la inteligencia desde los inicios de la hominización hasta la aparición y desarrollo del género Homo. Estudiaré después el progreso de la inteligencia en Homo sapiens.

El progreso de la inteligencia desde los Homínidos al hombre

Tal progreso es unánimemente admitido por todos los paleoantropólogos, como puede comprobarse, por ejemplo, en tres publicaciones recientes: los libros de Valls, Introducción a la Antropología (1980), y de Kochetkova, Paleoneurology (1978), y el artículo de Tobias, L'évolution du cerveau humain (1980).

De los Primates antropoides hominoideos van a escindirse, por un lado, los Póngidos -gibones, orangutanes, gorilas y chimpancés-, y, por otro, los Homínidos. En todos ellos se reconoce una tendencia evolutiva común en la dirección de una mayor adaptabilidad, más que de una mayor adaptación a un ambiente determinado. Componentes destacados de esta adaptabilidad general son el gregarismo y la cooperación, el alargamiento de los períodos de gestación y dependencia, la expansión geográfica, la diversificación individual, la capacidad de manipular el ambiente y el uso creciente de instrumentos y de conductas semióticas sistemáticas.

Hace aproximadamente 15 crones (15 millones de años) vive el Ramapithecus, que pasa por el antecesor conocido más probable de la línea evolutiva de los homínidos y que representa una forma transitoria entre el modo de vida arborícola y el propio de una especie terrestre y corredora.

Hay un vacío de conocimientos entre el Ramapithecus y el Australopithecus, el primer homínido reconocido hoy unánimemente como el origen del género Homo. Desde la aparición del Australopithecus, hace aproximadamente cinco crones, hasta el Homo sapiens, hay una evolución morfológica e instrumental que indica un progreso hacia el paidomorfismo y la creciente dependencia maternofilial e interindividual, el desarrollo de morfologías abiertas, no estrictamente especializadas para su adaptación a unas circunstancias concretas, la ubicuidad y conquista de todas las zonas del planeta, el bipedalismo y la locomoción erguida y ortógrada, que facilita una progresiva posibilidad de manipulación, la instrumentalidad y uso y fabricación de utensilios, la creciente capacidad craneal y la correspondiente hiperencefalización, corticalización y aparición de nuevas estructuras corticales que permiten el desarrollo de nuevas funciones, como la inteligencia reflexiva, el lenguaje y la invención de un nuevo nicho ecológico, antes inédito: el cultural.

Limitándonos a lo más esencial para nuestro tema, el progreso de la inteligencia parece que ha acontecido según las siguientes fases.

El Australopithecus africanus, que vive aproximadamente entre -5 y -1 crones, inicia un bipedalismo habitual, ausente en los primates no homínidos, como muestra la estructura de sus miembros inferiores y el limen coronale o separación entre la parte inferior de los moldes endocraneales de su cerebro, profusamente estriada, y la parte superior, casi totalmente lisa; fenómeno explicable por la presión cerebral sobre el endocráneo producida por una locomoción habitualmente ortógrada. Su bipedalismo es, sin embargo, incipiente e inseguro; no le permite ni fuerza ni velocidad en la carrera, pero puede contribuir a su supervivencia y evolución porque libera las manos y permite la manipulación del ambiente y la progresiva utilización de instrumentos. Su dentición es homínida y no póngida. Su estatura y su cerebro son aproximadamente del mismo tamaño que en el chimpancé. Representa la etapa de la evolución de los homínidos que Tobias denomina microencefálica. Su cerebro, pequeño, empieza, empero, a reorganizarse de forma distinta que el de los póngidos, según indican los moldes endocraneanos. Ha dejado, además, ciertas reliquias culturales, aunque no inequívocas ni uniformemente interpretadas. Me refiero a los restos de huesos, dientes y cuernos y a las colecciones de piedras menudas que, según Dart, indican la existencia de unas industrias incipientes -la osteodontoquerática y la pebble culture -. No está, sin embargo, claro que el Australopithecus fabricara estos utensilios, que pueden haberse obtenido por fraccionamiento natural o por la actividad de ciertos animales entonces existentes, como leopardos y hienas.

De una línea de Australopithecus deriva otra más reciente denominada por algunos antropólogos Homo habilis, que vive entre -2,3 y -l,6 crones. El tamaño medio de su cerebro experimenta un notable avance; es de 650 cm3, un 44 por 100 mayor que el del Australopithecus. Su bipedalismo es más firme y las muestras de su cultura más claras. Sería, según Tobias, la fase mesoencefálica de la hominización. Muchos estiman que pertenece todavía a los australopitecinos, "mais les données le plus récentes poussent un nombre croissant de scientifiques à accepter l'idée que habilis est un membre du genre Homo" (Tobias, 1980, pág. 286). Por ejemplo, el hecho de que tallara la piedra, construyera, al menos desde hace 1,8 crones, abrigos rodeados de muros y empleara colorantes, como el ocre-rojo, son señales de una incipiente actividad industrial, arquitectónica y artística que, ligadas a su desarrollo cerebral, sugieren un nuevo avance en el progreso de la inteligencia.

