La revista Psicothema fue fundada en Asturias en 1989 y está editada conjuntamente por la Facultad y el Departamento de Psicología de la Universidad de Oviedo y el Colegio Oficial de Psicología del Principado de Asturias. Publica cuatro números al año.
Se admiten trabajos tanto de investigación básica como aplicada, pertenecientes a cualquier ámbito de la Psicología, que previamente a su publicación son evaluados anónimamente por revisores externos.
Psicothema, 2003. Vol. Vol. 15 (nº 4). 615-630
Enrique G. Fernández-Abascal, Mª Dolores Martín Díaz y Francisco Javier Domínguez Sánchez
Universidad Nacional de Educación a Distancia
El propósito de este trabajo es examinar los factores de riesgo de los trastornos cardiovasculares que pueden ser modificados a través de intervenciones psicológicas. Entre estos factores se incluyen los conocidos como clásicos (p.e., obesidad, sedentarismo, hipertensión arterial), los denominados emocionales (p.e., conducta Tipo A, ira y hostilidad, ansiedad) y, en general, todos aquellos que poseen un componente psicológico o social. Una vez examinados estos factores de riesgo se analizan, en primer lugar, las intervenciones conductuales que reducen la vulnerabilidad cardiovascular. Posteriormente, se tratan las principales técnicas y programas de intervención y rehabilitación aplicados en esta área.
Risk factors and succesful psychological interventions in cardiovascular disfunctions. The aim of this work is to examin the risk factors of cardiovascular dysfunctions that can be modified through psychological interventions. These risk factors are mainly classic (e.g., obesity, physical inactivity, hypertension) and emotional (e.g.,Type A behavior pattern, anger and hostility, anxiety), in general all those that possess a psychological or social component. Once examined these risk factors are analyzed, in the first place, the behavioral interventions that reduce the cardiovascular vulnerability. Later on, main technics and intervention programs and applied rehabilitation in this area are analyzed.
Las enfermedades cardiovasculares comprenden un amplio número de trastornos que afectan al sistema circulatorio y al corazón. Incluyen la enfermedad coronaria y sus complicaciones asociadas, como la angina de pecho, el infarto de miocardio, el fallo cardíaco congestivo, la hipertensión arterial y los trastornos cerebrovasculares.
La enfermedad coronaria sigue siendo la causa principal de muerte en las comunidades más industrializadas y representa, junto con otras enfermedades cardiovasculares, el mayor problema de salud pública de estos países. Se estima que, del total de las muertes por enfermedad cardiovascular, más del 60% ocurren en el mundo desarrollado (Wielgosz y Nolan, 2000). No obstante, las tasas de mortalidad por enfermedad cardiovascular van declinando durante las últimas décadas en Europa, América del Norte y Australia/Nueva Zelanda, y van acelerándose en América Latina y del Sur, India y África (Méndez y Cowie, 2001). En los últimos años en algunos países se ha conseguido una reducción significativa de muertes debidas a esta enfermedad, esto ha sido posible por los esfuerzos de la prevención primaria y por una disminución de los niveles en los factores de riesgo (Beaglehole, 1990). Así, por ejemplo, en Estados Unidos se ha producido una disminución del 40% en las tres últimas décadas, y en Bélgica, Canadá, Japón, Australia, Nueva Zelanda y Finlandia han pasado a tener una tendencia decreciente desde los años 70. Por contra, nuestro país se encuentra entre los que han experimentado uno de los mayores incrementos durante este tiempo. Así pues, tanto por sus consecuencias humanas como económicas, las enfermedades coronarias son las que presentan la mayor transcendencia de cuantas existen en la actualidad.
La naturaleza de los trastornos coronarios es compleja y no existe un único factor responsable de su aparición y desarrollo, son trastornos multifactoriales, por lo que nos encontramos en la necesidad de hablar de «factores de riesgo», tal y como se ha demostrado epidemiológicamente, que parecen estar asociados con la mayor incidencia de estos trastornos.
Hay varios factores de riesgo que afectan al desarrollo y progresión de la enfermedad coronaria, habitualmente se dividen en tres grandes bloques en función de sus componentes y el desarrollo en su estudio, éstos son los factores de riesgo inherente: los tradicionales y los emocionales. Los factores de riesgo inherente son los que resultan de condiciones genéticas o físicas que no pueden ser cambiadas aunque se modifiquen las condiciones de vida y, por lo tanto, no son susceptibles de prevención ni de tratamiento, los principales son la edad y el sexo. Dentro de estos factores también se encuentran la diabetes mellitus y la historia familiar de accidentes cardiovasculares. En relación con el sexo los hombres presentan un mayor riesgo que la mujeres sobre todo en edades anteriores a los 45 años, a partir de esta edad tienden a igualarse. La edad es otro de los factores que mantiene una relación directa con el riesgo, a mayor edad mayor riesgo, siendo especialmente crítico a partir de los 40 años y máximo el riesgo en los 60. En lo que se refiere a los antecedentes familiares, la existencia de uno o más parientes con eventos coronarios, especialmente si estos eventos han tenido lugar antes de los 60 años, será un índice más de vulnerabilidad.
El grupo de factores tradicionales comprende aquellos que tienen un mayor componente físico/biológico, aunque también emocional, tales como el colesterol, los triglicéridos y la hipertensión arterial, y otros factores con mayor componente comportamental que biológico, pero que están ya establecidos como factores de riesgo tradicionales, tales como el consumo de tabaco. Dentro de este grupo también se encuentran la obesidad y la inactividad física.
Los factores de riesgo emocionales incluyen los no tan clásicos o tradicionales como el patrón de conducta Tipo A, las emociones de ira y hostilidad, la reactividad cardiovascular, la depresión, la ansiedad y la falta de apoyo social. Los factores emocionales de riesgo no se presentan aisladamente, sino que se influyen mutuamente, no pudiéndose delimitar finamente dónde comienza uno y dónde lo hace otro, y a su vez interactúan con los factores de riesgo tradicional.
Factores de riesgo modificables
La conducta juega un rol muy importante en todos los factores de riesgo, con la excepción de los factores genéticos. El comportamiento voluntario desempeñaría un papel sustancial en todos los factores de riesgo, de lo que se deduce que son potencialmente modificables. También estos factores de riesgo, además de influir en el desarrollo y curso de la enfermedad, están influidos por ésta y por el régimen de tratamiento. Por lo tanto, los cambios en las estrategias de conducta son decisivos de cara a la prevención y modificación de los factores de riesgo y en el tratamiento de la enfermedad coronaria, y hay que conocer el rol de cada uno de estos factores en los trastornos coronarios y el rol de la conducta en cada uno de los factores de riesgo.
Colesterol
La investigación epidemiológica, clínica y de laboratorio señala a la elevación del colesterol y otros lípidos plasmáticos, como uno de los factores de riesgo tradicional de la cardiopatía isquémica (por ejemplo, Clarkson, Manuck y Kaplan, 1986; Nafziger, Herrington y Bush, 1991). La relación entre el colesterol y las enfermedades cardiovasculares se considera causal por ser de carácter firme, gradual, constante e independiente de otros factores de riesgo.
Los niveles de colesterol LDL (lipoproteínas de baja densidad) presentan una fuerte relación positiva con la incidencia de cardiopatía isquémica, los de colesterol HDL (lipoproteínas de alta densidad) muestran una fuerte relación negativa (Clarkson, Manuck y Kaplan, 1986).
El incremento del riesgo de trastornos coronarios está determinado, en primer lugar, por niveles elevados de lipoproteínas de baja densidad (colesterol-LDL), y en segundo lugar por niveles reducidos de lipoproteínas de alta densidad (colesterol-HDL), mientras que el nivel total de colesterol en suero, la tasa HDL/LDL, así como el nivel de triglicéridos son de importancia adicional (Sebregts, Falger y Bär, 2000).
Aunque en la hiperlipidemia primaria la predisposición genética determina el rango de niveles de lípidos en plasma, los factores ambientales, como una dieta alta en colesterol y grasas saturadas, influyen drásticamente en las concentraciones de lípidos, por lo que hay que referir la relación entre dieta y colesterol, que es una relación que ha atraído una intensa investigación en los últimos años.
Los estudios de comida en humanos establecen una relación cuantitativa entre algunos constituyentes de la dieta y el colesterol en sangre. Los ácidos grasos saturados y la grasa animal incrementan el nivel de colesterol, y los ácidos grasos poliinsaturados derivados de fuentes vegetales reducen este nivel (Sebregts, Falger y Bär, 2000).
