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La revista Psicothema fue fundada en Asturias en 1989 y está editada conjuntamente por la Facultad y el Departamento de Psicología de la Universidad de Oviedo y el Colegio Oficial de Psicología del Principado de Asturias. Publica cuatro números al año.
Se admiten trabajos tanto de investigación básica como aplicada, pertenecientes a cualquier ámbito de la Psicología, que previamente a su publicación son evaluados anónimamente por revisores externos.

PSICOTHEMA
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Psicothema, 1995. Vol. Vol. 7 (nº 1). 147-158




¿UN MODELO DIALÉCTICO PARA LA CONDUCTA DE CONSUMO?

Domingo Caballero Muñoz

Universidad de Oviedo

Se constata un creciente interés, incluso en publicaciones para la aplicación inmediata, por las teorías epistemológicas que subyacen a los hechos mercáticos, publicitarios y de consumo. Se sugiere un modelo dialéctico para su análisis, basado en el concepto de la contradicción como constructora de la realidad y de la imagen mental del mercado, así como de la propia subjetividad de los sujetos que compran. Por otra parte, la noción de sujeto construido por el consumo obligaría a repensar muchos esquemas tradicionales de la Psicología general y de la Psicología Social.

A dialectic model for consumer behaviour ? lt`s posible to know an increasing interest in the epistemologic theories underlying the marketics, publicities and consume events, also it's show in papers for immediated application. This research suggests a dialectic model to analyse it. The foundation of this framework is located in the concept of «contradiction» as construction of reality and mental imaginery of markets, also as self subjectivity of consumer. On other hand, the concept of self constructed subject for consume would reconsider other traditional approaches of General Psychology and Social Psychology.

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Sorprende que entre la avalancha de estudios meramente instrumentales y lo que se podría suponer que son recetas apremiantes de usar y tirar para lograr éxitos a corto plazo en la previsión y análisis del consumo o, en términos generales, de lo que ampliamente puede considerarse MARKETING, aparezca una constante conciencia y una llamativa necesidad de cimentar los «primeros principios» en ese tan movedizo ambiente que es la venta/consumo. Así, nada menos que en el foro y faro mundial que es el Journal of Marketing, en la primavera de 1992, se desencadena una batalla campal sobre la «verdad» en el marketing (J.M. Zinkhan & R. Hirsckkeim, 1992) que es, en realidad, una batalla epistemológica de altos vuelos sobre el concepto de verdad, batalla en la que, como no podía ser menos, se dan cita todas las escuelas ético-filosóficas que nos movilizan en la actualidad, tanto por lo que hace a la Psicología general como específicamente a la Psicología Social. Frente al ya famoso tratado de Hunt (p. 80) que se planteaba nada menos que «cómo conocemos cuando conocemos», los autores citados rechazan el «realismo ingenuo» y esgrimen ante Hunt la consabida batería de alternativas: el conocimiento es una «adquisición de la comunidad», un «conocimiento compartido» (p. 86); de modo que desde Newman (1957), pasando por Levy (1978) hasta Aakes (1991) la imagen del producto mercático y su constitución como símbolo social creado (p. 85) desconfirman la pretensión del «realismo» de Hunt. Son citados profusamente a su favor Secord (1983) o Bhaskar (1979) (Cfr. también T. Ibáñez Gracia, 1989) para reclamar que más que «descripciones» de la realidad lo que necesitamos son teorías sobre ella (p. 87). La sorpresa aumenta si se analiza el ataque que P F. Anderson (1986) dirige contra esos «elegantes teoremas» (p. 168) cuya consistencia deviene meramente tautológica en el proceso de describir conductas de consumo, ningún teorema es aceptable hasta que no se tenga seguridad sobre la ontología y la ideología que selectivamente usa la microcomunidad que las emplea. Tales afirmaciones, cargadas de refinadas alusiones a epistemologías de base, se encuentran en este caso nada menos que en el Journal of Consumer Research (1986. vol. 13. Sept., pp. 155-173). En general, la conducta de consumo, entre un conductismo chato y una psicología «profunda» de divulgación, ha sido abordada por medio de recetas tan simples como pretendidamente mágicas, por lo que es de agradecer que insospechados estudiosos del marketing/consumo nos pongan en situación de participar en un debate epistemológico sobre consumo y consumidores sin que incurramos en una sonrojante falta de «aplicabilidad» o en una salida por la cómoda tangente «filosófica».