El paso siguiente viene representado por el Homo erectus, unánimemente admitido como homínido cultural. Vive entre -1,5 crones y -500.000 o -300.000 años. Su desarrollo cerebral, que, por lo demás, progresa a lo largo de su etapa, llega a un tamaño medio de 1.040 cm3 dentro ya de la variabilidad del hombre actual, igual incluso que el tamaño del cerebro de hombres ilustres como Anatole France o Walt Whitman y no muy lejos de los 1.300 cm3 del cerebro de Einstein. Es el 230 por 100 del cerebro del Australopithecus y un 60 por 100 mayor que el del Homo habilis. Corresponde a la llamada fase macroencefálica de la hominización. Numerosos datos morfológicos, como el bipedalismo completo y el probable inicio de la depilación corporal, así como el estudio de sus restos y vestigios, indican su gran destreza como cazador, su extensión por casi toda la Tierra, el uso del ocre-rojo, la práctica de enterramientos y de numerosos rituales religiosos y sociales, la diversidad de sus útiles tallados con refinamiento (industria acheulense), el uso del fuego, su utilización periódica de campamentos, etc. Todo ello muestra un avance considerable en el nivel de la inteligencia. Incluso algunos antropólogos, como Valls (pág. 176), afirman que en el período del Homo erectus, desde mediados del Pleistoceno, empezaron a diferenciarse las actuales razas y que la evolución humana estará en adelante representada por una sola especie que se desarrolla y ofrece una amplia variación intraespecífica, aunque, por comodidad, la denominemos en las primeras etapas Homo erectus y en las forales Homo sapiens sapiens, con variedades intermedias como el Homo sapiens nearderthalensis y el Homo sapiens fossilis.

En todo caso, desde el primer período glacial de Würm, hace unos 80.000 años, todas las poblaciones humanas son Homo sapiens. Sin poder detenernos en su consideración pormenorizada, podemos afirmar que la evolución continúa y se acentúa según las líneas anteriores. El tamaño del cerebro, que inaugura la fase actual, y que modestamente llamamos gigantoencefálica, da un último paso hasta situarse en el hoy corriente, con una media de 1.300 cm3 y una reorganización que, según el estudio de los moldes endocraneanos, va sucesivamente aproximándose a la del hombre moderno, del que el Homo sapiens fossilis, por ejemplo en su variedad de Cro-Magnon, sólo parece diferenciarse por su desarrollo cultural, que, por otra parte, en algunos casos, como en las cuevas de Altamira, alcanza niveles perfectamente comparables con el arte del período histórico.

La clara aparición del lenguaje, el pensamiento reflexivo y la transmisión cultural señala el progreso de la inteligencia desde niveles homínidos a niveles estricta e inequívocamente humanos.

En adelante, desde las revoluciones mesolíticas y neolíticas, el paso de la vida nómada del cazador-recolector a la sedentaria del agricultos y domesticador, la fundación de pueblos y ciudades y la invención de la escritura, el progreso de la inteligencia, sin perjuicio de que tal vez continúe siendo en parte evolución biológica, será fundamentalmente desarrollo cultural.

Una última cuestión queda en pie. La inteligencia de la especie humana, ¿continúa, durante la etapa histórica, evolucionando y creciendo?

El progreso de la inteligencia en el Homo sapiens sapiens

Es el punto más oscuro y polémico. Creo, adelantando lo que trataré de justificar seguidamente, que la inteligencia de la especie humana no ha progresado por evolución biológica o, al menos, no hay garantía suficiente de que lo haya hecho. Creo, sin embargo, que ha progresado el nivel medio de la inteligencia fenotípica de la Humanidad, sin que esté claro que hoy se rebasen los casos extremos de inteligencia superior de otras épocas, aunque, probablemente, por estímulo y oportunidad culturales, sean hoy más frecuentes, como, verosímilmente, lo son también los casos extremos inferiores, debido al aumento de la probabilidad de sobrevivir y reproducirse de los individuos deficientes que antes no sobrevivían.

Vamos a examinar la cuestión considerando brevemente dos problemas. Uno atañe a las variaciones patológicas de la inteligencia. El otro se refiere a las variaciones y desarrollo de la inteligencia general no afectada por desarreglos patológicos.

El progreso de la inteligencia y sus alteraciones patológicas

Se conocen más de 1.500 síndromes patológicos hereditarios, unos 140 de los cuales incluyen graves defectos de la inteligencia7. La mayoría se deben a genes recesivos y algunos a genes dominantes y a perturbaciones cromosómicas. Los he considerado en otros trabajos8. Lo que aquí importa es señalar que la mayor parte de los individuos afectados tenían en el pasado escasas probabilidades de sobrevivir y reproducirse, por lo que su influjo en el nivel medio de la inteligencia habrá sido inapreciable. Hoy, los avances sanitarios y médicos han aumentado esas probabilidades, lo que incrementa las frecuencias alélicas nocivas en el caudal genético de la población y tiende a rebajar el nivel medio de su inteligencia, si bien, seguramente, en cuantía muy escasa, dada la relativa rareza de estos casos, el número abundante de ellos que no tiene descendencia y las compensaciones que supone el mejor cuidado biológico y cultural de los mismos.

La situación, por lo demás, no es irremediable. El hombre no sólo evoluciona. Es el único ser vivo que sabe que evoluciona. En la medida en que lo sabe, puede indagar los mecanismos de su evolución e intervenir en ellos, abandonándose al juego de las fuerzas biológicas y sociales o tratando de dirigirlas.

Una intervención, en principio, posible es la modificación artificial del genotipo anómalo, mediante la ingeniería genética: introducción de genes sintéticos o de sustancias con nueva información genética, transplantación de núcleos, mutación controlada, etc. Estos métodos son, hoy por hoy, impracticables en el hombre. Es probable que no lo sean en el futuro. En la mayoría de los casos se trataría de sustituir un solo gen, cosa de consecución previsible. No está claro, sin embargo, que la modificación del genotipo no se limitase, con algunas de estas técnicas, a las células somáticas, dejando inafectadas las germinales y, por consiguiente, las frecuencias alélicas transmisibles de la población.

Existen otros medios más accesibles en la actualidad, como los que proporcionan la eugenesia negativa y la eugenesia, aufenesia y autenesia positivas.

La eugenesia negativa consiste en impedir que se propague el genotipo nocivo: prohibición legal del matrimonio entre afectados o de procreación entre ellos, impedimento efectivo de la procreación por exterminación, aislamiento, esterilización, uso de anticonceptivos, abstinencia sexual o aborto obligatorio en caso de descendencia anómala. Todas estas medidas son posibles, y han sido aplicadas, pero plantean problemas antropológicos y éticos sumamente delicados, en los que ahora no podemos entrar. Baste decir que, a mi entender, es éticamente rechazable toda medida que rebaje al hombre a la calidad de cosa o medio manipulable.