Hipertensión arterial
La hipertensión arterial se define como una elevación crónica de la presión sanguínea sistólica, de la diastólica, o de ambas, en las arterias. La hipertensión es uno de los factores de riesgo cardiovascular más importante, siendo el proceso que más frecuentemente se asocia con la arteriosclerosis y sus complicaciones. Varios estudios epidemiológicos con más de 400.000 adultos de edades comprendidas entre 25 y 70 años han demostrado convincentemente que la presión arterial elevada está asociada con un aumento del riesgo de trastornos cardiovasculares y cerebrovasculares (Whelton, 1994).
El estudio Framingham fue el primero en mostrar una relación positiva entre niveles de presión arterial y sucesos cardiovasculares en población adulta (Vokonas, Kannel y Cupples, 1988). Los datos del estudio Framingham muestran que la relación entre presión sanguínea y enfermedad cardiovascular es continua, empezando en niveles por debajo de los típicamente considerados como hipertensos (Levy y Kannel, 1988).
La presión arterial es una variable de distribución continua y, por tanto, el límite a partir del cual se considera a una persona como hipertensa se establece por convenio. El Comité de Directrices de la Organización Mundial de la Salud y de la Sociedad Internacional de Hipertensión (WHO-ISH) ha acordado adoptar la definición y clasificación establecidas por el Sexto Informe de la Junta del Comité Nacional de Detección, Evaluación y Tratamiento de la Presión Arterial Elevada de los Estados Unidos (JNC VI). Así, la hipertensión se define como una presión arterial sistólica de 140 mmHg o superior y/o una presión arterial diastólica de 90 mmHg o superior, en personas que no están tomando fármacos antihipertensivos (Subcomité de Directrices del Comité de Coordinación sobre Hipertensión leve de la Organización Mundial de la Salud y la Sociedad Internacional de Hipertensión, WHO-ISH, 1999).
Por supuesto, la hipertensión no se produce únicamente como resultado de la conducta, pero sí está fuertemente influida por muchos factores conductuales, entre los que cabe destacar la obesidad, la inactividad física, el consumo de tabaco, la excesiva ingesta de alcohol y la dieta.
Obesidad
La obesidad supone una enfermedad compleja multifactorial que se asocia con mucha frecuencia a hipertensión arterial, diabetes del adulto, hiperlipidemia e hiperuricemia, y a través de estos factores se produce un aumento del riesgo. La obesidad se plantea cuando la ingesta de calorías excede los requerimientos energéticos del cuerpo para su crecimiento y actividad física. Como resultado hay una acumulación de grasas almacenadas en forma de tejido adiposo. El mecanismo causal entre obesidad y trastornos coronarios no está del todo claro. Algunos autores incluso han cuestionado la validez de la obesidad como un factor de riesgo independiente (Keys, 1979) y en cambio otros sí la consideran como tal factor (Baum y Posluszny, 1999).
En el estudio Framingham se encontró una fuerte y positiva asociación entre el peso y la incidencia de enfermedad coronaria, particularmente entre las mujeres (Hubert, Feinleib, McNamara y Castelli, 1983). Las estimaciones derivadas de este estudio indican que si toda la población estuviera dentro del peso ideal, se reduciría un 25% la cardiopatía isquémica y un 35% la insuficiencia cardíaca congestiva y el infarto cerebral.
Más que la obesidad o el sobrepeso parece ser la distribución del tejido graso la que se correlaciona con la cardiopatía isquémica. La obesidad abdominal está asociada con presión sanguínea elevada y un aumento en plasma de lípidos y fibrinógeno (Larsson, Seidell, Svärdsudd, Welin, Tibblin, Wilhelmsen y Björntorp, 1989).
Consumo de tabaco
La relación del tabaco con una mayor incidencia de cardiopatía isquémica y enfermedades cardiovasculares proviene de estudios epidemiológicos y clinicopatológicos, se sabe que es uno de los principales factores que contribuyen a las tasas de mortalidad a través de una variedad de enfermedades tales como los trastornos cardiovasculares y el cáncer de pulmón (Tverdal, Thelle, Stensvold, Leren y Bjartveit, 1993). Pese a la escasez de datos experimentales o de mecanismos claramente identificados, se considera que esta asociación es causal.
La asociación de tabaquismo y el incremento de cardiopatía isquémica no se ha podido explicar. Se han esgrimido varios mecanismos a través de los cuales el tabaco media en los trastornos cardiovasculares. Así, por ejemplo, existe evidencia de sus efectos tanto en los procesos ateroscleróticos como trombóticos, daño en el endotelio vascular, efectos en la agregación y supervivencia plaquetaria, incrementa la agregación plaquetaria y eleva los niveles de fibrinógeno. La nicotina eleva la tasa cardíaca y la presión sanguínea y produce un incremento en la demanda de oxígeno miocardial (Benowitz, 1988). El monóxido de carbono, que unido a la hemoglobina termina formando la molécula carboxihemoglobina, disminuye la capacidad de la sangre para transportar oxígeno.
Dentro de los estudios epidemiológicos que muestran al tabaco como factor de riesgo están los datos del estudio Framingham (Truet, Cornfield y Kannel, 1967). Los datos obtenidos en él demostraron que el tabaco se relacionaba fundamentalmente con el infarto agudo de miocardio y la muerte súbita, aumentando su incidencia progresivamente a medida que lo hacía el número de cigarrillos consumidos. Los fumadores de este estudio tuvieron el doble de riesgo de enfermedad coronaria que los no fumadores (Levy y Kannel, 1988).
Los fumadores pasivos o involuntarios también incrementan el riesgo de enfermedad cardiovascular. En relación a este hecho un metaanálisis de estudios epidemiológicos examinó esta relación con un total de 18 trabajos con 6.813 casos de enfermedad coronaria (He, Vupputuri, Allen, Prerost, Hughes y Whelton, 1999). Ser fumador pasivo fue asociado con un incremento del 25% de riesgo de enfermedad coronaria entre los no fumadores. La permanente consistencia de la asociación entre fumador pasivo y riesgo de enfermedad coronaria a lo largo de diferentes poblaciones, diseños de estudios y medidas, sugiere la presencia de una relación causal.
En cambio, el consumo de alcohol tiene unas connotaciones diferentes. Así, el consumo moderado aumenta los niveles de lipoproteínas de alta densidad, lo que lo convierte en un agente cardioprotector. Por el contrario, grandes dosis de alcohol pueden ser cardiotóxicas y pueden producir cardiopatías; el alcohol puede aumentar la presión arterial, incrementando el riesgo de sufrir un accidente cardiovascular en pacientes hipertensos.
Actividad física
El estilo de vida sedentario, caracterizado por niveles bajos de actividad física, es un importante y modificable factor de riesgo cardiovascular (Blair, Horton, Leon, Lee, Drinkwater, Dishman, Mackey y Kienholz, 1996).
Los estudios epidemiológicos prospectivos indican que un estilo de vida inactivo está asociado con un incremento del riesgo de trastornos coronarios (Berlin y Colditz, 1990). Esta asociación puede ser explicada en parte por la relación entre la falta de ejercicio y los factores de riesgo tradicionales de enfermedad coronaria (Sebregts, Falger y Bär, 2000). Los individuos sedentarios tienen el doble de riesgo de morir de enfermedad coronaria comparados con individuos que realizan actividad física de forma regular (Powell y Blair, 1994).
El ejercicio regular es un cardioprotector, se ha encontrado que la actividad física disminuye los niveles de colesterol-LDL y los niveles de triglicéridos e incrementa los niveles de colesterol-HDL (Arakawa, 1996).
En pacientes con trastornos coronarios el entrenamiento con ejercicio a largo plazo puede mejorar la función ventricular (Giannuzzi, Temporelli, Corrà, Gattone, Giordano y Tavazzi, 1997). Además, el ejercicio físico puede tener un efecto psicológico favorable, tal como reducir los sentimientos de depresión y ansiedad, mejorar la calidad de vida y mejorar el funcionamiento mental (Kugler, Seelbach y Krüskemper, 1994).
Patrón de conducta Tipo A
El patrón de conducta Tipo A es un constructo epidemiológico que surge de las observaciones de Friedman y Rosenman sobre la conducta de sus pacientes cardíacos durante los años cincuenta (Matthews, 1982). La introducción del concepto por Friedman y Rosenman inicia un debate que ha sido de los más prominentes y controvertidos en el estudio psicológico de la enfermedad coronaria (Byrne, 1987). En 1981 el «National Institute for Heart, Lung and Blood», de los Estados Unidos, reunió un amplio grupo de especialistas en ciencias biomédicas y conductuales, y aceptó el Tipo A como un factor de riesgo independiente para los trastornos coronarios, con el mismo orden de magnitud que el riesgo asociado a cualquiera de los factores tradicionales, tales como la presión sistólica, el tabaco o el nivel de colesterol en suero (Review Panel on Coronary-Prone Behavior and Coronary Heart Disease, 1981).