Ahora bien, como las tesis que aquí sugeriremos suponen, entre otras muchas cosas, que el mercado debería ser abordado como una «compraventa universal» en perpetua estructuración y desestructuración, lo que supone no sólo un modo de producción, sino todo un modo de conocimiento/conducta, un estadio históricamente definible en el que la producción es conocimiento y viceversa, la búsqueda de un modelo general teórico en la tradición psicológica se hace perentoria. Como aventuraremos a lo largo de estas notas, parecería que acaso el trasfondo paradigmático adecuado podría ser algo así como una PSICOLOGÍA SOCIAL DIALÉCTICA. Es imposible, empero, hurtarse al severo juicio que F. Jiménez Burillo y otros relevantes psicólogos sociales vertieron (1991) sobre una pretendida «psicología dialéctica», pues sus propios factores no se «atrevieron a definir qué era eso» (p. 18), por lo que «no ha tenido impacto alguno» (ib.) y, además, «atendiendo al espíritu de los tiempos no parece conjetura razonable» (ib.). A pesar de todo, y por nuestra parte, en lugar de una exégesis de los pocos autores que han dado en denominarse «dialécticos» (M. Georgoudi, 1984, P. Wexler, 1983, Buss, A, 1978), preferiríamos, sobre los cimientos cognoscitivos ya casi inconscientes por estar absorbidos en el flujo de la cultura occidental, sugerir algunas vías que sólidamente pudieran ser calificadas de dialécticas, más no por «aplicación» de tales ideas, sino porque las realidades mercáticas, venta, consumo, posicionamiento de productos, curva de vida de las mercancías, etc., nos lleve como de la mano a ciertos postulados que, si place a quien los examine, podrá calificar, o no, de dialécticos. De paso, quizá convendría anotar que acaso la negación de una causalidad lineal (actitud/conducta, expectativa/valor, emisor/receptor, etc.), o la puesta en cuestión de «esencias» psicológicas, o la relativización del sujeto, o la historificación de lo que pasa por realidad psicológica inmutable, o el conflicto socialmente anclado sean «principios» de difícil plasmación en textos académicos o en publicaciones necesariamente seriadas mediante una jerga común. En efecto, para no remitirnos Hegel, o a cualquiera de las «izquierdas»: hegelianas, baste señalar las dificultades sintácticas y de vocabulario (es decir, didácticas y expositivas) de un Bajtin o un Vygotski cuando quieren romper la linealidad o la esencialización, de modo que la complejidad lingüística no parece nacer de una dificultad inherente, sino de que el lenguaje habitual académico no soporta una exposición dialéctica que lo pone precisamente en cuestión como tal lenguaje canónico.

Como anticipo, merece consideración el modo en que cierto cognitivismo, al constatar que el consumidor «no siempre es racional», o no lo es en absoluto (O'Saughnessy, 1987) recurre a la formalización indefinida de «heurísticos», en un intento de restaurar la racionalidad consumidora, aunque sea «otra» racionalidad. Mas como parece claro que existen muy diversas racionalidades adscritas a grupos sociales determinados, y como tales «racionalidades» son contradictorias, y heteroconstruidas más que autoconstruidas, y como constituyen racionalidades «paradójicas» (homólogas en cierto modo a la línea clínica calificada de «sistémicas», p. e. S. R. Strong y C. D. Clairborn, 1986), siendo la paradoja vivida un modo de sistema que se produce contradictoriamente, sistema al que realimentan de continuo esas mismas contradicciones. Como tales presupuestos decíamos constituyen parte de nuestros argumentos, en el supuesto de que estos resultaran retóricamente convincentes, difícil sería negar que estas construcciones, si se demostraran viables, entrarían en el terreno de lo que viene entendiéndose como dialéctica.