Pero, aparte de los problemas éticos, existen serias limitaciones biológicas en la aplicación de estas medidas. En el caso de un gen dominante, todos los portadores están fenotípicamente afectados y son, por consiguiente, fácilmente identificables. Con evitar que todos ellos tuvieran descendencia, la Humanidad se libraría del alelo nocivo en una sola generación. La cosa, sin embargo, no es tan sencilla. Primero, porque hay casos de manifestación tardía, no tan claramente identificables antes de que procreen; segundo, porque los mismos u otros alelos, igualmente perjudiciales, pueden surgir por mutación, y, finalmente, porque la frecuencia de estos alelos es tan escasa que su influjo, desde luego decisivo en el caso dañado, es apenas perceptible en la inteligencia media de la población. Dentro del respeto que merecen la dignidad humana, el misterio de la intimidad personal y el destino de cada hombre, está claro, sin embargo, que cada individuo afectado puede ver dramáticamente mermadas sus posibilidades de desarrollo personal y contribuir a la transmisión de alelos nocivos que aumenten el dolor, la incapacidad y otros aspectos negativos en la vida de los hombres. El diagnóstico precoz, el consejo eugenético y la decisión, en la medida de lo posible responsable y voluntaria, de no tener descendencia por abstención sexual o uso de anticonceptivos, podría eliminar la tragedia que suponen estos casos o disminuir notablemente su frecuencia.

Más limitaciones tienen estas técnicas en el caso de los alelos recesivos perjudiciales que, como hemos dicho, son mucho más numerosos. Los portadores heterocigóticos, aunque son fenotípicamente sanos, los transmiten a su descendencia. Si se evitara la procreación de todos los homocigóticos, que son los únicos fenotípicamente dañados, harían falta miles de años para rebajar mínimamente la frecuencia alélica nociva. Más eficaz parece proseguir la investigación hasta lograr el diagnóstico sistemático y preciso de la heterocigosis y aplicar a todos los casos el mismo consejo y las medidas eugenéticas antedichas de impedimento responsable de la procreación.

Lo que resulta claro es la necesidad de fomentar la información y el consejo genético y fundamentar en conocimientos rigurosos una paternidad responsable. Esto se hace particularmente obvio en algunas anomalías cromosómicas. Una de ellas, la llamada trisomía 21 (o 22), produce la oligofrenia mongólica, que figura entre las deficiencias mentales más frecuentes. Se sabe que la probabilidad de tener descendencia afectada aumenta considerablemente con la edad de la madre. Convendría hacer exámenes sistemáticos de la población para detectar los casos especiales y, en todo caso, limitar la procreación en edades tardías, por encima de los cuarenta años. Lo cual, como suele acontecer en estas intrincadas cuestiones, no deja de presentar inconvenientes, pues la procreación en edades muy tempranas puede aumentar la frecuencia de otros alelos nocivos que sólo se manifiestan tardíamente, como, al parecer, ya está empezando a ocurrir (McClearn y De Fries, 1973, pág. 306).

Todos estos problemas se complican más aún si los consideramos en una perspectiva humana integral, a la que aquí apenas podemos aludir. No hay duda de que cada caso de mongolismo, por ejemplo, constituye una tragedia familiar y una vida personal menguada. Debiera, en principio, evitarse. Pero hay que reconocer, al mismo tiempo, el valor humano que puede tener el dolor y el sacrificio, y la frecuente comprobación de casos en que un hijo mongólico se convierte en fuente de solicitud, amor y cohesión en la familia.

Uno de los procedimientos más recientes y eficaces de la eugenesia negativa es el diagnóstico precoz intrauterino por amniocentesis de las anomalías genéticas, que permite el aborto eugenético, hasta la consecución de una descendencia normal. El procedimiento no deja de tener sus riesgos y complicaciones médicas y psicosociales y, en todo caso, subsiste el problema de justificar, cualesquiera que sean los fines, el homicidio deliberado de un ser vivo que, desde la concepción, inicia una epigénesis humana. Más claras, biología y éticamente, son todas las medidas, ya consignadas, de diagnóstico sistemático de los padres potenciales y de su formación adecuada para decidir una procreación responsable que, desde luego, es, en la mayoría de los casos, incierta y arriesgada.

Asimismo, van siendo cada vez más abundantes y eficaces los métodos eufenéticos que mejoran por medios biológicos el fenotipo. Así, el diagnóstico precoz, incluso antes del parto, de numerosas anomalías genéticas, puede impedir totalmente o paliar de forma considerable sus efectos dañinos. Tal acontece en numerosos trastornos del metabolismo producidos por alelos anómalos, que alteran el tejido nervioso y originan deficiencias mentales profundas. Así sucede, por ejemplo, en los casos de fenilcetonuria y galactosemia, que, diagnosticados en el nacimiento o antes, pueden ser evitados o aminorados mediante dietas oportunas con la cuantía adecuada de fenilalanina o la carencia de galactosa. A pesar de que persiste el genotipo perjudicial, el niño se desarrollo normalmente o con un menor deterioro.

Menos rigurosamente conocidos, pero de indudable efecto positivo en la mejora de la inteligencia fenotípica son los cuidados eutenéticos, consistentes en la modificación perfectiva del ambiente cultural: alimentación rica, atención sanitaria y médica, estimulación precoz, protección afectiva inicial, y, en fin, aplicación de programas especiales de aprendizaje y socialización del deficiente.

