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Psicothema was founded in Asturias (northern Spain) in 1989, and is published jointly by the Psychology Faculty of the University of Oviedo and the Psychological Association of the Principality of Asturias (Colegio Oficial de Psicología del Principado de Asturias).
We currently publish four issues per year, which accounts for some 100 articles annually. We admit work from both the basic and applied research fields, and from all areas of Psychology, all manuscripts being anonymously reviewed prior to publication.

PSICOTHEMA
  • Director: Laura E. Gómez Sánchez
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  • ISSN: 0214-9915
  • Digital Edition:: 1886-144X
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Psicothema, 2003. Vol. Vol. 15 (nº 3). 427-432




LA EXPERIENCIA EMOCIONAL COMO PREDICTOR DE LOS COMPORTAMIENTOS DE RIESGO

Amparo Caballero, Pilar Carrera, Flor Sánchez, Dolores Muñoz y Amalio Blanco

Universidad Autónoma de Madrid

La capacidad predictiva de la teoría de la conducta planificada (TCP) (Ajzen y Madden, 1986) en una conducta de riesgo prototípica como es la relación sexual sin preservativo es moderada (Albarracín, Johnson, Fishbein y Muellerleile, 2001). En este trabajo hemos elegido la conducta de montar en un vehículo sabiendo que su conductor ha bebido alcohol en exceso, y a la TCP hemos añadido como predictor de la intención conductual la experiencia emocional que el sujeto informa haber experimentado cuando en el pasado inmediato realizó esta conducta. Nuestros resultados señalan la importancia de la experiencia emocional vivida en el pasado como predictor de las intenciones de repetir la conducta de riesgo en el futuro (R= 49.1%), siendo incluso las variables emocionales más relevantes que la actitud, que la norma social subjetiva y que el control percibido.

The emotional experience and the prediction of risk behaviours. The predictive capacity of the Theory of Planned Behaviour (TPB) (Ajzen & Madden, 1986) in a prototypical risk behaviour such as unprotected sex has shown itself to be no more than moderate (Albarracín, Johnson, Fishbein & Muellerleile, 2001). In the present work we chose the behaviour of getting into a vehicle knowing that the driver has drunk excessive alcohol, and we took as predictors of behavioural intention, in addition to the TPB variables, the emotional experience reported by the subject on performing this behaviour in the recent past. Our results indicate the importance of considering people’s emotional experience in the past as predictor of intention to repeat the risk behaviour in the future (R2= 49%), the emotional variables being even more relevant than attitude, subjective social norm and perceived control.

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Contrariamente a lo que ha supuesto la teoría, los resultados procedentes de la investigación han sido remisos a confirmar las numerosas hipótesis que han defendido una relación, directa y no pocas veces causal, entre el componente cognitivo y el componente conativo del comportamiento. El estudio de los comportamientos de riesgo (ver el reciente trabajo de Lameiras, Rodríguez y Dafonte, 2002) no ha sido una excepción: la mayoría de los estudios se han organizado alrededor del modelo de creencias de salud (HBM de Becker, 1974; Rosenstock, 1974), de la teoría de la acción razonada (TAR de Fishbein y Azjen, 1975; Ajzen y Fishbein, 1977; Fishbein, 1980) y de la teoría de la conducta planificada (TCP de Ajzen, 1988, 1991; Ajzen y Madden, 1986). La capacidad predictiva de estos modelos no es posible calificarla, sin embargo, más allá de moderada. Por ejemplo, un reciente metaanálisis de las investigaciones llevadas a cabo desde la TAR y de la TCP en torno al uso del preservativo (Albarracín, Johnson, Fishbein y Muellerleile, 2001, p. 5), señala una relación moderada (r.= .45) con las intenciones, parecida a la que éstas mantienen con las actitudes (r.= .58) y con el control percibido (r.= .45), aunque algo mayor que la que se perfila con las normas subjetivas (r.= .39), variables todas ellas centrales en ambas teorías. Todo ello con la particularidad de que cuando se controla el efecto de la conducta pasada, se reduce la influencia de las normas y del control percibido sobre la intención de usar el preservativo, aunque se mantiene la influencia de las actitudes (Albarracín et al., 2001).

A la necesidad de tener en cuenta el comportamiento como posible fuente de actitud se añade la importancia de la emoción. En el caso de los comportamientos de riesgo, el papel de los factores emocionales vendría a ser más que evidente, ya que la propia naturaleza de estos comportamientos, como en algún otro momento hemos puesto de manifiesto (Blanco et al., 2000), lleva aneja una característica fundamental, la de incertidumbre, y ésta forma parte del proceso emocional. Para algunos de los modelos clásicos, el origen de la emoción se encuentra precisamente en la interrupción de los planes que las personas hacen de manera racional y voluntaria (Mandler, 1984). La discrepancia con lo previsto da lugar a un proceso de activación al que se añaden procesos cognitivos y conductuales que dan lugar a la experiencia emocional.