Si se sospecha que la dialéctica acaso esté contaminada por excrecencias históricas, podrían usarse conceptos más neutros, tales como dialogía polémica (Werstch, 1988, Bajtin, 1982; Vygotski, 1979: Bruner, 1991; Ducrot, 1982), que será otro modo de decir que la publicidad de posicionamiento, o el marketing estratégico, o la comunicación «total» de empresa y sus manifestaciones más publicitadas como la «guerra de Pepsi» (ver Bibliografía) o los últimos terremotos financieros de la mítica central Saatchi & Saatchi (ib.) forman parte de ese permanente CAMPO (P. Bourdieu, 1979; D. Caballero, 1995) de conflictos dialécticos entre demanda y oferta, entre estratos sociotopológicos y de consumidores (superficies céntricas de venta semisuntuaria frente a superficies en los márgenes de las urbes, etc.) que provocan percepciones contradictorias como el desamparo del consumidor; y también realidades contradictorias puesto que, como veremos, la afirmación de que ya el producto elige al ciudadano y no viceversa parece antiintuitivo, pero es perfectamente defendible, aunque, claro está, dentro de una perspectiva que, una vez más, pudiera calificarse de dialéctica. La estricta publicidad, por ejemplo, consustancial al marketing, si no es ya que todo el marketing es una batalla retórica para persuadir, es justamente eso, una batalla. Pero una batalla de signos desplazados socialmente. De forma que -esperamos- al final de estas anotaciones se nos podrá admitir que un acto publicitario no intenta en puridad persuadir, ni siquiera, como quieren algunos moralistas, engañar avasalladoramente sino explotar las contradicciones internas del sujeto en cuanto adscrito a un grupo de pertenencia ideal social (J.C. Turner, 1990). Quizá sea poco oportuno recordar las formas de violencia material y sígnica que construyen los grupos sociales; pero el hecho es que esa violencia parece consustancial psicosocialmente. A esa guerra sígnica y material nos hemos referido en otro lugar como SEMIOMAQIA (D. Caballero, 1990), otro modo, así mismo, de señalar la dialogía polémica. Este clima polémico podría ser el verdadero corazón de lo que venimos llamando dialéctica. Y el psicólogo no sería más, ni menos, que un experto en las normas contradictorias, en los contradictorios «arquetipos normativos» que ligados a grupos sociales, chocan continuamente, se prohiben, se defienden, etc. (J. B. Ortega, 1994).

CONTRADICCIÓN LÓGICA: DEFINICIÓN PSICOSOCIOLÓGICA

Toda una serie de clases medias, pertenecientes a quince o veinte estados modernos, a los que constituyen como usuarias casi exclusivas del llamado sistema democrático (E. Olin Wright y D. Cho, 1992) se definen por el consumo ocioso, o por el consumo de relaciones ociosas, generando en lo clínico las disfunciones que luego castigarán o demandarán ellas mismas, y en lo económico los deseos que evitarán experimentar u ordenarán corregir. No es extraño, creemos, que estos procesos paradójicos, que chocan violentamente con un sentido común que por un lado alimenta la ciencia y, por otro, la mimetiza, sean de difícil explicación académica, puesto que van contra la esencia semiótica de los lenguajes europeos, que son esencialistas y biunívocos (E. Rossi Landi, 1972). Sin embargo, estos puntos de vista empiezan a ser moneda corriente en otras disciplinas, de modo que hasta en el mundo del gusto artístico se hablará de negociación de la realidad, y de que el poder social es el tema central para el análisis de un «campo» de conocimiento (J. A. Ramírez, 1994, ver luego Igartúa, Páez y otros, en Psicothema, 1994). La cuestión es que el poder financiero-industrial mundial es tan asimétrico que elimina antes de plantearla cualquier negociación, o, mejor, convierte cualquier negociación en una representación. Así mismo, el proceso financiero-publicitario no sería, como sugeriremos más adelante, un añadido ajeno al psicólogo social, aunque consciente (Munduate Jaca, Lourdes, 1992), ni un hecho bruto del que no tendríamos más remedio que partir (J. M. Peiró, 1990), sino la materia misma de la subjetividad de millones de seres humanos. Esa dialogicidad que construye contradictoriamente sujetos consumidores, que los construye precisamente como sujetos negociadores (Munduate Jaca, ib.) por contradictorios (K. Gergen, 1992) es denominada también por J. V. Wertsch (1993) «ventrilocución», voces múltiples y contrapuestas de un sujeto, vocablo tomado de Bajtin a propósito del concepto de discurso autoritario internamente persuasivo (M. Bajtin, 1981). La cuestión capital -estimamos- es que la persuasión interna se debe no a cualidades perversas o a trucos hábiles del discurso, sino a que lisa y llanamente pertenecer a ciertos grupos sociales de Occidente es ya estar persuadido de antemano, como lo sería estar «enfermo» o «curado» de dolencias «psicológicas» (según J. B. Fuentes Ortega, 1994, p. 443). Dentro de esta visión polémica o, si se quiere una vez más, dialéctica, y ligado a cualquier discurso, R. Fowler (1988) va más lejos que Bajtin en un sentido que nosotros haríamos nuestro: Bajtin parece reservar la polifonía, dialogicidad, ventrilocución, etc., para los discursos artísticos (y parte de los discursos publicitarios evidentemente lo serían), pero Fowler encuentra signos internamente polémicos incluso en discursos que Bajtin «consideraría estilísticamente planos», es decir, sin recursos persuasivos (p. 167). Mas no podría por menos que ser así en la publicidad para el consumo, puesto que el consumo es contradictorio, polifónico, dialógico; y la publicidad es ya psicosociohistóricamente parte del consumo, de suerte que puede afirmarse que lo que más se consume a causa de la publicidad es publicidad (J. Ibáñez, 1994), y que el sujeto individual sólo existe en cuanto publicitado.