Todos estos métodos, salvo la evitación absoluta de descendencia en el caso de los genes dominantes dañinos, el aborto eugenético regulado por amniocentesis y las, por el momento, utópicas intervenciones de la ingeniería genética, dejan intacto el fondo genético de la especie. Sólo pueden, de una parte, mejorar el fenotipo de los individuos afectados, asunto, por lo demás, decisivo para ellos, y, de otra parte, aumentar, desgraciadamente, las frecuencias de los alelos perjudiciales, al conseguir la supervivencia del deficiente y tal vez sus oportunidades de procreación. En cualquier caso, el influjo que todo ello pueda tener en el caudal genético y en la inteligencia fenotípica media de la población ha sido hasta ahora y, mientras no cambien muy radicalmente las circunstancias, será en el futuro, más bien escaso9.

Más importante puede ser el efecto de mutaciones artificiales o espontáneas. Cada vez se conoce mejor el influjo mutacional, generalmente letal o nocivo, de ciertas radiaciones y agentes químicos. Es preciso precaverse y defenderse de él. Entre las mil causas de contaminación y desequilibrio ecológico, el peligro mayor que hoy amenaza al hombre es la radiación por explosión atómica y la alteración de las capas protectoras de la estratosfera que pudieran dejar de proteger al hombre y a la vida contra las múltiples radiaciones nocivas extraterrestres. Estos peligros son reales y, si no se superan, pueden provocar la extinción de la especie humana o un grave deterioro del caudal genético de la Humanidad y una involución de su inteligencia.

Existen, además, mutaciones espontáneas, en general de tipo cuántico, aunque tal vez, al menos en sus efectos, no estrictamenté aleatorias, puesto que no está nada claro que los genes reguladores y otros controles bioquímicos permitan que acontezca o prospere cualquier tipo de mutación en cualquier locus cromosómico. Sus efectos acumulados son tan lentos, además de ser por lo común letales, y su frecuencia tan pequeña, que su influjo evolutivo en la inteligencia suele considerarse desdeñable, sobre todo si se compara con la cuantía y rapidez del influjo cultural.

Sin embargo, Dobzhansky, uno de los genetistas más autorizados de nuestros días, ha subrayado en repetidas ocasiones que la evolución biológica del hombre sigue en marcha y que las mutaciones juegan su papel en el proceso10. La frecuencia de mutación es, desde luego, muy baja, alrededor de 10-9 por gen y generación, pero existen en el hombre varias decenas de miles de loci, por lo que un porcentaje apreciable de recién nacidos -tal vez entre el 20 y el 80 por 100- experimentan al menos una mutación en cada generación.

Hay que agregar, sin embargo, como Dobzhansky reconoce, que, aunque alguna de estas mutaciones puede ser favorable, muchas son perjudiciales y la mayoría letales; que sólo un reducidísimo número de ellas pueden afectar a un alelo relacionado con la inteligencia, y que no está claro que este tipo de mutaciones influyan positivamente en la fertilidad de los mutantes. Todo ello hace que, al fin de cuentas, cualquier efecto de este tipo necesitaría cientos de miles de años para hacerse apreciable en la inteligencia media de la Humanidad y ello en el caso no seguro de que hubiera una selección directiva al respecto.

En conclusión, no parece probado que, en el curso de la historia, las mutaciones y las anomalías patológicas hayan alterado de forma sistemáticamente notable el caudal genético de la Humanidad ligado a la inteligencia. El desarrollo cultural puede, en adelante, si se superan ciertos riesgos catastróficos, y en la medida en que se vayan conociendo los mecanismos genéticos y su interacción con los ambientales, disminuir las frecuencias alélicas nocivas. Sobre todo, mientras la ingeniería genética humana no sea una realidad técnicamente dominada y éticamente aceptable, el desarrollo cultural se muestra como la vía más accesible y clara para mejorar el nivel fenotípico de la inteligencia en los casos genéticamente patológicos.

El progreso de la inteligencia general en la especie humana

Fuera de los casos patológicos, ¿qué ha pasado con la inteligencia en el período histórico de la especie humana? ¿Qué tienen que ver con la inteligencia la evolución biológica y el desarrollo cultural, durante este período?

Sobre este punto la bibliografía es inundatoria, pero complicada, insegura y escasamente coherente. Se sabe poco y se discute mucho. Trataré de resumir lo esencial.

En principio, los dos -la evolución biológica y el desarrollo cultural-, pueden tener mucho que ver con la inteligencia, pues su nivel depende en cada individuo, por igual, de factores genéticos y de factores ambientales. Todo efecto genético es como es porque acontece en un cierto ambiente; todo efecto ambiental es como es porque incide sobre una determinada programación genética. La inteligencia de cada individuo depende en un ciento por ciento de la herencia que ha recibido y en un ciento por ciento de lo que ha hecho con esa herencia en el ambiente en que ha nacido y se ha desarrollado. Porque en ningún momento hay herencia que actúe sin ambiente, ni ambiente que actúe sin herencia, sino, en cada instante, interacción entre ambos.

Sin embargo, es un hecho que los individuos difieren en inteligencia. ¿A qué se deben estas diferencias? En parte, tal vez, a su variación genética. En parte, quizás, a su variación ambiental. ¿En qué partes?, ¿por qué mecanismos y procesos?

Por de pronto, hay, desde luego, un proceso hereditario. La tesis hoy dominante sobre dicho proceso es la poligénica. No es segura, ni completa, ni indiscutible, pero, como he mostrado en otros trabajos, sí la más plausible y coherente con los datos11. Según esta tesis, la inteligencia está ligada a la acción de numerosos genes de efectos aproximadamente iguales, independientes y aditivos, cada uno de los cuales puede estar o no presente con probabilidad semejante, si los cruces son aleatorios. Todo ello produciría en la población una distribución aproximadamente binomial y, con unas decenas de genes -se estima que hay unos cien genes ligados a la inteligencia12- , una distribución aproximadamente normal o gaussiana. Es lo que de hecho se comprueba. La tesis parece, pues, confirmada. No del todo, pues se mezclan en los argumentos muchos aspectos discutibles y algunos decididamente incorrectos, como, por ejemplo, que la acción sea sólo aditiva o que los cruces sean aleatorios. En todo caso, aunque cierta teoría poligénica sea la que responda mejor a los datos conocidos, hay enseguida que agregar que los genes no producen ni la inteligencia ni ningún carácter fenotípico. Contienen tan sólo una programación que se efectúa en un ambiente y en función de su interacción con él. Es esa interacción lo que origina los caracteres fenotípicos.