Pero cuando hablamos de emoción se hace necesaria otra puntualización: la dimensión evaluativa, normalmente basada en informaciones sobre creencias, afectos y conductas asociadas a un objeto, no puede ser asimilada a una emoción. Los procesos afectivos pueden influir en la evaluación, pero no están contenidos plenamente en ella. En la tradición cognitiva que arranca con Fishbein y Azjen (1975) ha sido frecuente considerar equivalentes la dimensión de evaluación y la de afecto, y en no pocas ocasiones las emociones se han incluido dentro de la categoría de evaluación. Esta relación inclusiva supone, por ejemplo, que la medida de lo bueno o malo que se considere un objeto de actitud (evaluación) podría deducirse de su asociación con emociones positivas o negativas. Haddock y Zanna (1999, p. 77) señalan que los modelos de actitud que asumen una organización de componentes múltiples (cognitivo, afectivo y conativo) definen la información afectiva como sentimientos y emociones asociados con el objeto de actitud. Estos modelos de componentes múltiples incluyen únicamente las implicaciones evaluativas de los sentimientos y emociones, pero no cabe decir que tengan en cuenta las emociones propiamente dichas, porque éstas no necesariamente se corresponden, ni mucho menos se agotan, en el componente evaluativo (Giner-Sorolla, 2001). Si bien este acercamiento a las emociones puede ser aceptable cuando se quiere reflejar su diferencia con el componente cognitivo (principalmente formado por argumentos a favor y/o en contra del objeto de actitud), parece menos adecuada cuando queremos reflejar una definición de emoción que incluya los conceptos de pasión, subjetividad e intencionalidad que, según algunos autores (ver p.e. Averill, 1997), la caracterizan.

Tal vez sea el componente de pasión el que mejor nos ayude a explicar la diferencia que queremos subrayar entre evaluaciones y emociones. La pasión implica una alta activación fisiológica y la dirección de nuestra atención hacia lo que nos ha provocado la reacción. Cuando está de por medio la pasión, se nos hace difícil prestar atención a nada más; tan sólo cuando la intensidad disminuye podemos empezar a «evaluar» la situación, tomar decisiones y coordinar nuestras reacciones conductuales y cognitivas. La mayoría de las teorías sobre emociones que incluyen evaluación cognitiva («appraisal») aceptan una reacción inmediata y una más lenta que implica mayor deliberación (Lazarus, 1991). Sería posible entender las reacciones afectivas como una dimensión continua que fuera desde una reacción inmediata, con una mínima participación de procesos cognitivos superiores, a otra con mayor elaboración sobre los pros y los contras asociados al objeto de actitud (Giner-Sorolla, 1999). Dependiendo de las circunstancias (p.e. tiempo, motivación y capacidad) las emociones y/o las evaluaciones podrían influir de manera diferencial en los comportamientos.

La consideración de las emociones en el marco de la teoría de la acción razonada y de la conducta planificada no es nueva. Ajzen y Driver (1991), por ejemplo, encuentran útil la distinción entre creencias afectivas y creencias instrumentales, y esto les permite explicar porqué hay conductas con consecuencias negativas que, sin embargo, son evaluadas como placenteras. Pfister y Bohm (1992), estudiando preferencias hacia personas famosas y ciudades, incluyeron además de la evaluación actitudinal, emociones concretas, y con ello aumentaron significativamente la proporción de varianza explicada.

En relación con la conducta de riesgo más frecuente entre nuestros jóvenes, la violación de algunas normas de tráfico (Pérez, Lucas, Dasi y Quiamzade, 2002), autores como Parker, Manstead y Stradling (1995) encontraron que una vez controladas las variables de la TCP, la anticipación de afectos ayudaba significativamente en la predicción de las intenciones. Richard, van der Pligt y de Vries (1995, 1996), y Richard, de Vries y van der Pligt (1998) pudieron observar que actitud y anticipación de culpa son constructos diferentes que se complementan en la predicción de la conducta sexual de riesgo. Sheeran y Orbell (1999) incluyeron también la anticipación de culpa, y encontraron resultados similares: la anticipación de sentimientos de culpa, esa «emoción bajo sospecha» (Etxebarría, 2000), junto con las normas descriptivas (lo que los otros hacen) versus prescriptivas (lo que los demás dicen que debería hacerse), explicaba gran parte de la varianza en la intención de jugar a la lotería, una vez controlados el resto de los factores clásicos (actitudes, normas subjetivas y control percibido).