Este patrón se concibe actualmente con un perfil multidimensional constituido por factores de diversa naturaleza. En esencia está constituido por componentes formales –voz alta, habla rápida, excesiva actividad psicomotora, gesticulación y otros manierismos típicos–, conductas abiertas o manifiestas –urgencia de tiempo, velocidad, hiperactividad e implicación en el trabajo–, aspectos motivacionales –motivación de logro, competitividad, orientación al éxito y ambición–, actitudes y emociones –hostilidad, impaciencia, ira y agresividad– y aspectos cognitivos –necesidad de control ambiental y estilo atribucional característico.
Haciendo una revisión de los resultados de los tres principales estudios prospectivos, los datos llevan a la confirmación del patrón de conducta Tipo A como un factor de riesgo de trastornos coronarios. Así, en el primer estudio prospectivo diseñado para examinar el riesgo coronario del Tipo A, el «Western Collaborative Group Study» (WCGS), con un seguimiento de 3.154 hombres sin trastornos coronarios (Rosenman, Brand, Jenkins, Friedman, Strauss y Wurm, 1975), los datos al final de 8,5 años de seguimiento mostraron que los que presentaban este patrón de conducta valorado con la «Entrevista Estructurada» tuvieron el doble de probabilidad de desarrollar un trastorno coronario comparados con los que presentaron un patrón de conducta Tipo B. En el «Framingham Study of Coronary Risk», a los 8 años de seguimiento de 1.674 individuos (Haynes, Feinleib y Kannel, 1980), se encuentra una incidencia significativa del Tipo A valorado con la «Escala Framingham» y enfermedad coronaria. En un tercer gran estudio, el «Belgian-French Pooling Project» (1984), usando la escala «Bortner» para valorar Tipo A, se encontró el doble de incidencia de trastornos coronarios en las personas situadas en el último cuarto de la escala comparadas con las que estaban en el primer cuarto.
Hemos de indicar que no todos los estudios han sido positivos en sus predicciones con respecto a este patrón de conducta. Por ejemplo, en el «Multiple Risk Factor Intervention Trial», con una población de 12.700 hombres libres de trastornos coronarios al comienzo del estudio, tras un promedio de 7 años de seguimiento, el patrón de conducta Tipo A valorado con la «Entrevista Estructurada» e «Inventario de Actividad de Jenkins» no estuvo relacionado con la incidencia de enfermedad coronaria (Shekelle, Hulley, Neaton, Billings, Borhani, Gerace, Jaobs, Lasser, Mittelmark y Stamler, 1985).
Pero si bien la relación entre Tipo A y trastornos coronarios parece generalmente aceptada, los mecanismos que los unen no han sido del todo definidos (Lane, White y Williams, 1984), existiendo varias líneas de trabajo que intentan encontrar un nexo entre ambos. Uno de los aspectos más importantes del Tipo A es la reactividad psicofisiológica, que contribuye al daño arterial, las personas Tipo A tienden a responder al medio ambiente de tal forma que aumentan los niveles de actividad de su sistema nervioso simpático. Esta persistente sobreactividad puede precipitar el desarrollo de trastornos cardiovasculares, ya que contribuye al daño arterial con el aumento de los depósitos de placas de colesterol. La hiperreactividad ha sido estudiada como un mediador entre el Tipo A y la realización de tareas (Ganster, Schaubroeck, Sime y Mayes, 1991). Un apunte importante es la interacción entre persona y situación que se produce en el Tipo A, de tal manera que las diferencias entre Tipo A y B son más pronunciadas bajo circunstancias particulares desafiantes. Las conclusiones del metaanálisis de Suls y Wan (1989) apuntan en esta dirección, encuentran consistentemente una alta reactividad en presión sistólica en los individuos Tipo A.
Otra línea de trabajo investiga los componentes específicos del gran constructo de Tipo A que están relacionados con enfermedad coronaria. Pioneros en estas investigaciones Matthews, Glass, Rosenman y Bortner (1977) analizaron factorialmente las puntuaciones de la «Entrevista Estructurada» obtenidas en el WCGS y encontraron cinco factores representando cada uno de ellos un patrón de características diferentes. Los análisis posteriores de las características individuales revelaron que la hostilidad y ciertos estilos de voz fueron los más predictivos de enfermedad coronaria.
Ira y hostilidad
Consecuente con una larga historia de teoría y observaciones clínicas, ya son varios los estudios que encuentran que bien la ira o la hostilidad son factores de riesgo significativos de enfermedad coronaria y trastornos cardiovasculares, independientemente de los demás factores de riesgo (por ejemplo, Matthews, Glass, Rosenman y Bortner, 1977; Haynes, Feinleib y Kannel, 1980; Barefoot, Dahlstrom y Williams, 1983; Siegman, Dembroski y Ringel, 1987; Miller, Smith, Turner, Guijarro y Hallet, 1996; Everson, Kauhanen, Kaplan, Goldberg, Julkunen, Tuomilehto y Salonen, 1997).
Los dos grandes metaanálisis de revisión sobre las conductas y factores de personalidad asociados con los trastornos coronarios, el de Booth-Kewley y Friedman (1987) y Matthews (1988), apuntan en sus resultados que la ira y la hostilidad son predictores significativos de trastornos coronarios, con la matización de que entre ellos la hostilidad presenta la más alta asociación.
Entre los estudios de seguimiento que aportan datos sobre esta relación se encuentran los más conocidos, como el estudio Framingham, donde al cabo de 8 años de seguimiento de pacientes que habían sufrido trastornos coronarios se encontró una asociación entre no mostrar ira (medida con la «Escala de Ira de Framingham») y trastornos coronarios en trabajadores de «cuello blanco» con edad inferior a 65 años. En mujeres entre 55 y 64 años que desarrollaron un trastorno de este tipo se encontró significativa la puntuación de ira hacia dentro, siendo su puntuación más alta que la del grupo que no desarrolló trastornos, y también fue significativa la puntuación de discutir sobre ira, más baja en el grupo con patologías; se establece una relación predictiva de ira hacia dentro y trastornos coronarios (Haynes, Feinleib y Kannel, 1980).
Con los participantes del «Western Electric Study» a los que se les aplicó la anterior escala, tras 10 años de seguimiento, las puntuaciones altas de hostilidad fueron predictivas de enfermedad coronaria, y a los 20 años seguían siéndolo incluso de más trastornos, en ambos controles se habían controlado los demás factores de riesgo (Shekelle, Gale, Ostfeld y Paul, 1983).
De entre la serie de procesos que se han sugerido como posibles mecanismos en la unión entre ira-hostilidad y salud, la reactividad fisiológica es un elemento común en la mayoría de las proposiciones (Smith y Brown, 1991). La hostilidad está asociada con un incremento de la reactividad cardiovascular a desafíos psicológicos que puede contribuir a la enfermedad coronaria (Smith, 1992). Varios estudios han encontrado que el estrés y la hostilidad interactúan en su influencia en la reactividad cardiovascular (por ejemplo, Suárez y Williams, 1990; y Davis, Matthews y McGrath, 2000).
Otra de las líneas de trabajo identificando hostilidad como factor de riesgo de trastornos coronarios ha focalizado su atención en la hostilidad como componente del Tipo A, son ya varios los estudios que han encontrado ira u hostilidad en calidad de elementos de este patrón de conducta como altamente predictivos de este tipo de trastornos (entre otros, Haynes, Feinleib y Kannel, 1980; Dembroski y Costa, 1987; Hecker, Chesney, Black y Frautschi, 1988; Dembroski, McDougall, Costa y Grandits, 1989).
Depresión
Varios estudios han mostrado que la depresión es un factor de riesgo significativo de enfermedad coronaria, infarto de miocardio y mortalidad cardíaca (Barefoot, Helms, Mark, Blumenthal, Califf, Haney, O’Connor, Siegler y Williams, 1996; Pratt, Ford, Crum, Armenian, Gallo y Eaton, 1996; Barefoot y Schroll, 1996). Los análisis post-hoc de varios grupos de datos de estudios longitudinales sugieren que la depresión está asociada con la incidencia de enfermedad coronaria en individuos inicialmente sanos (Barefoot y Schroll, 1996; Ford, Mead, Chang, Cooper-Patrick, Wang y Klag, 1998). Por ejemplo, en el examen de un estudio prospectivo de 2.832 adultos sanos del «National Health Examination Follow-Up Study» el autoinforme de depresión fue asociado con un incremento significativo del riesgo de enfermedad isquémica cardíaca mortal y no mortal (Anda, Williamson, Jones, Macea, Eaker, Glassman y Marks, 1993).