Pues bien, ¿en qué proporción influyen las diferencias genéticas y las diferencias ambientales en la variación de la inteligencia fenotípica, efecto final de esa interacción?

El cociente de heredabilidad expresa, justamente, el tanto por ciento de la varianza de la inteligencia fenotípica que se debe a la varianza genotípica. Se han hecho miles de estimaciones de este cociente. Por razones que he explicado en otras publicaciones, mi conclusión es que, por el momento, lo más que puede decirse es que, en las circunstancias de los últimos cincuenta o sesenta años, la heredabilidad de la inteligencia es aproximadamente de 0,50, quizás algo más. Se entiende, en las sociedades predominantemente blancas, industriales y escolarizadas, las únicas sobre las que hay datos empíricos relativamente suficientes13.

Lo que significa que el 50 por 100, o tal vez algo más, de la variabilidad de la inteligencia que, mediante los tests, se ha apreciado en estas sociedades se debe a las diferencias en la dotación genética que los sujetos han recibido de sus padres. El otro 50 por 100, tal vez algo menos, se debe a las diferencias entre sus oportunidades ambientales y el aprovechamiento que se ha hecho de ellas.

Esto quiere decir que hay un margen considerable para modificar el nivel de la inteligencia mediante un mejor aprovechamiento del ambiente. Incluso sin que se altere ni la heredabilidad ni la distribución genética, todos pueden acrecer su inteligencia si todos viven en un ambiente más favorable y logran beneficiarse más plenamente de él. No sería una evolución genética, sino un desarrollo cultural de la inteligencia fenotípica.

Pues, bien, esto es lo que parece que se ha logrado en varios casos concretos en los que se ha conseguido aumentar considerablemente el nivel de la inteligencia mediante determinadas modificaciones del ambiente familiar y cultural 14. Esto es asimismo lo que, al parecer, está de hecho sucediendo en buena parte de nuestras sociedades. La inteligencia media de las generaciones sucesivas va aumentando.

Y ello en contra de lo que, muy razonablemente, se había pronosticado por algunos psicogenistas, desde finales del siglo pasado, a partir de los argumentos de Galton15. El razonamiento era como sigue. Está comprobado que la inteligencia depende, al menos en parte, de la herencia. Está comprobado que hay diferencias en la inteligencia media de los grupos socio-económicos. Como los grupos más bajos tienen una inteligencia media inferior y al mismo tiempo más descendencia que los más altos, la inteligencia media de la sociedad tiene que ir descendiendo. En realidad, se ha comprobado lo contrario. La inteligencia media va subiendo. ¿Por qué? En primer lugar, porque la hipótesis de fertilidad diferencial no parece correcta. No es verdad que los más bajos tengan más descendencia. Suelen tenerla cuando efectivamente procrean. Pero hay entre ellos más estériles y célibes. En conjunto, no hay diferencias en fertilidad. El nivel medio de la inteligencia tendría que ser estable. Pero tampoco lo es; de hecho, crece. Al igual que ha ocurrido con otros caracteres, como la estatura o la esperanza de vida, parece que el desarrollo cultural es, al menos en buena parte, el responsable. Hay un crecimiento más o menos general de la inteligencia fenótipica debido a mejores condiciones sanitarias, médicas, alimenticias, docentes y culturales y a una mayor extensión de las mismas a zonas cada vez más amplias de la población. No es que suba necesariamente el nivel de inteligencia de los más inteligentes, como no parece que los más longevos hoy lo sean más que en otras épocas, sino que sube el nivel medio de la inteligencia, como ha subido la longevidad media16.

Incluso, pues, sin cambio en los factores genéticos, puede haber y parece que ha habido un progreso de la inteligencia fenotípica. Al menos, en ciertas sociedades del mundo actual. ¿Y en la especie humana, a través de la historia?

Es más difícil decirlo. Creo que la síntesis aproximada y general que hoy cabe hacer es sucintamente la que sigue.

La especie humana es, por lo pronto, eso: una especie. Es, en principio, una población mendeliana: todos sus genes proceden de un fondo genético común, que hace posible el cruzamiento fértil entre cualquier pareja. No hay, sin embargo, panmixia: no es igual la probabilidad de cruzamiento entre dos miembros cualesquiera de distinto sexo. Hay subpoblaciones reproductoras, dentro de las cuales es más posible el cruce; éste se hace menos frecuente entre las próximas y cada vez más raro entre las más alejadas, hasta prácticamente cesar en las más remotas entre sí, como, por ejemplo, los esquimales y los hotentotes. Estas subpoblaciones están separadas por muy diversos factores geográficos, morfológicos, cromáticos, estéticos, religiosos, económicos, políticos, lingüísticos, educativos, etc., aunque no de forma completa, ni permanente, ni simple.