En este trabajo hemos seguido la pauta del anterior (Sánchez, Caballero, Carrera, Blanco y Pizarro, 2001), pero intentando explorar el papel que la experiencia emocional, junto con el resto de los factores de la TCP (actitud, norma subjetiva y control percibido), está jugando en la predicción de la intención de repetir conductas de riesgo. En este caso, hemos elegido la conducta de ir en un coche sabiendo que el conductor ha bebido alcohol en exceso, toda vez que se trata de una conducta frecuente entre nuestros jóvenes durante los fines de semana.

Método

Participantes y procedimiento

Participaron en esta investigación de manera voluntaria 77 estudiantes de los primeros cursos de Psicología de la Universidad Autónoma de Madrid (88% mujeres y 12% varones, con una edad media de 20 años). Esta muestra fue seleccionada a partir de su respuesta afirmativa a la pregunta: «¿Has montado alguna vez en un coche sabiendo que su conductor/a había bebido alcohol en exceso?». Cada participante completó individualmente un cuestionario en el que estaba garantizado el anonimato de sus respuestas.

Material

Elaboramos un cuestionario con formato de autoinforme estructurándolo en los siguientes bloques de ítems:

1. Cuatro ítems en los que se preguntaba por la experiencia previa del sujeto en la conducta de riesgo analizada (ir en un vehículo conducido por una persona bebida), frecuencia con la que había realizado esta conducta, tiempo pasado desde la última vez que la había realizado, y presencia o no de otras personas cuando la hizo.

2. Un ítem en el que se preguntaba por la valoración personal de la conducta de riesgo en una escala de 7 puntos (muy negativa-muy positiva).

3. Un ítem para medir control percibido sobre la conducta en una escala de 7 puntos (totalmente controlable-nada controlable).

4. Dos ítems relacionados con la norma social subjetiva (escala de 7 puntos): ¿Cuál es la opinión de tus amigos sobre las personas que realizan este tipo de conducta? (muy negativa-muy positiva). ¿En qué medida estás de acuerdo con ellos en esa opinión? (nada de acuerdo-totalmente de acuerdo). En los análisis estadísticos utilizamos el producto de ambos ítems como medida de la norma social subjetiva.

5. Dos ítems sobre la dimensión afectiva de evaluación (negativa-positiva) y sobre la dimensión afectiva de activación (relajación-activación), ambas en una escala de 7 puntos en los que se preguntaba por la experiencia afectiva que recordaban haber sentido en tres momentos temporales distintos: antes, durante y después de la realización de la conducta.

6. Para recoger información sobre las emociones concretas que los sujetos recordaban haber sentido al realizar la conducta de riesgo, incluimos seis etiquetas emocionales (alegría, tristeza, miedo, culpa, ira y vergüenza) en una escala de 7 puntos de intensidad (no sentida-sentida muy intensamente), y preguntamos por la experiencia emocional en tres momentos temporales distintos: antes, durante y después de realizar la conducta de riesgo.

7. Por último se incluía un ítem sobre la intención de repetir la conducta de riesgo en el futuro, midiendo esta intención en una escala de 7 puntos (ninguna intención-mucha intención).

Resultados

La mayoría de los participantes (82%) habían realizado esta conducta con amigos, un 90% la había realizado alguna o bastantes veces, y el 39% lo había hecho recientemente (hace unos días, hace unas semanas).

Uno de nuestros principales focos de interés en este trabajo era profundizar en el conocimiento de la experiencia emocional asociada a la realización de esta conducta de riesgo, de manera que comenzamos los análisis calculando las intensidades medias tanto en las dos dimensiones afectivas utilizadas (evaluación y activación), como en las emociones básicas específicas, diferenciando siempre en los datos las tres fases temporales pedidas en el cuestionario: experiencia emocional recordada antes, durante y después de realizar la conducta de riesgo (ver Tabla 1). Los resultados mostraron que las emociones más relevantes asociadas a la realización de esta conducta de riesgo fueron la alegría, especialmente antes y después de realizar la conducta, el miedo antes y durante la realización de la conducta, y en menor medida la culpa, que presentó una intensidad cercana al punto medio de la escala, especialmente después de realizar la conducta. La dimensión activación se mostró también relevante, especialmente antes y durante la realización de la conducta, mientras que la dimensión de evaluación fue ligeramente positiva antes y después de la conducta. Estos resultados nos llevaron a prescindir en los siguientes análisis de las emociones de culpa, tristeza, enfado y vergüenza, dado que sus niveles no superaban en ningún momento el punto medio de la escala (nivel 4 de intensidad).