La evidencia más convincente acerca de los efectos patogénicos de emociones negativas ha surgido de los consistentes hallazgos del incremento de posteriores sucesos coronarios entre los pacientes cardíacos que están deprimidos (Carney, Rich y Jaffe, 1995). Los pacientes que tienen depresión después de un infarto de miocardio tienen una mortalidad significativamente más alta que los pacientes sin depresión (Frasure-Smith, Lespérance y Talajic, 1995), y este riesgo no está limitado a la depresión mayor.
Los mecanismos que median la relación depresión-muerte cardíaca son el foco de interés de varias investigaciones. La evidencia sugiere que los pacientes cardíacos que están deprimidos tienen reducida la variabilidad de la frecuencia cardíaca (Carney, Saunders, Freedland, Stein, Rich y Jaffe, 1995), reducido el control barorreflejo (Watkins y Grossman, 1999), incrementada la reactividad de las plaquetas e hiperactividad del sistema simpatoadrenal. Se cree que la disminución de la variabilidad de la frecuencia cardíaca refleja incrementos en el tono simpático y/o decrementos en la actividad vagal; sin embargo, a pesar de la posibilidad de múltiples mecanismos patofisiológicos uniendo la depresión con los sucesos cardíacos, no se ha documentado una relación causal directa (Lespérance y Frasure-Smith, 2000).
Otras investigaciones intentan clarificar el potencial rol mediador de varios factores relacionados con la depresión, tales como el fracaso de adherencia al cuidado médico, el incremento en el uso de sustancias, la disminución de la calidad de vida y los trastornos en el nivel de neurotransmisores, que podrían impactar negativamente en la función cardíaca (Wielgosz y Nolan, 2000).
Ansiedad
También están relacionadas con trastornos cardíacos la ansiedad y aflicción, y el estrés predispone a la enfermedad cardiovascular o precipita los episodios isquémicos, ataques cardíacos y otros estados patológicos (Niedhammer, Goldberg, Leclerc, David y Landre, 1998)
Hay importante evidencia epidemiológica recogida a lo largo de un período de 32 años en el estudio de seguimiento «Normative Aging Study», en el que la preocupación y la ansiedad están prospectivamente asociados con enfermedad coronaria fatal y muerte cardíaca súbita (Kawachi, Sparrow, Vokonas y Weiss, 1994; Kubzansky, Kawachi, Spiro, Weis, Vokonas y Sparrow, 1997). En este estudio los hombres con síntomas de ansiedad tuvieron un riesgo más elevado de trastornos coronarios fatales, especialmente muerte cardíaca súbita (Kawachi, Sparrow, Vokonas y Weiss, 1994). También hay evidencia que sugiere que la ansiedad podría estar implicada en el desencadenamiento de un suceso coronario agudo. En el «Determinants of Myocardial Infarction Onset Study» la ansiedad (sumada con la ira) se encontró que estaba asociada con un incremento del riesgo de infarto de miocardio (Mittleman, Maclure, Sherwood, Mulry, Tofler, Jacobs, Friedman, Benson y Muller, 1995).
No sólo la ansiedad generalizada, sino también la ansiedad fóbica, ha estado asociada con el aumento del riesgo cardíaco en varias poblaciones (Herrmann, Brand-Driehorst, Buss y Rüger, 2000). La ansiedad temprana después de un infarto de miocardio también está asociada con un incremento del riesgo de sucesos isquémicos y arritmias (Moser, y Dracup, 1996).
Asimismo, existen resultados que encuentran una asociación entre la depresión y la ansiedad que incide en el pronóstico de pacientes cardíacos. Por ejemplo, Carinci, Nicolucci, Ciampi, Labbrozzi, Battinardi, Zotti y Tognoni (1997) en su estudio, aunque no confirman el incremento de frecuencia en mortalidad (6-meses) entre pacientes depresivos recuperados de un infarto agudo de miocardio, observan que los pacientes que estaban más deprimidos aumentaron claramente la mortalidad; si al mismo tiempo no eran ansiosos, este resultado fue independiente de los indicadores de riesgo físicos. Herrmann, Brand-Driehorst, Buss y Rüger (2000) realizaron un estudio para analizar la relación entre la depresión y la ansiedad en el pronóstico de pacientes cardíacos, examinaron los efectos en 5 años de mortalidad en pacientes que habían sido enviados al cardiólogo para una prueba de ejercicio. Se obtuvieron datos de supervivencia de 5.017 sujetos que completaron la escala «Hospital Anxiety and Depression Scale» (HADS) antes de la prueba de ejercicio, y los resultados mostraron que la depresión estaba asociada con alta mortalidad, en tanto que la ansiedad fue asociada con baja mortalidad.
Reactividad cardiovascular
Una exagerada responsividad fisiológica a los estresores diarios y a cierto tipo de conductas está implicada en el desarrollo de la expresión clínica de la enfermedad coronaria (Krantz y Manuck, 1984; Clarkson, Manuck y Kaplan, 1986; Van Egeren y Sparrow, 1989) y de la hipertensión esencial (Obrist, 1981; Menkes, Matthews y Krantz, 1989). El concepto de reactividad cardiovascular se refiere a cambios en una variedad de parámetros psicofisiológicos, tales como presión sistólica, diastólica, frecuencia cardíaca, en respuesta a los estímulos medioambientales (Smith, Allred, Morrison y Carlson, 1989).
La evidencia de la asociación entre reactividad autonómica y neuroendocrina y la enfermedad coronaria viene determinada por los datos obtenidos en investigaciones con animales, de los resultados de investigaciones prospectivas y de casos controlados realizadas con humanos y de los estudios experimentales que han examinado los correlatos fisiológicos de las conductas de riesgo coronario (véase Manuck y Krantz, 1986). También se ha demostrado una elevada reactividad cardiovascular a estresores estandarizados de laboratorio en pacientes que han experimentado un infarto agudo de miocardio comparados con personas que no han tenido infarto (Corse, Manuck, Cantwell, Giordani y Matthews, 1982).
Una de las presunciones fundamentales de la relación entre reactividad cardiovascular-estrés y patología es que la reactividad exhibida por los individuos presenta una consistencia a lo largo del tiempo. Los individuos responden de la misma manera o de forma similar cuando son confrontados con los mismos estresores o con estresores parecidos a lo largo del tiempo (Allen, Sherwood, Obrist, Crowell y Grange, 1987). La reactividad cardiovascular al estrés parece ser una característica individual estable. Se han descubierto varios patrones de respuesta a las situaciones estresantes, pero hay un patrón particular de respuesta que implica la rama beta-adrenérgica del sistema nervioso simpático y en el que Obrist (1981) y su equipo se han interesado especialmente por su especial relación con los trastornos cardiovasculares.
Falta de contacto o actividad social
En las últimas décadas se ha presenciado un incrementado interés en el impacto de vínculos sociales o apoyo social en la enfermedad, y especialmente en enfermedades cardiovasculares. La falta de contacto o actividad social surge como un factor de riesgo para mortalidad cardiovascular y para todas las causas de mortalidad prematura (Kamarck, Manuck y Jennings, 1990).
En la revisión de Niaura y Goldstein (1992) sobre factores socioculturales e interpersonales que contribuyen al desarrollo de trastornos cardiovasculares identificaron una asociación positiva entre los siguientes factores y enfermedad coronaria: factores ocupacionales (tensión en el trabajo, control bajo, pocas posibilidades de ascenso, poco apoyo social en el trabajo), estrés y aislamiento social; el apoyo social, en cambio, mitiga los efectos de factores de riesgo psicosociales en la enfermedad cardiovascular.
El apoyo social es un factor que ofrece un efecto protector con respecto a la morbilidad y mortalidad de trastornos cardiovasculares. Varios estudios epidemiológicos (por ejemplo, Berkman y Syme, 1979; House, Robbins y Metzner, 1982; Blazer, 1982) han encontrado asociaciones significativas entre niveles bajos de apoyo social e incremento de mortalidad. Otros estudios han encontrado una relación muy directa con trastornos cardiovasculares, incluyendo alta prevalencia de angina de pecho (Medalie y Goldbourt, 1976) e infarto de miocardio (Reed, McGee, Yano y Feinleib, 1983).