Salvo los casos de parto monocigótico múltiple, la Humanidad se compone de individuos genéticamente únicos y de subpoblaciones parcialmente diferentes en su genotipo. No hay en ellas clones (líneas de idéntico genotipo por reproducción asexual), aunque el avance científico pueda un día hacerlos posibles; no hay líneas genéticas puras, por autofecundación; no hay tampoco razas puras, cada una con su genotipo único y propio. Los pueblos, las razas, los estratos sociales, se distinguen entre sí de forma gradual, formando clinas o gradientes de mayor a menor parentesco, con diferencias en sus frecuencias alélicas más cuantitativas que cualitativas. Es decir, no es que unos grupos posean ciertos alelos al 100 por 100 y otros carezcan por entero de ellos, sino que, en general, todos tienen todos aunque cada grupo con distinta frecuencia. Las diferencias serían probablemente más notables entre los grupos cazadores y recolectores, casi totalmente aislados, del Homo erectus, en los que la endogamia, tal vez alguna mutación selectiva y la deriva genética independiente de todo valor adaptativo, podían operar. En el período histórico se habrán mantenido y, en general atenuado, estas diferencias, por el flujo genético nivelador que han provocado las innumerables relaciones entre los grupos. No hay, por otra parte, datos ni pruebas que permitan hoy decidir si la diversa distribución de las frecuencias alélicas que haya acontecido está o no ligada a la inteligencia, aunque desde luego puede estarlo.

Lo que sí se comprueba es que, en los tests elaborados en nuestra sociedad occidental, blanca e industrializada, y predominantemente en las clases media y alta, muestras de otras sociedades, razas y estratos tienen, en general, aunque no en todos los casos, medias inferiores en inteligencia fenotípica. No sabemos por qué. Tal vez, en parte, debido a que los tests no son del todo adecuados17. Tal vez, en parte, por diversidad en las frecuencias alélicas ligadas a la inteligencia18. Tal vez, en parte, por las diferencias ambientales, físicas, sanitarias, psicosociales, culturales, etc.19.

La conclusión más plausible es que, durante el período histórico, el fondo genético de la Humanidad no ha experimentado cambios apreciables, ni siquiera en las frecuencias alélicas ligadas a la inteligencia general. Ha habido, eso sí, redistribución de esas frecuencias y flujo genético entre las subpoblaciones. Este flujo genético habrá tenido, en general, un efecto nivelador. Puede tener, en adelante, un efecto diferencial, en la medida en que se intensifique la movilidad social y el paso de un grupo a otro, aumente el cruce por isofenogamia -de modo que los más parecidos en nivel intelectual tengan más probabilidad de cruzarse-, y el acceso a los papeles y puestos de la sociedad dependa más de la inteligencia y el mérito que de otros criterios. Este tipo de flujo genético puede hacer cada vez más homogéneo en inteligencia a cada grupo y más diferentes unos grupos de otros. Aunque el fondo genético común y el carácter complejo de la dinámica genética, cultural y social, hacen sumamente probable un amplio solapamiento en las distribuciones de la inteligencia de los grupos20.

En todo caso, parece que ha habido, por desarrollo cultural, un aprovechamiento, distinto en distintas subpoblaciones, de las potencialidades genéticas, y un crecimiento fenotípico de la inteligencia media de la Humanidad.

Una inteligencia que, por lo demás, no parece constituir un carácter adaptativo darwiniano que favorezca la selección natural por mayor fertilidad de los más dotados y extinción de los menos. Ni se da esa fertilidad diferencial, ni posee la inteligencia que hoy miden los tests las propiedades típicas de los caracteres darwinianos: baja heredabilidad, escasa varianza aditiva, debilitamiento por inbreeding y alta heterosis. La inteligencia humana que miden los tests parece, por el contrario, manifestar alta heredabilidad y considerable varianza aditiva, y, salvo en los casos de genes patológicos, es dudoso el alcance de los efectos de inbreeding y de heterosis. La inteligencia que, a su modo, miden los tests no parece que corresponda a un carácter adaptativo estrictamente biológico. Parece referirse más bien a una característica de índole preferentemente personal y cultural, importante, por ejemplo, para el desarrollo de la intimidad, el conocimiento, el éxito escolar, la ciencia y la tecnología científica, pero de muy complejos y dudosos efectos, en una sociedad cultural y técnicamente avanzada, respecto a la mayor supervivencia biológica y a la mayor fertilidad de los más dotados.

Una inteligencia que, por otra parte, es susceptible de progreso fenotípico mediante procesos de aprendizaje, modificación de las condiciones ambientales y desarrollo cultural. Lo que hace sospechar que el hombre dispone todavía de amplias posibilidades para el progreso de su inteligencia funcional, incluso sin evolución genética alguna, ni natural ni artificial. Es posible que la cantidad de bits de información que el hombre podría procesar con sus más de diez mil millones de neuronas corticales, sus conexiones sinápticas mucho más abundantes y sus posibles patrones neurales de acción, casi en número ilimitado, no haya sido aprovechada hasta el presente más que en una parte, tal vez muy pequeña, por el conjunto de la Humanidad. Esta información, acrecida casi al infinito por la que se encierra en los escritos, documentos, obras e instituciones y la que se puede incrementar mediante los ingenios electrónicos, señala una vía cultural de progreso en la inteligencia fenotípica cuyos límites son difíciles de imaginar.

Algunas formas sistemáticas de lograr este progreso se van conociendo cada vez mejor y es posible, aunque no seguro, que se vayan aplicando cada vez más deliberada, responsable y universalmente. Hemos aludido a ellas en el apartado anterior. Son las medidas de eufenesia y autenesia positivas. Procuran, sin alterar el genotipo, una mejora de la inteligencia fenotípica por medios biológicos y culturales.

Consisten, para empezar, en la preparación de los futuros padres y de la sociedad para lograr una paternidad responsable, mediante el conocimiento y el consejo eugenético que aminoren o anulen la probabilidad de tener descendencia gravemente dañada.

Prosiguen, durante la gestación, con el diagnóstico precoz intrauterino de anomalías médicamente corregibles y con el cuidado sanitario, médico, alimenticio y psicosociológico de la madre, para evitar trastornos, accidentes e infecciones por dieta insuficiente o inadecuada, por consumo excesivo de tóxicos y drogas, por enfermedades contagiosas y por persistentes estados de tensión, ansiedad e inseguridad. Se vislumbra, incluso, la posible aplicación meliorativa, durante el período gestante, de técnicas de improtación, condicionamiento y aprendizaje intrauterino, de las que hoy comenzamos a tener indicios, pero acerca de las cuales apenas sabemos nada todavía.