De modo que todo sucede para el individuo consumidor como si se encontrara en el límite de la manipulación superandola. En este sentido, si los «paloaltistas» consideran la manipulación inherente a la comunicación y, por tanto, a la terapia, lo hacen por referencia a reglas de microsistemas sociales (J. P. Minary, 1992), la publicidad, por el contrario, tiene que individuar hasta el extremo al sujeto para introducirle en el universo de la «demanda soberana», personalizarle como se dice en el lenguaje del neomarketing , pero, a la vez, introduciéndole en un estrato social, en un subsistema con quien se identifique y en cuyo seno se serialice. Nuevas contradicciones, como puede advertirse, a las que podremos llamar quizá dialécticas.

Precisamente algo de esto están pidiendo a la psicología quienes la acusan de huir de «la contradicción como fundamento de una visión distinta de la realidad» (Rhoda Unger, 1994, pp. 174-175). Es también J. Bruner (1991) quien podría venir en nuestra ayuda: el sujeto es una biografía pactada con los demás («pacto autobiográfico»), un yo distribuido. Ahora bien, lo que sucede, como venimos reseñando, es que existen grupos sociales que monopolizan los medios de producción de biografías; en el caso que nos ocupa haciendo que el sujeto puntúe su biografía en términos de adquisición y de capacidad de consumo (como joven, como instalado, como maduro previsor, etc.). De ahí que el consumo no pueda ser algo que «le hace» una mente perversa a un sujeto desprotegido, como se deduciría de la afirmación de M. Halbwachs (1970) de que la sociedad de consumo «vacía poco a poco nuestras necesidades de todo contenido orgánico primitivo» (p. 441), como si fuera sencillo, tal como veremos enseguida, una divisoria entre necesidad «primitiva» e «inducida», ya que la propia cultura que el hombre hace, o reproduce, hace cultura con la biología. Marx, a quien resulta obligado citar como dialéctico convicto escribía que «La producción no produce únicamente el objeto de consumo, sino también el modo de consumo, o sea, que produce objetiva y subjetivamente. La producción crea, pues, los consumidores» (trad. 1970, p. 258). A mayor abundamiento, la producción en sí, en su sentido técnico-económico, que históricamente está definida y punteada por crisis periódicas («pánicos financieros») es traducida por sociopsicólogos (J. Gutiérrez y J. M. Delgado, 1994) desde esta perspectiva íntimamente contradictoria, o, en fin, dialéctica: «El mercado contiene los fenómenos de contagio del pánico en los dos sentidos de la palabra: le pone freno pero lo posee dentro de sí» (p. 598). De paso debemos señalar que no parece tan difícil manejar estos conceptos en los términos habituales en las investigaciones de las revistas del ramo, puesto que Páez, Igartúa y otros (ver bibliografía, 1994) han elaborado un modelo operativo para el análisis del gusto artístico bajo la perspectiva de la contradicción, en la estela de Vygotski. Así mismo, J. Hassard y M. Parker (1993) considerando a las macroorganizaciones como el horizonte de la identidad del sujeto occidental, y a aquéllas como culturas (tendencia habitual hoy en los métodos analíticos de marketing estratégico) conciben a éstas como «formas de texto que resiste constantemente la separación («dialéctica», D. C.) entre orden y desorden» (p. 68), si bien «el simulacro de la identidad siempre contiene en sí mismo su propia negación» (p. 57). Negación que puede venir de la mano de planteamientos ideológicos adversos, o por una negación incluso de ese «simulacro», así, para J. Petras (1991) la imagen organizacional empresarial, es decir, la producción del consumo-publicidad y de los consumidores-publicitados sería una sospechosa «cruzada» que pretendería dar sentido a toda la vida, y a la que toda la cultura occidental se ve obligada a considerar «núcleo irrenunciable e inatacable» (p. 128).