Cuatro estudios prospectivos han demostrado que las personas que se encuentran más aisladas socialmente tienen mayor riesgo de muerte que las personas con mayor implicación social, y estos efectos aparecen aún cuando están ajustadas las variables de sexo, clase social, estatus y variables bioquímicas (William y Dressler, 1989). También se ha estudiado el efecto del apoyo social en personas que han tenido infarto de miocardio y se ha encontrado, por ejemplo en una evaluación prospectiva, que el riesgo de recurrencia de trastornos cardíacos fue muchísimo más elevado en personas que vivían solas que en las que vivían acompañadas (Case, Moss, Case, McDermott y Eberly, 1992).
También la relación entre apoyo social y patrón de conducta Tipo A ha sido el foco de varias investigaciones, y varios autores han sugerido que el contexto en el que transcurre la emoción y la conducta del Tipo A es un determinante del aumento del riesgo de estos factores.
Orth-Gomér y Undén (1990), en un estudio de 10 años de seguimiento a 150 hombres de mediana edad, encontraron que la falta de apoyo social fue un predictor independiente de mortalidad de los Tipo A, pero no de los Tipo B; el apoyo social tuvo un efecto directo en mortalidad de los Tipo A que no estuvo mediado por ninguno de los factores cardiovasculares o bioquímicos examinados, en los Tipo B no se encontró tal efecto. De aquí se desprende que el apoyo social puede tener un efecto protector en los sujetos con patrón de conducta Tipo A.
A pesar de la evidencia existente sobre el efecto positivo del apoyo social en la salud física no está claro cómo opera el apoyo social para producir estos efectos (Gerin, Pieper, Levy y Pickering, 1992).
Kamarck, Manuck y Jennings (1990) han sugerido que el apoyo social puede operar a un nivel psicofisiológico como un moderador del estrés y la reactividad cardiovascular. Uchino y Garvey (1997) encuentran que la disponibilidad de apoyo social modera la reactividad cardiovascular a un agudo estresor y que simplemente el tener un acceso potencial al apoyo es suficiente para fomentar la adaptación al estrés.
Modificación de los factores de riesgo y efectividad de los programas de rehabilitación
Los factores psicológicos inciden en diferentes estadios del desarrollo de los trastornos cardiovasculares. Asimismo, en la etiología, prevención y tratamiento de este tipo de patología existe una interacción evidente entre variables conductuales, fisiológicas, ambientales y socioculturales.
Las intervenciones conductuales se han orientado tanto hacia la prevención en población de alto riesgo, como al tratamiento y rehabilitación de los pacientes tras sufrir algún episodio de alteración cardiovascular.
En el primer caso, el objetivo principal ha sido cambiar las conductas manifiestas que incrementan la vulnerabilidad cardiovascular de la persona. Así, el tratamiento se ha dirigido a modificar: a) hábitos y estilos de vida (dieta, obesidad, sedentarismo, consumo de tabaco); b) factores psicosociales (estilo de conducta Tipo A, estados depresivos o las manifestaciones emocionales negativas del tipo de la ira, la ansiedad y la hostilidad); y c) a mejorar la adherencia a las medidas de prevención o rehabilitación.
En el segundo caso, la intervención incide en el tratamiento y rehabilitación de las funciones físicas, psicológicas y sociales afectadas por el trastorno cardiovascular.
Dieta
Eventualmente, el mero consejo o advertencia acerca del peligro que entrañan determinados hábitos, en conjunción con la prescripción de una serie de medidas para modificarlos, puede ser suficiente para inducir cambios a corto plazo en la conducta de riesgo. Tal ocurre, por ejemplo, en relación a los efectos de la modificación de los hábitos dietéticos sobre los niveles de presión arterial. Diversos estudios controlados muestran descensos significativos a corto plazo en la presión arterial tras reducir el consumo de sal, colesterol y/o grasas (Shibata y Hatano, 1979; Morgan, Adam, Gillies, Wilson, Morgan y Carney, 1978; Beard, Cooke, Gray y Barge, 1982; Morgan, Adam, Gillies, Reeves, Foreyt, Scott, Mitchell, Wohlleb y Gotto,1982; Silman, Locke, Mitchell y Humpherson, 1983; Thuesen, Henriksen y Engby, 1986). Sin embargo, en estos trabajos, en general, la intervención se limitó a facilitar directrices o recomendaciones para conseguir el cambio en el régimen alimenticio. Sólo en algún caso (Wing, Caggiula, Nowalk, Koeske, Lee y Langford, 1984) la prescripción dietética fue complementada con la aplicación de estrategias conductuales específicas (control de estímulos, auto-control y establecimiento de metas).
Por otra parte, queda aún por determinar en esta área la estabilidad a largo plazo de los resultados obtenidos. Algunos trabajos sugieren que un período de tratamiento de un año es el tiempo mínimo requerido para que los cambios en los patrones de conducta queden incorporados de forma estable en el repertorio de hábitos del paciente (Ornish, Brown, Scherwitz, Billings, Armstrong, Ports, McLanahan, Kirkeeide, Brand y Gould, 1990). Asimismo, en lo que se refiere al consumo de sal, existe una alta variabilidad individual entre la cantidad de sodio contenida en la dieta y los niveles de presión sanguínea (Dawber, Kannel, Kagan, Donadebian, McNamara y Pearson, 1967; Kawasaki, DeLea, Bartter y Smith, 1978). De modo que personas que siguen dietas ricas en sal mantienen niveles de presión uniformemente bajos; en cambio, otras se muestran especialmente sensibles a este factor dietético. A efectos de prevención sería conveniente identificar a estas personas, para quienes tal tipo de indicaciones dietéticas serían especialmente pertinentes.
Pérdida de peso
Las variaciones en el peso corporal están asociadas a cambios en los niveles de presión sanguínea, y ello tanto en personas normotensas como en pacientes hipertensos (Chiang, Perlman y Epstein,1969; Eliahou, Iana, Gaon, Shochat y Modan, 1981; Hovell, 1982).
Jacobs, Wing y Shapiro (1987) hacen una revisión de los estudios en los que se evalúa el efecto a largo plazo del descenso ponderal sobre los niveles de presión arterial. En estos trabajos se utilizaron tratamientos variados que incluían desde la mera prescripción de pérdida de peso al seguimiento de dietas hipocalóricas (especificadas por escrito y/o supervisadas por un especialista), acompañadas o no de ejercicio y disminución del consumo de tabaco.
En todos los casos se informó un descenso significativo de la presión arterial asociado a la reducción del peso. Además, esta relación se mantuvo constante incluso durante un seguimiento de cinco años de duración (Stamler, Farinaro, Mojonnier, Hall, Moss y Stamler, 1980).
En estos estudios no se aplicaron programas de tratamiento conductual orientados a la reducción del peso. No obstante, existe una amplia bibliografía sobre técnicas y programas conductuales dirigidos al tratamiento de la obesidad, cuya aplicación podría optimizar los resultados obtenidos en esta área (véase, por ejemplo, Brownell y Foreyt, 1986; Saldaña, 1994).
Ejercicio
En general, la práctica regular de actividad física produce efectos beneficiosos a nivel cardiovascular y reduce el riesgo de muerte asociado a este factor (Bernadet, 1995; Whaley y Blair, 1995). Se han encontrado bajas tasas de mortalidad debida a enfermedad cardiovascular en personas que mantienen un nivel alto de preparación física (Blair, Kolh, Paffenbarger, Clark, Cooper y Gibbons, 1989; Blair, Horton, Leon, Lee, Drinkwater, Dishman, Mackey y Kienholz, 1996). En pacientes hipertensos se relaciona con un descenso de la presión arterial y una mejoría sustancial del estado de salud cardiovascular (Horton, 1981). Del mismo modo, el desarrollo de ejercicio graduado resulta aconsejable en la prevención del infarto de miocardio y en su rehabilitación (Wenger, 1978).
La intervención en este ámbito sigue las mismas líneas de los programas tradicionales de fomento del ejercicio físico. Los mejores resultados se han obtenido en pacientes con hipertensión borderline. Estos efectos beneficiosos han sido atribuidos a un descenso de la tasa cardíaca y del flujo sanguíneo muscular; factores ambos que contribuyen a atenuar la circulación hipercinética observada en estas personas (Pickering, 1982). No obstante, el ejercicio posee también una serie de efectos no específicos (aumento del colesterol HDL, pérdida de peso, regulación de los niveles de azúcar en sangre, reducción del patrón de conducta Tipo A, disminución del nivel de ansiedad y depresión) que hacen de él un componente útil en cualquier programa de intervención cardiovascular (Blumenthal, McKee, Haney y Williams, 1980; Kugler, Seelbach y Krueskemper, 1994).