Continúan en el parto, para facilitar un acto personalmente asumido y libre, en lo posible, de traumas físicos y psíquicos que han producido y siguen produciendo cientos de miles de casos de anoxia y deformación o lesión cerebral en la descendencia, con repercusiones más o menos graves, a veces desastrosas, en el desarrollo ulterior de la inteligencia.

Y, siguen, por supuesto, a lo largo de la vida, con efectos especialmente importantes en los primeros meses y años. Durante este período inicial del nuevo ser se constituyen, entre otras cosas, las estructuras básicas del cerebro, sobre las que se funda el desarrollo de la inteligencia. En esta fase es gravemente perjudicial la insuficiente o defectuosa alimentación, sobre todo las dietas pobres en proteínas o carentes de ciertas vitaminas o sales minerales, y las infecciones y accidentes que perturban el desarrollo cerebral. El hambre, por ejemplo, no es nunca una grata compañera. Por encima de la edad de cinco o seis años, molesta y daña, pero sus efectos pueden superarse. En los primeros meses y años de la vida, suele tener efectos dramáticos e irreparables en el desarrollo cerebral y de la inteligencia.

Que todos los hombres puedan dar pan -quiero decir, una dieta adecuada y un buen cuidado físico, sanitario y médico- a sus hijos, es uno de los requisitos fundamentales que la Humanidad tiene que cumplir para favorecer el progreso de su inteligencia media. Hoy, por vez primera en la Historia, ello es técnicamente posible. Esa es nuestra ventaja. Si se logra o no, dependerá de otros factores, sobre todo, éticos y políticos. Esa es nuestra responsabilidad.

La eutenesia positiva está abriendo asimismo nuevas vías para el desarrollo cultural de la inteligencia. No podemos dejar de mencionarlas, aunque no tengamos holgura para discutirlas. Parece comprobado -si bien el tema es actualmente objeto de investigación y controversia y poco conocido en sus pormenores- que la estimulación precoz adecuada, el incremento ordenado de la actividad sensomotora, la abundancia de tareas perceptivas que reclamen la coordinación de acciones por parte del niño, y el establecimiento de vínculos afectivos con los mayores, que favorezcan la seguridad de ser aceptado, la imitación, la identificación y la autonomía progresiva, desde los primeros meses, están ligados tanto a un mejor desarrollo fisiológico y neuroendocrino, como a una conducta de mayor nivel intelectual y mejor equilibrio psicosocial, en comparación con el deterioro que en estos aspectos sufren los grupos que carecen de tales atenciones y facilidades.

He ahí algunas vías, todavía inciertas, pero prometedoras, para un progreso tal vez muy considerable de la inteligencia fenotípica de la Humanidad. Progreso que habrá de consolidarse con la extensión cada vez más universal de la enseñanza, la educación permanente y la consecución de circunstancias que estimulen al hombre a pensar y a atreverse a pensar21.

Existen, además, otras perspectivas técnicas y culturales más próximas a la alteración genética. Me refiero a aquellas que, sin modificar el caudal genético, pueden alterar favorablemente la distribución de frecuencias alélicas ligadas a la inteligencia y aumentar así el nivel medio de la población, de forma, en principio, genéticamente transmisible.

Quizá la más importante sea la eutelegenesia o inseminación artificial, por fecundación de la mujer con semen de hombres ilustres o de probada inteligencia psicométrica alta, por fertilización de óvulos de mujeres superiores y su implantación en úteros de otras mujeres, o por cruces en probeta. Las dos primeras formas se practican ya en decenas de miles de casos; la última, como es sabido, acaba de iniciarse. Estos recursos, posibles y reales, plantean muchos problemas. Aparte de las dificultades médicas, que todavía existen, la inteligencia superior del donante no es seguro que se deba a un genotipo superior; aunque así fuera, la recombinación de genes y cromosomas no asegura una transmisión genética superior, si bien la hace más probable; incluso si se transmite una dotación genética superior, la superioridad de la inteligencia de la descendencia dependería siempre de su interacción con el ambiente, sin que esté necesariamente asegurado el resultado final; incluso si el ambiente es propicio, sabemos muy poco o nada de los efectos pleiotrópicos de los genes ligados a la inteligencia, que podrían originar un aumento de individuos "superiores", sin saber exactamente el significado de esa "superioridad", probablemente abarcadora de casos tan distintos como, por ejemplo, Napoleón, Sartre, Einstein o Goering. En el mejor de los casos, el aumento de la inteligencia de la población sería sumamente lento y la aplicación del procedimiento un tanto kafkiana. Estimaciones discutibles, pero razonables, han previsto que, aun en el caso de que los donantes tuvieran un Cl de 130 (es decir, fueran escogidos entre el 1 o 2 por 100 "superior" de la población de varones) haría falta inseminar artificialmente a unos 500 millones de mujeres para que el Cl medio de la Humanidad aumentase en unos 4 puntos. Por ahora, estos procedimientos ofrecen, pues, poca esperanza. Si bien, puesto que de hecho se aplican, merecería la pena emplearlos lo mejor posible. Su influjo, aunque inseguro y lento, pudiera en el futuro ser real, al menos si, comprobada su eficacia, se prosiguen durante milenios. Eso sin entrar, porque no es ahora nuestro tema, en los difíciles problemas antropológicos y éticos que tales medios plantean22.

Queda finalmente la eugenesia positiva. Porque, hasta aquí, hemos considerado el posible progreso fenotípico de la inteligencia por desarrollo cultural o por redistribución de frecuencias alélicas, sin alterar el fondo genético de la especie.