Teniendo en cuenta las opiniones mentadas, y sea cual fuere la valoración que nos merezcan estos autores, no parece descabellado pedir una profundización en un modelo dialéctico que acaso nos permitiera un mejor acceso al mundo del consumo, a la organización comunicacional de la empresa, a la satisfacción del sujeto consumidor, etc.. En cualquier caso, son los propios autores expertos los que, debatiendo incansablemente sobre sus presupuestos epistémicos, constituyen todos ellos, junto con la contradictoria realidad, el CAMPO de conflicto donde sus representaciones sociales contradictorias constituyen y realimentan perpetuamente la realidad publicitaria y de consumo. Así, oráculos de la publicidad como Ogilvy pedirá que «se den los hechos», Feldman que «siempre se vuelva al producto», mientras que Michel declarará que «hay que construir el sentido», o bien «fabricar felicidad» como requiere Séguela o que, en fin, «nuestra profesión es fabricar diferencias» (cits. en J. M. Folch, 1991, pp. 212-225).

COGNICIÓN CONCRETA E HISTORIA CONCRETA

Desde Ernst Dichter (trad. 1970) la definición de la conducta de consumo pasa por la división entre el concepto de necesidad, que sería finita, y el de deseo, que se convierte en infinito. El consumo moderno sería infinito por estar basado en el deseo. Sin embargo, y como venimos apuntando, la «necesidad» es también un constructo social porque lo biológico sólo culturalmente se desenvuelve. Pero automáticamente ha de introducirse la heterogeneidad social y el reparto de control social, hechos todos que construyen literalmente la necesidad. Verdaderamente parecería más cierto que el deseo es un añadido cultural, mera construcción, ésta sí, plenamente social. Un modelo seriamente dialéctico, empero, no se satisfaría con la división necesidad/deseo, pues desconfía de cualquier hipóstasis psicosocial. Sólo un modelo procesual lineal completamente idealista puede distinguir entre el hambre abstracta y una marca de yogures, pues dicho producto pertenece a una constelación semiótica en donde presionan esquemas corporales, «scripts» de relaciones sociales, desplazamientos metonímicos entre hábitos de comida y desarrollo corporal de grupos sociales que buscan control y distinción social a través del consumo alimentario (P. Bourdieu, 1979): de modo que la necesidad sería el humus del deseo, pero el deseo puede crear la necesidad. Se desea comer no sólo lo que se puede, sino lo que «se debe» según el rango social.

Pero además (G. Deleuze, 1994) no parece que se llegue a tocar fondo en estos temas merced al expediente de decir que el deseo infinito es una necesidad moderna basada en la necesidad que un sector tiene de vender y, consecuentemente, provocar los deseos permanentes de los consumidores. Creemos que un concepto psicosocial de MERCADO se hace necesario para el análisis del deseo, o más bien de los grupos sociales deseantes. Baste insinuar que es el mercado el que posee la cualidad de ser tendencialmente infinito (absolutamente todo, objetos, cogniciones y deseos, puede entrar en su circuito), y que los sujetos (concretamente occidentales) ya no pueden serlo al margen del «mercado de trabajo». De modo que el mercado no es una categoría meramente económica, sino social y psíquica, psicosocial, no existiendo una barrera entre vendedor/comprador o mercático/consumidor puesto que ambos vienen obligados a «consumirse» y «publicitarse» (J. Ibáñez, 1994). Vendedores y publicitarios representan y violentan, ambas cosas, la realidad; la subvierten mediante su espectacularización, pero la recrean por la incesante necesidad del mercado de mantener la novedad. Mas no se enfrentan a un consumidor/comprador pasivo, pues éste ya ha sido educado en la obediencia a la moda, que consiste en desobedecer en el mercado del cual él forma parte, a fin de renovarse mediante el consumo renovado (E. Gil Calvo, 1994, pp. 28-30). Esto explicaría que si, como luego recordaremos en consonancia con muchos teóricos, el vendedor se mueve a ciegas y el comprador/consumidor consume de un modo más impredecible del que esperan los técnicos del marketing, las explicaciones métricomatemáticas o cognitivo-procesuales deben ser sustituidas quizá (aunque conservando su valor auxiliar) por una visión dialéctica según la cual nunca compra un sujeto aislado ni nunca vende un vendedor aislado. Y, a mayor abundamiento, tanto el vendedor como el consumidor poseen modelos epistémicos contradictorios cuya contradicción es la que genera el proceso de compraventa. El marketing es una «batalla de ideas», una «batalla por la mente», afirma decididamente Jack Trout, famoso publicitario, en una entrevista a la revista española de publicidad Control (1994, p. 53). Igualmente, en Estrategias, (n° 23, Nov. 1994, p. 13) varios teóricos del marketing estratégico declaran que la creatividad de la «comunicación total» puede dar la vuelta a cualquier planteamiento técnico. Así pues, los técnicos de mercado exhiben tantas contradicciones como «sus» consumidores, lo que, en efecto, «produce realidad», tal como defiende J. Paul Peter en el Journal of Marketing (1992, p. 73), demostrando una vez más que las sociedades donde el mercado organiza radicalmente la vida existen miembros capaces de pensarse a sí mismos en términos altamente sofisticados, «dialécticos», sin obsesiones por la «aplicabilidad» a cualquier precio.