Sin embargo, hay que tener en cuenta que no todas las modalidades de ejercicio tienen un efecto positivo a nivel cardiovascular. El sobreesfuerzo puede ser peligroso y la actividad excesivamente suave o esporádica resulta ineficaz. Por otra parte, no todos los pacientes se hallan en condiciones de afrontar un mismo nivel de actividad física. Ello obliga a diseñar programas de ejercicio individuales, adaptados a las características hemodinámicas de cada caso. Por último, los efectos beneficiosos sólo se mantienen con un entrenamiento continuado, revirtiéndose tras unas pocas semanas de inactividad (Scheuer y Tipton, 1977).
Patrón de conducta Tipo A
El patrón de conducta Tipo A es uno de los factores de riesgo cardiovascular que más atención ha recibido. La investigación en este ámbito se ha centrado en la evaluación de la eficacia de programas multicomponente dirigidos a modificar, preventivamente o en un marco rehabilitador, este perfil de personalidad (Thoresen y Powell, 1992; Levine, 1994).
En general, la intervención supone la alteración de los elicitadores ambientales del patrón de conducta, así como la modificación de los mecanismos de autorregulación que lo caracterizan (Friedman, Thorensen, Gill, Ulmer, Thompson, Powell, Price, Elek, Rabin, Breall, Piaget, Dixon, Bourg, Levy y Tasto, 1982; Suinn, 1982; Chesney, Frautschi y Rosenman, 1985). Aunque también se ha utilizado psicoterapia dinámica y de apoyo, la intervención más extendida es la basada en la terapia de conducta. De hecho, esta última ha demostrado mayor efectividad en la modificación del Tipo A (Suinn, 1982). Desde un esquema cognitivo-conductual se han empleado técnicas de autocontrol y autoinstrucciones con el fin de modificar tanto la atención selectiva como los errores atribucionales que contribuyen a la disrregulación del patrón de conducta Tipo A (Friedman y cols., 1982). En la misma línea, mediante relajación y biofeedback, se ha tratado de aumentar la conciencia del paciente sobre los síntomas de tensión, fatiga e incomodidad, tratando de convertir éstos en señales para reducir el nivel de activación (Yarian, 1976; Suinn y Bloom, 1978). Este tipo de intervención se complementa con contratos conductuales en los que se especifican las metas a conseguir y los refuerzos asociados a la introducción de cambios en la forma de pensar o actuar (Friedman y cols., 1982). En general, estas y otras técnicas cognitivo-conductuales se han articulado en programas de intervención multicomponente (Jenni y Wollersheim, 1979; Friedman y cols., 1982; Friedman, Ulmer, Brown, Breall y Dixon, 1986; Roskies, Seraganian, Oseashon, Hanley y Collu, 1986; Friedman, Thorensen, Gill, Ulmer, Price, Gill, Thompson, Rabin, Brown, Levy y Bourg, 1987).
A este respecto, un metaanálisis de los estudios que presentan un control adecuado muestra que los pacientes que siguen tratamientos psicológicos reducen en media desviación estándar su puntuación Tipo A, produciéndose entre ellos un 50% menos de episodios coronarios durante los tres años siguientes a la intervención (Nunes, Frank y Kornfeld, 1987). Además, este trabajo evidencia que la eficacia del tratamiento psicológico no se debe a la alteración de otros factores de riesgo (tabaco, hipertensión, colesterol), sino a la modificación directa del patrón de conducta Tipo A.
Asimismo, del trabajo de Nunes y cols. (1987) se concluye que la intervención más eficaz es la de carácter multifactorial, concretamente aquella que incluye entre sus componentes: a) un protocolo formativo o educacional sobre patología coronaria y sus factores de riesgo, incluido el Tipo A; b) entrenamiento en estrategias de afrontamiento (relajación o reestructuración cognitiva); y c) la aplicación de métodos conductuales (ensayo en imaginación, role-playing) dirigidos a desarrollar formas de afrontamiento alternativas a las manifestadas por el Tipo A.
En la medida en que la conducta Tipo A actúa como un mecanismo de defensa frente a sentimientos de inseguridad y desánimo (Friedman y Rosenman, 1974; Price, 1982), su modificación puede generar síntomas depresivos, que deben ser tenidos en cuenta, y cuyo tratamiento debe ser incorporado al programa de intervención.
Ira, hostilidad y ansiedad
Tanto los dos componentes del patrón de conducta Tipo A, ira y hostilidad, como la ansiedad, han sido también identificados como factores de riesgo cardiovascular (Miller, Smith, Turner, Guijarro y Hallet, 1996) y de muerte debida a alteraciones en este sistema (Barefoot, Dalhstrom y Williams, 1983; Barefoot, Larsen, Von der Lieth y Schroll, 1995).
Las personas con altas puntuaciones en medidas de ansiedad y hostilidad presentan una mayor prevalencia de ateroesclerosis (Matthews, Owen, Kuller, Sutton-Tyrrell y Janse-McWilliams, 1998; Iribarren, Sidney, Bild, Liu, Markowitz, Rosenman y Matthews, 2000). El nexo entre estos factores y el trastorno coronario se establecería a través de la mayor frecuencia y recurrencia de episodios de intensa activación fisiológica en respuesta a situaciones estresantes. Los sujetos con altos valores de hostilidad tienden a responder a las situaciones de estrés con elevaciones de la presión arterial, del nivel de lípidos en sangre y de cortisol. Este patrón de activación se repite con cierta regularidad, dada la inclinación a desarrollar conflictos interpersonales que presentan estas personas (Suárez y Williams, 1989; Smith y Pope, 1990; Smith y Leon, 1992).
Se han elaborado diferentes intervenciones cognitivo-conductuales para el control de la ansiedad y de la ira (Moon y Eisler, 1983; Meichembaum, 1985; Hollon y Beck, 1994; Barlow y Lehman, 1996). Entre ellas, el entrenamiento en manejo de ansiedad (Suinn y Richarson, 1971; Suinn, 2001) y los procedimientos de inoculación de estrés (Novaco, 1975, 1977a, 1977b, 1980; Meichembaum y Jaremko, 1983; Meichembaum, 1985) han demostrado experimentalmente su eficacia en el control de estas variables psicológicas. No obstante, queda aún por comprobar si los resultados conductuales conseguidos mediante la aplicación de estas técnicas reducen también el riesgo cardiovascular, induciendo cambios adecuados a nivel fisiológico (por ejemplo, descenso de los niveles de presión arterial, de colesterol, o de reactividad cardíaca), y si tales modificaciones tienen continuidad en el tiempo.
Adherencia al tratamiento
El seguimiento irregular de las medidas de tratamiento, tanto farmacológicas como psicológicas, puede convertirse en una conducta de riesgo adicional. Así, por ejemplo, la falta de adherencia a las medidas prescritas para atajar factores de riesgo, como la obesidad o la hipertensión, puede propiciar la aparición de problemas cardiovasculares, e incluso dificultar su posterior tratamiento y rehabilitación (Burke y Dunbar-Jacobs, 1995; Foreyt y Poston, 1996).
Son múltiples los factores que influyen sobre la adecuada adherencia al tratamiento. Uno de los más comunes es la falta de información, tanto del paciente como de sus familiares, acerca de la enfermedad, de los objetivos perseguidos con el tratamiento y sobre qué tipo de actividades son seguras y cuáles suponen riesgo (Mayou, Williamson y Foster, 1976). El paciente puede, asimismo, presentar creencias y cogniciones erróneas que generan niveles de ansiedad elevados y cursan con conductas fóbicas y supersticiosas (por ejemplo, en relación a la práctica de ejercicios suaves, respecto al sexo, a la conducción de vehículos o a la posible recurrencia de un infarto en las circunstancias o fechas en las que tuvo lugar el episodio) (Hackett y Cassem, 1978).
Otros factores que también condicionan la conducta de adherencia son el curso y severidad del trastorno, el tipo de relación familiar del paciente, las exigencias del plan de tratamiento propuesto y variables de tipo social y ambiental, como la situación económica, la disponibilidad de apoyo social o la accesibilidad al centro sanitario.
Se debe actuar sobre estos factores con el fin de conseguir un seguimiento óptimo del programa de tratamiento. La intervención incluye desde medidas educativas, mediante las que se facilita información detallada al paciente y a su entorno próximo, hasta la aplicación de técnicas cognitivas y de modificación de conducta (Hamilton, Roberts, Johnson, Tropp, Anthony-Ogden y Johnson, 1993; Burke y Dunbar-Jacobs, 1995; Foreyt y Poston, 1996). En general, este tipo de intervención mejora la efectividad del tratamiento farmacológico o conductual al que complementa, optimizando aspectos tales como el uso de la medicación, el cambio de hábitos dietéticos o el mantenimiento de pautas de ejercicio o de actividad física concretas (Foreyt y Poston, 1996; Levine, 1994; Barnard, Akhtar y Nicholson, 1995; Brownell y Cohen, 1995; Burke y Dunbar-Jacobs, 1995). Desafortunadamente, la adecuación a las circunstancias peculiares de cada paciente ha dado lugar a una gran diversidad de formatos de intervención que hace difícil determinar la eficacia comparada de cada uno de ellos.