La ingeniería genética, a la que ya hicimos una breve alusión, puede alterar ese fondo. Los recientes y progresivos descubrimientos mediante el uso del ADN recombinante, abren perspectivas nuevas, perfectamente reales y no menos inquietantes. El hombre comienza a tener en sus manos la posibilidad de modificar el genotipo, de sustituir un alelo nocivo por otro ventajoso y tal vez, en el futuro, de manipular series poligénicas. De nuevo, los efectos no son hoy previsibles, debido a la ignorancia de los efectos pleitrópicos, de las interacciones entre los genes y de éstos con el medio celular, y de las alteraciones mutógenas posibles. En el caso de que todo esto se domine, queda la incógnita del uso que se haga de ello. Los propios biólogos y genetistas están alarmados y van incluso interrumpiendo y acordando moratorias en la prosecución de experimentos en este campo, en espera de que se aclaren las implicaciones éticas, legales y de seguridad. Es posible que el hombre pueda en el futuro dirigir el progreso de su inteligencia tanto por desarrollo cultural como por evolución biológica controlada. Será a la vez una prometedora conquista y un riesgo abrumador.

En resumen, no está excluida la evolución genética de la especie humana hacia una mayor inteligencia. No parece que esto haya ocurrido en el pasado histórico, ni que pueda ocurrir en adelante de forma natural. No se sabe hoy con certeza cómo lograrlo artificialmente, ni es seguro que merezca la pena intentarlo en nuestro estado de conocimientos y de desarrollo moral. La cuestión, grávida de posibilidades y peligros, queda abierta.

La vía hoy más clara y accesible para el progreso de la inteligencia es la cultural. Consiste, fundamentalmente, en mejorar las frecuencias alélicas y transformar y aprovechar mejor el ambiente. Tenemos a nuestra disposición las medidas éticamente admisibles de eugenesia negativa y de eugenesia, eufenesia y autenesia positivas, a las que se ha hecho antes referencia. Con ellas se puede avanzar en la tarea común de ofrecer a cada uno el máximo de oportunidades para su desarrollo, de facilitar la máxima movilidad social y de coordinar tareas, papeles y responsabilidades con capacidades, esfuerzos y méritos. El objeto sería, a mi juicio, promover la individualidad y la diversidad psicobiológica entre los hombre y avanzar hacia la igualdad ética de dignidad personal y libertad compartida.

El progreso de la inteligencia del hombre es, sobre todo, en lo que hoy se alcanza, desarrollo cultural. La gran incógnita es ese mismo desarrollo. Que puede mantener, aumentar y mejorar la inteligencia y también depauperar y aniquilar la especie.

El progreso genético de la inteligencia no parece claro desde el Homo sapiens fossilis. El progreso fenotípico resulta considerablemente verosímil. El hombre evoluciona en su inteligencia. Sabe que evoluciona y, cada vez con más certeza, sabe cómo y por qué. Tiene en sus manos, al menos parcialmente, mantener, estimular y acrecer este progreso. Tiene en sus manos retrasarlo, detenerlo o extinguirlo. El progreso de la inteligencia es un hecho filogenético y un acontecimiento histórico. Que continúe y se incremente es posible. No es seguro, ni carece de riesgos.

NOTAS

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2. GULLIKSEN, 1950; LORD, 1980; LORD y NOVICK, 1968; YELA, 1981b.

3. YELA, 1976a, 1982a. Véase, LAUTREY, 1980; LONGEOT, 1978; VERNON, 1969.

4. En estos cocientes, A significa la extensión de las áreas asociativas del cortex; S, la extensión de las sensomotoras; cm3 expresa la capacidad craneal, y Kg., el peso del organismo.

5. BERTALANFFY, 1967; BUYTENDUK, 1958; CHARLESWORTH, 1976; CHAUCHARD, 1961; HINDE, 1966; JERISSON, 1973; LORENZ, 1966; LURIA, 1974; PIAGET, 1967; PIÉRON, 1958 y 1959; PINILLOS, 1969; RENSCH, 1973; THINÊS, 1966; VIAUD, 1954; YELA, 1975; ZUBIRI, 1964.

6. BIRREN y SHAIE, 1977; BRUNER, 1968; NESSELROAD y REESE, 1973; PIAGET, 1975 a y b; YELA, 1979.

7. McKUSICK, 1971.

8. YELA, 1980,1981a. Véase EHRMAN y PARSONS, 1976; McCLEARN y DEFRIES, 1973.

9. YELA, 1980,1981a.

10. LARMAT, 1979, pág. 198; DOBZHANSKY, 1978.

11. YELA, 1980.

12. JINKS y FULKER, 1970.

13. YELA, 1976b, 1980, págs. 80-82.

14. GOTTESMAN, 1968; Harvard Educational Review, 1969; HEBER, 1970; HEBER y GARBER, 1972; HUNT, 1973; LAUTREY, 1980; REUCHLIN, 1972; SKEELS, 1966; YELA, 1976b y 1980.

15. GALTON, 1883; CATTELL, 1936, 1937.

16. BIRREN y SCHAIE,1977; Scottish Council for Research in Education,1933,1949,1953; TUDDENHAM, 1948; YELA, 1980.

17. YELA, 1976b y 1980.

18. EYSENCK, 1973; JENSEN, 1972, 1973.

19. American Psychologist, 1976; ANASTASI, 1966; HUNT, 1961; LAUTREY, 1980; REUCHLIN, 1972; VERNON, 1969, 1972; YELA, 1970, 1976a y b, 1979, 1980, 1981a.

20. DOBZHANSKY, 1978; ECKLAND, 1967.

21. Una abundante selección bibliográfica sobre estos temas puede encontrarse en YELA, 1980, 1982b.

22. CAVALLI-SFORZA y BODMER, 1971; McCLEARN y DeFRIES, 1973, págs. 307 y ss.

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