Espigando entre los teóricos, mientras J. A. Howard (1993, p. 24) piensa que los consumidores «siempre están resolviendo problemas», por lo que el método procesual «no ofrece dudas sobre su validez», O'Shaughnessy (1987) opina que la gente compra a causa de «los prejuicios surgidos del deseo de creer que algo es cierto» (p. 59). Y precisamente porque las creencias son inciertas (p. 20) y la evidencia sobre las necesidades es problemática es por lo que se pueden modificar los gustos y los comportamientos (p. 21). Nuestra postura sería aceptar como una teoría general del consumo las afirmaciones y las prácticas aparentemente más contradictorias. No a causa de un prudente eclecticismo o de un sincretismo oportunista (o mejor, oportuno, J. M. Peiró, 1990), sino porque el CAMPO constitutivo del proceso de consumo es construido por su contradicción interna, como lo son otras disciplinas «humanistas». A este respecto, J. Lave (1991) piensa que es un error de la llamada «cultura occidental» relacionar ciencia, enseñanza y práctica cotidiana «con un orden jerárquico» (p. 20), porque esa estrategia excluye cualquier interrogante sobre la desigualdad, el conflicto y la diferencia de poder (p. 26). Al hacer de la matemática un sistema objetivo autogarantizado y, puesto que el dinero es matemática, se activa la idea de que el sujeto consumidor es en exclusiva un «homo economicus» (p. 142). Así mismo, Anna Pollert (1994) desmonta la idea, servida por el marketing habitual, de que como el consumidor es soberano hay que flexibilizar la oferta: por el contrario, esta flexibilización no sería más que la homologación con la «especialización flexible» en el mercado de trabajo, y con el paradigma «político» en las organizaciones. La flexibilidad sería el otro nombre de la «turbulencia de mercados» del conflicto progresivamente acelerado. Parece pertinente anotar que Pollert y colaboradores recuerdan que para mantener una visión triunfalmente evolucionista se hace necesario inventar un pasado con los cimientos puestos en una supuesta organización estática «fordista», la cual sería ahora felizmente superada y «flexibilizada»: Una piadosa amnesia olvida los fascismos, el desempleo masivo, los millones de inmigrantes, las convulsiones psicosociales que provocan la entrada de millones de japoneses rurales en el mundo industrial, o de diez millones de mujeres en el circuito productivo norteamericano.