Técnicas de intervención conductual
En el tratamiento conductual de los problemas cardiovasculares se han empleado diversas modalidades de intervención terapéutica, dirigidas bien a proporcionar control directo sobre una o varias funciones cardiovasculares, bien a instruir al paciente en habilidades de afrontamiento del estrés.
En lo que se refiere al primer aspecto, las técnicas de biofeedback se han aplicado al tratamiento de la hipertensión esencial. Múltiples estudios, empleando diferentes modalidades de feedback (presión sanguínea, velocidad de la onda del pulso, tasa cardíaca, temperatura, electromiograma, actividad electrodermal…) han demostrado la efectividad de esta técnica en la reducción a corto plazo de los niveles de presión elevados (Goldstein, 1982; Shapiro y Jacobs, 1983; Chesney, Agras, Benson, Blumenthal, Engle, Foreyt, Kaufman, Levenson, Pickering, Randall y Schwartz, 1987; McCann, 1987). No obstante, no son menos abundantes los trabajos en los que no se consiguen resultados significativos, éstos son de escasa magnitud y de poca estabilidad temporal, o no se logran cambios sustanciales en el nivel de reactividad cardiovascular del paciente (Ford, 1982; McGrady, Utz, Woemer, Bernal y Higgins, 1986; Jacobs, Wing y Shapiro, 1987; Blanchard, Guy, McCaffrey, Wittrock, Musso, Berger, Aivasyan, Khramelashvili y Salenko, 1988; Jureck, Higgins y McGrady, 1992).
Esta falta de coherencia ha sido atribuida a diferentes factores: al perfil de personalidad y el estado hemodinámico (hipertensión borderline vs. crónica) de los pacientes sobre los que se efectuaron los estudios, al hecho de que éstos siguieran o no algún tratamiento farmacológico y a la diversidad de métodos de feedback empleados (Pickering, 1982; Mukhopadhyay y Turner, 1997).
En cualquier caso, la consideración de esta técnica como un método de tratamiento eficaz en relación a la hipertensión esencial pasa por la realización de estudios en los que se evalúen los aspectos antes mencionados. Además, deberían analizarse los factores que determinan, cuando la técnica se muestra eficaz, la generalización de los efectos desde el ámbito clínico al entorno cotidiano del paciente. En este sentido, sería conveniente efectuar una evaluación conductual previa a la intervención, determinar el estado hemodinámico del paciente, detectar aquellas situaciones ante las que muestra mayor reactividad y complementar el tratamiento en biofeedback con entrenamiento en habilidades de afrontamiento específicas. En relación a este último extremo, determinadas modalidades de feedback podrían optimizarse utilizando esta técnica en combinación con métodos de relajación (Patel, 1975; Buby, Elfner, May, 1990).
Los métodos de relajación (relajación progresiva, entrenamiento autógeno, control de la respiración, meditación trascendental) se han aplicado como técnicas indirectas de control de la presión arterial, que conseguirían tal efecto mediante la reducción de la reactividad al estrés. Sin embargo, estudios controlados no respaldan de forma convincente la efectividad de la relajación en la atenuación de la reactividad cardiovascular ante situaciones de estrés (Cottier, Shapiro y Julius, 1984; Jacob y Chesney, 1986; Jacob y cols., 1987). Una excepción a estos resultados se plantea en relación a la relajación muscular progresiva, al entrenamiento autógeno y a la meditación trascendental. Con respecto a la primera técnica existe evidencia reveladora de la eficacia del entrenamiento en relajación muscular como método de reducción de la presión arterial (Davison, Williams, Nezami, Bice y Dequattro, 1991; Johnston, 1991; Alexander, Schneider y Staggers, 1996; Boota, Varma y Singh, 1995; González y Amigo, 2000; Amigo, Fernández y González, 2001; Amigo, Fernández, González y Herrera, 2002). Una revisión metaanalítica y cualitativa (Linden, 1994), si bien descarta el entrenamiento autógeno como tratamiento de elección para la hipertensión, destaca las posibilidades de esta técnica en la prevención de la angina de pecho y en la rehabilitación postinfarto. Por otra parte, estudios controlados con pacientes hipertensos han demostrado que la práctica de la meditación trascendental es una técnica eficaz en la reducción de los niveles de presión sanguínea (Alexander, Langer, Newman, Chandler y Davies, 1989; Schneider, Alexander y Wallace, 1992; Alexander, Robinson, Orme-Johnson, Schneider y Walton, 1994). Empero, el hecho de que estos trabajos hayan sido realizados con personas de características muy específicas (ancianos, de raza negra, con nivel de hipertensión leve) hace de la meditación trascendental una técnica solo probablemente eficaz, a la espera de confirmar tal efectividad mediante estudios con muestras de mayor representatividad poblacional.
Por último, los métodos de manejo del estrés aglutinan un conjunto dispar de técnicas conductuales y cognitivas. Entre ellas se encuentran la práctica de la relajación en situaciones generadoras de estrés, los procedimientos de desensibilización, el aprendizaje discriminativo en relación a situaciones inductoras de activación fisiológica, el entrenamiento en habilidades sociales, asertividad y solución de problemas, así como diversos procedimientos de reestructuración cognitiva (Blumenthal y Wei, 1993; Johnson, Gold, Kentish, Smith, Vallance, Shah, Leach y Robinson, 1993; Bennett y Carroll, 1994). En general, estas técnicas se han utilizado de forma combinada siguiendo diseños de intervención adaptados a la situación y características peculiares de los pacientes, lo cual hace difícil establecer criterios de eficacia comparada entre ellos. No obstante, estos programas han demostrado una alta eficacia específica en el tratamiento y rehabilitación de personas con riesgo de enfermedad cardiovascular y en pacientes coronarios.
Programas de tratamiento y rehabilitación
Los programas de tratamiento y rehabilitación descritos en la literatura se han aplicado fundamentalmente a pacientes que han sufrido un infarto de miocardio, y en menor medida a aquellos otros que han sido objeto de cirugía coronaria, sufren de angina de pecho o de estenosis coronaria.
El «Recurrent Coronary Prevention Project» (RCPP) (Friedman y cols., 1982; Friedman, Thorensen, Gill, Powell, Ulmer, Thompson, Price, Rabin, Breall, Dixon, Levy y Bourg, 1984) ha demostrado que intervenciones centradas en la modificación de conducta resultan eficaces en la reducción tanto de la morbilidad como de la mortalidad cardíaca. En este amplio ensayo participaron 865 hombres y mujeres, víctimas de infarto de miocardio. Fueron asignados aleatoriamente bien a un grupo control, que recibía asesoramiento cardíaco (formación sobre regímenes, dieta y ejercicio), o bien a un grupo experimental en el que además se incluía un módulo de modificación del patrón de conducta Tipo A (instrucción en métodos de relajación, en identificación de síntomas de estrés y en el cambio de las cogniciones asociadas al mismo). En ambos casos la intervención se llevó a cabo en grupo. La tasa de recurrencia de episodios cardíacos a los 4,5 años fue significativamente menor (p<.005) para los pacientes experimentales (12,9%) que para los de control (21,2%).
En el «Lifestyle Heart Trial» (LHT) (Ornish y cols., 1990; Ornish, Scherwitz, Doody, Kerten, McLanahan, Brown, DePuey, Sonnemaker, Haynes, Lester, McAlister, Hall, Burdine y Gotto, 1993) 48 pacientes coronarios fueron aleatoriamente asignados bien a un protocolo rutinario de tratamiento médico, bien a un programa de modificación del estilo de vida. Este último incluía ejercicio físico pautado, entrenamiento en técnicas de manejo de estrés (meditación o relajación), grupo de discusión y una dieta vegetariana estricta (1.400 Kcal/día). Los pacientes sometidos a este tratamiento mostraron un descenso en el nivel de colesterol (20.5%) y los episodios de angina se redujeron a un 91% (la frecuencia en el grupo control fue de 165%). Además, se produjo una reducción significativa en la estenosis coronaria. De modo que los pacientes tratados redujeron ésta de un 40% a un 37,8%, en tanto que los controles la incrementaron de un 42,7% a un 46,1%. En consecuencia, de este estudio se concluye que, al menos en el caso de algunos pacientes, es factible conseguir una regresión de la ateroesclerosis coronaria mediante un programa de cambio de conducta y estilo de vida, y ello aun en ausencia de tratamiento farmacológico alguno.