Desde la Periferia del sistema, en este caso Brasil, Licia, S. Souza (1987) constata, precisamente a la sombra de un modelo bajúniano, que, frente a la monología de los inductores al consumo, estarían las resistencias intertextuales, «ventrílocuas», o dialógicas. Pero nosotros pensamos que en el Centro del mercado mundial la democracia hoy es mass-mediática y ya nadie queda «fuera». El mundo urbano es «el» mundo del Centro de Occidente, y las contradicciones ya no se dan entre lo rural y lo urbano, sino entre nuevas formas de «urbanidad» que pasan por el mayor o menor acceso a los bienes materiales y simbólicos, Lo «no-público», o impublicable, o «inconsciente», que sigue siendo un modelo de inducción al consumo, no estaría en un «interior» del sujeto sino en la sociedad, por eso no hay nada en puridad inaccesible en el yo, puesto que siempre el yo es social, es público. Mis «deseos inconscientes» siempre serán transparentes para algunos de los «otros» ( no necesariamente «psicólogos» o publicitarios), N. Bajtin lo argumentaba de este modo (nótese, de pasada, cómo una opción teórica dialéctica desencadena un tipo de lenguaje que pugna con el lenguaje académico habitual): «Yo me conozco y llego a ser yo mismo sólo al manifestarme para el otro, a través del otro y con ayuda del otro. Cada vivencia interna llega a ubicarse sobre la frontera, se encuentra con el otro y en este intenso encuentro está toda la conciencia» (ver cit. en A. Silvestri y G. Blanck, 1993. p, 104), Por su parte, G. Peninou (1986) ha visto bien cómo mientras por un lado la especialización técnico-académica tiende a la segmentación de la realidad, la retórica comunicativa pública ha deshecho las fronteras entre periodismo, radiofonía, publicidad, telenovelas, películas, etc.. llevando el enfrentamiento de deseos a todos los campos de la convivencia y sus representaciones sociales. Pero, a la vez, esta publicidad ubicua y contradictoria crea comunidad ideológica y de pertenencia (C. Peruzzo, 1986). En este clima los demás nos «facilitan» socialmente porque nos «ponen tensos» (cfr. Mineka & Hendersen, 1985, Rossellini, 1989, en T, Gómez y J, M. León, 1994), nos dotan de una permanente inseguridad sobre nuestras certezas, debido quizá a que las organizaciones en las que vivimos y somos (L. Munduate Jaca, 1992) se caracterizan por ritualizaciones disfuncionales, justificaciones «chapuceras» a posteriori y un puro conflicto interno. Si, en fin, la mercática implicaría «a todo tipo de unidad social que persiga el intercambio de valores con otras unidades» (I, Quintanilla, 1989, p, 19) y el marketing se reduce a «simple intersubjetividad» (ib. P. 116), entonces sólo resta anclar y recalar en ese mundo concreto histórico que, a su vez, es hoy una retórica del mercado universal.

EL SUJETO CONSUMIDOR, UN RETO PARA LA PSICOLOGÍA

Ahora bien, es frecuente escuchar que «el empleado (productor/consumidor) ya no busca ganar su vida, sino expresar su personalidad» (ib. apud Quintanilla, p, 139). No valen aquí ironías sobre la precariedad de los contratos de trabajo, o moralismos sobre la implacable flexibilidad de los contratos «flexibles», etc. Sucede que el empleado-consumidor no puede por menos que «expresar su personalidad» simplemente porque la publicidad-consumo le constituye como sujeto, No se trata, desde luego, del trabajador «satisfecho» de ciertos ergónomos, sino de aquel que, en tanto insatisfecho, se contempla a sí mismo desde otros esquemas o atribuciones que le proporciona el «Otro generalizado» y contradictorio: multivocidad, o polifonía, o dialogía, o ventrilocución, o semiomaquia (dialéctica, en suma) que construye y «expresa» su personalidad (A, Touraine, 1993). Así pues, ni existe «sociedad de la abundancia», ni tampoco su correlativo «sojuzgamiento y engaño de masas» (L. E. Alonso y E. Conde, 1994, p. 15). Se trata de un horizonte cultural compuesto de múltiples representaciones sociales que semantiza la vida entera y articula sujetos y organizaciones. Hay que salir del moralismo; pero también, paradójicamente en unas notas «psicológicas» como éstas, del psicologismo. Sólo –creemos– conceptos antropo-psico-socio-políticos pueden dar cuenta del mismísimo concepto de consumidor, puesto que el consumo no nivela, sino que clasifica socialmente (Op. Cit., p. 16). La cultura de consumo es, ya, «la» cultura: la sociedad es el mercado; y la vida es el gasto (ib. p, 239). Y, dado caso de que las «turbulencias» financieras constituyen la entraña misma de la modernidad occidental, de modo que consumimos crisis, la «flexibilidad» constituye al consumidor como sujeto, de modo que su valor personal está en su disponibilidad, en su «capacidad de circular» (J. Ibáñez, 1994, p, 228). La incertidumbre que se deduce de la «turbulencia» hace que la adaptación consista en «el aumento de la capacidad general de adaptarse» (R. Hyman, 1994, p. 220). Marx, otra vez, se muestra sorprendentemente «posmoderno» y, como era de esperar, «dialéctico»: «constante revolución de la producción, perturbación ininterrumpida de todas las condiciones sociales, incertidumbre y agitación perpetua... Todo lo que es sólido se desvanece en el aire» (1970. p. 409).

La conducta de consumo, abordada desde una perspectiva que hemos dado en llamar dialéctica, constituye un reto para la psicología en general, pues como estaría hecha de contradicciones y, a la vez, en las capas sociales consumidoras de psicología se constituye el consumo como constructor del sujeto, tanto se podría decir que se consume psicología como que la psicología sólo puede ser entendida a partir del consumo. De este modo, algo así como una PSICOLOGÍA DIALÉCTICA podría gozar de estupenda salud, siempre que se entienda como una episteme sociohistórica. Entre las clases medias de Occidente no existen «conductas de compra» puntuales sobre un objetivo; lo que hay es un estado de compra permanente, una cultura que más que de «de consumo» se agota en ser ella misma consumo. Es por eso por lo que se produce, como venimos diciendo, un sujeto, pero no que se le «inyecten» habilidades a un yo previo (Wendy Hollway, 1993, p. 3). De ahí que autores como Maritza Montero (1994) propongan que en Psicología Social la disonancia intraindividual, o la noción nodal de equilibrio intrapsíquico (p. 131), la «acción razonada», la «conducta planificada» (p. 142), y otros tópicos psicosociales, sean sustituidos por la historia de sus formas de adquisición atendiendo al modo de producción y reproducción, Así, el sujeto es producido en las relaciones de poder y conocimiento (Op. Cit, p. 3). de modo que, según esta autora, la Psicología no nacería directamente de una teoría de la Psique, sino que se deriva de las relaciones de trabajo y consumo (ib. p. 186). Igualmente piensa N. Rose (1991), para quien son los cambios en la organización del trabajo los que ligan indisolublemente economía y subjetividad (p. 63).

Desde la publicidad, o desde el consumo de publicidad, la publicidad, la Psicología queda emplazada; pues la publicidad, siendo absolutamente posmoderna, es ferozmente antiesencialista, abandera la «desregulación» económica e intelectual, y cultiva la crisis permanente, Y así, los psicólogos estarían intentando controlar la desregulación y la turbulencia psicosociales al margen de la formación social que las produce y, en tanto psicólogos, los produce. Inmersos en un universo publicitario, los sujetos, tanto profanos como académicos (psicólogos), poseen un saber cognitivo «práctico-fenoménico» (J. B. Fuentes Ortega, passim) y, por tanto, histórico y permanentemente inestable. La publicidad tiende imperiosamente a crear ideología dominante para dominar en el mercado. Pero tendría que apoyarse en una ideología dominante preexistente, lo que, por hipótesis, no puede tener lugar. Y por tanto la publicidad resuelve de modo práctico y -creemos- de una vez por todas las dicotomías clásicas psicológicas: «actitud/conducta», «estímulo/respuesta», «influencia/atribución», etc., aboliéndolas en cuanto polos opuestos (cfr. A. Ortí, M. G. Fernando, J. Ibáñez y F. Alvira, 1993, p. 177). En fin, en 1990 y sobre el mismo tema se ha escrito, a propósito de un asunto como «La investigación de mercados» (L. J. Martín de Dios) que «la relación entre realidad social y discurso social, entre referente y signo, es dialéctica, de forma tal que el discurso se presenta como lo que se afirma y niega, tacha y descubre, oculta y muestra» (p. 54). De modo tal que «el sujeto se objetiva en el discurso a través de su acto de consumo» (ib. p. 55). Parece que es posible, por tanto, situar como modelo académico respetable uno al que podemos llamar dialéctico sin excesivo pudor; aplicarlo a la conducta de consumo; y encontrar que esa conducta no puede ser más que dialéctica. Modelo que, además, pondría en cuestión otros venerables modelos de la Psicología Social General.

Es obvio que estas premisas no se pueden abordar técnica y experimentalmente con una metodología «digital». F Munné (1993) ya ha sugerido que los conjuntos difusos, la caología, las fractalidades varias, quizá puedan dar mejor cuenta de las realidades psicológicas. También pueden citarse técnicas tales como la observación participante, la autoobservación, el análisis dinámico de contenidos, los grupos de discusión, las historias de vida, el análisis semántico, el análisis del discurso, la matemática conversacional, la lógica deóntica, la sociocibernética y el socioanálisis (A. Ovejero Bernal, 1991; J. M. Delgado y G. Gutiérrez, 1993). Lo curioso es que, al igual que desde los santuarios del consumo se discute de epistemología mientras aquí tales discusiones no se consideran «aplicables», del mismo modo las grandes industrias publicitarias están utilizando ya estas metodologías citadas, haciendo buena la discutible opinión de algunos autores aquí citados, a saber: Que la Psicología es una aplicación de las necesidades organizativas del trabajo y la producción/consumo. Y no a la inversa.

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Aceptado el 21 de noviembre de 1994

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