En el «Ischemic Heart Disease Life Stress Monitoring Program» (IHDSLM) (Frasure-Smith y Prince, 1985, 1989) los pacientes fueron distribuidos al azar entre un grupo control (N= 224) y un grupo de control de estrés (N= 229). En esta última condición eran atendidos por personal de enfermería especialmente adiestrado para intervenir (proporcionando apoyo social inespecífico) cuando el nivel de estrés del paciente era elevado. Esta situación es muy similar a la que se plantea en la práctica clínica habitual, pero no permite determinar qué aspecto de la intervención resulta determinante en relación a los efectos observados. Al año de seguimiento, la tasa de mortalidad de los pacientes tratados fue la mitad de la de los controles. No obstante, un seguimiento a largo plazo mostró una pérdida progresiva de estos efectos con el transcurso del tiempo.
En un estudio llevado a cabo por Burell (1996) 261 pacientes de ambos sexos, que habían sido sometidos a cirugía coronaria (bypass), fueron distribuidos al azar entre un grupo de intervención conductual y otro de control en el que se les facilitaban cuidados rutinarios. El tratamiento incluía: modificación del patrón de conducta Tipo A, entrenamiento en solución de problemas y adiestramiento en habilidades para hacer frente al dolor, la ansiedad y el estrés. La intervención se prolongó durante un año, con sesiones de seguimiento durante el segundo y tercer año. Transcurridos 5-6,5 años desde la intervención quirúrgica, el grupo experimental presentó una tasa de mortalidad significativamente inferior a la del control, y tuvo una menor incidencia de episodios cardiovasculares (por ejemplo, infartos, nuevas intervenciones o angioplastia).
Conclusiones
En este artículo se han revisado las intervenciones psicológicas dirigidas tanto a actuar sobre los factores de riesgo de enfermedad cardiovascular como hacia el tratamiento y rehabilitación de este tipo de trastornos. En ambos casos, los estudios disponibles avalan lo apropiado de este tipo de intervención, aunque se plantean limitaciones que, salvo excepciones, no permiten hablar de tratamientos de eficacia bien establecida. Así, la introducción de hábitos saludables en la dieta, la pérdida de peso y la práctica regular de actividad física, tienen consecuencias beneficiosas sobre el sistema cardiovascular. No obstante, son escasos los trabajos que emplean técnicas conductuales en la introducción de estos hábitos saludables en el repertorio del paciente. A este respecto, queda aún por concretar qué tipo de protocolo de intervención psicológica pueda resultar más eficaz en la modificación de tales factores de riesgo cardiovascular.
En relación a la prevención de los factores de riesgo emocional (patrón de conducta Tipo A, ira, hostilidad, ansiedad…), la situación es algo distinta. Se han elaborado paquetes específicos de tratamiento que han mostrado su eficacia en la modificación de estos factores. Así, en relación al Tipo A, la intervención eficaz debería integrar un componente educacional, estrategias de afrontamiento y ensayo conductual. Por otra parte, en el control de las emociones de ira, hostilidad y ansiedad, programas como la inoculación de estrés y el entrenamiento en manejo de ansiedad resultan eficaces en la modulación de variables conductuales y cognitivas; si bien, se desconoce aún si tal eficacia alcanza también a los factores de riesgo biológico concomitantes a estas emociones.
La intervención conductual no se limita únicamente a estos factores de riesgo, sino que actúa también como adjunto al tratamiento, ya sea éste farmacológico o psicológico, mejorando la adherencia a las medidas terapéuticas. Sin embargo, la gran diversidad de factores que inciden en el seguimiento adecuado del tratamiento ha forzado la elaboración de protocolos personalizados y, por tanto, difíciles de contrastar en cuanto a su grado de eficacia.
En lo referente a la rehabilitación del paciente con trastorno cardiovascular establecido, las técnicas de tratamiento conductual han tenido como objetivo bien conseguir control voluntario sobre una o varias funciones cardiovasculares (frecuencia cardíaca, presión sanguínea, temperatura periférica…), bien instruir al paciente en habilidades de afrontamiento de estrés. En el primer caso, la aplicación de diversas técnicas de biofeedback ha dado lugar a resultados contradictorios. La adecuación del procedimiento a cada caso, mediante un minucioso análisis conductual previo a la intervención, y la generalización de los efectos del tratamiento a las situaciones de vida cotidiana que debe enfrentar el paciente, pueden justificar esta falta de uniformidad. Entre las técnicas de relajación, la meditación trascendental se plantea como una intervención probablemente eficaz en el tratamiento de la hipertensión esencial. Otro tanto se puede afirmar del entrenamiento autógeno respecto a la rehabilitación postinfarto y a la prevención de la recurrencia de la angina de pecho.
En cuanto al entrenamiento en habilidades de afrontamiento, bajo la denominación común de métodos de manejo de estrés, se han agrupado diversas combinaciones de técnicas cognitivo-conductuales, de probada eficacia en la modificación de factores de riesgo psicológico asociados al trastorno cardiovascular. Si bien, de nuevo, la gran diversidad y especificidad de estos programas impide concretar uno o varios de ellos como los más efectivos.
En cualquier caso, aun a pesar de los beneficios derivados de algunas de estas intervenciones, su presencia en los programas de rehabilitación cardíaca es, en general, bastante reducida. Concretamente, se estima que menos del 50% de los programas de rehabilitación incluyen intervenciones psicológicas específicas (Rutledge, Linden, Davies y The Canadian Amlodipine/Atenolol in Silent Ischemia Study (CASIS) Investigators, 1999). Distintos factores determinan esta situación.
Por una parte, no existe una definición de lo que es o debería ser una intervención psicológica apropiada, y tampoco hay un claro consenso acerca de quién debería recibir este tratamiento (Linden, 2000). Por otro lado, no están todavía del todo claros los mecanismos a través de los cuales las variables psicológicas inciden en los resultados del tratamiento cardíaco. Tampoco se dispone de evidencia convincente que permita concretar qué características psicológicas (grado de ansiedad, depresión, ira, etc.) predicen más fiablemente los efectos del tratamiento. Se necesita, asimismo, conocer con más precisión cómo afectan los factores psicológicos al tratamiento, y qué variables deberían ser tratadas con prioridad para poder facilitar la creación de programas de intervención más ajustados a los pacientes con trastornos coronarios.
En cualquier caso, dada la diversidad de factores psicosociales y fisiológicos que inciden en los trastornos cardiovasculares, el marco general del protocolo de intervención debe adaptarse a la situación peculiar de cada paciente, con el fin de asegurar la máxima efectividad del tratamiento. La controversia tratamientos estandarizados versus personalizados es de crucial importancia al considerar las implicaciones en la práctica clínica de los resultados de las investigaciones. Los estudios con tratamientos controlados, por razones de puridad metodológica, utilizan en exceso intervenciones estandarizadas. Estos estudios, aunque con intención loable, ignoran la evidencia de que los tratamientos de corte individual son más potentes que los estandarizados. En este sentido, su aplicación estricta al ámbito clínico puede conllevar la pérdida de los beneficios derivados de la adaptación del tratamiento a las circunstancias peculiares de cada paciente (Rozanski, Blumenthal y Kaplan, 1999). Además, el proceso de rehabilitación presenta gran variabilidad entre pacientes, acentuándose estas diferencias en función del grado de severidad de la enfermedad y del tipo de intervención médica que se le practique.
Por otra parte, convendría desarrollar programas de prevención de aplicación temprana (al inicio de la vida), dado que las conductas y estilos de vida problemáticos en relación con la enfermedad cardiovascular (hábitos dietéticos inadecuados, falta de actividad física, tabaquismo…) a menudo se inician en la primera infancia (Cunnane, 1993).
Por último, un aspecto adicional a añadir en la evaluación de la eficacia de estos tratamientos psicosociales es la consideración del coste económico asociado a su desarrollo y aplicación. Esta clase de estudios aún están por realizar en nuestro entorno. En el ámbito anglosajón se ha encontrado una reducción sustancial en las pérdidas económicas por baja laboral (Oldridge, 1991) y en los costes derivados de la hospitalización del paciente (Ades, Huang y Weaver, 1992). No obstante, la mayoría de las publicaciones sobre evaluación en rehabilitación cardíaca describen los resultados de programas multicomponente, y la evaluación de los resultados asociados a cada uno de los componentes individuales es prácticamente imposible con este tipo de diseños.
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