Para examinar en profundidad los cambios en la experiencia emocional a lo largo de las tres fases temporales realizamos un ANOVA intra-sujeto tanto para cada una de las dimensiones afectivas (activación y evaluación) como para las emociones de alegría y miedo. Estos análisis mostraron siempre un efecto significativo de las fases temporales: en la dimensión de evaluación F(2, 72)= 16.8, p<.001; en la dimensión de activación F(2, 70)= 13.71, p<.001; en la emoción de alegría F(2, 71)= 15.32, p<.001 y en la emoción de miedo F(2, 70)= 55.81, p<.001. Utilizando la comparación de los efectos principales con la corrección de Bonferroni para controlar la tasa de error, encontramos diferencias significativas en la dimensión de evaluación entre los momentos de antes y durante (p<.001) y entre durante y después (p<.016); en la dimensión de activación entre los momentos de antes y después (p<.001) y entre durante y después (p<.001); en alegría entre los momentos de antes y después (p<.03), entre antes y durante (p<.002) y entre durante y después (p<.001); en miedo entre los momentos de antes y durante (p<.001), entre durante y después (p<.001) y entre antes y después (p<.001). Estos resultados nos muestran que el ánimo al realizar esta conducta de riesgo es significativamente más positivo antes (M= 4.23, SD= 1.7) y después (M= 3.96, SD= 1.98) que durante su realización (M= 3.32, SD= 1.66) donde el ánimo es ligeramente más negativo. El nivel de activación fue especialmente elevado antes (M= 5.03, SD= 1.56) y durante (M= 5.27, SD= 1.5) la realización de la conducta, relajándose después de terminada (M= 3.97, SD= 1.99). La emoción de alegría presentó una gran variedad entre los distintos momentos temporales: la intensidad fue significativamente más alta después de terminada la conducta (M= 4.05, SD= 2.02), algo menor antes de hacerla (M= 3.28, SD= 1.9) y muy escasa durante la conducta (M= 2.73, SD= 1.74). La emoción de miedo también presentó un patrón diferente en cada momento, siendo máximo durante la realización de la conducta (M= 5.13, SD= 1.87), algo menor antes (M= 4.41, SD= 1.97) y muy bajo después de terminada (M= 2.44, SD= 1.73).

Previos a los análisis de regresión para conocer los factores que predicen la intención de repetir la conducta de riesgo en el futuro, calculamos las correlaciones entre las variables de la TCP y las medidas de la experiencia emocional. Ninguna correlación entre estos factores fue superior a .74, indicando que la multicolinealidad no es un problema grave en nuestros datos (ver Tabachnik y Fidell, 1989).

Un primer análisis de regresión por pasos sucesivos con las puntuaciones estandarizadas de las variables propuestas por la TCP (actitud, norma social subjetiva y percepción de control) sobre la intención de repetir la conducta mostró un nivel de predicción moderado (26.6%), siendo la actitud personal hacia la conducta (beta= .35, p<.002) y la norma social subjetiva (beta= .27, p<.01) los factores más relevantes.

El siguiente análisis de regresión por pasos sucesivos lo realizamos dejando al margen las variables de la TCP, de manera que para predecir la intención de repetir la conducta utilizamos únicamente las variables de experiencia emocional que habían presentado mayores intensidades (dimensiones de evaluación y activación y las emociones de alegría y miedo). Este análisis mostró un nivel de explicación del 49% en la predicción de la intención de repetir la conducta, siendo relevantes, en sentido inverso, el miedo experimentado mientras se realizaba la conducta (beta= -.44, p<.001), y en relación directa la dimensión de evaluación (beta= .30, p<.007) y la alegría recordada después de realizar la conducta (beta= .19, p<.036).

En un tercer análisis de regresión por pasos quisimos evaluar en qué medida la inclusión de la información emocional junto con las variables de la TCP mejoraba el nivel de explicación de la intención de repetir esta conducta de riesgo. Este análisis mostró un modelo con un 49.1% de varianza explicada y en él adquirían una especial relevancia la emoción de miedo mientras se realizaba la conducta (beta= -.35, p<.001), la dimensión de evaluación emocional (beta= .30, p<.007), y la norma social subjetiva (beta= .245, p<.014). La actitud sobre la conducta de riesgo no fue incluida en ninguno de los modelos, siendo su peso no significativo (beta= .087 p>.05), y tampoco lo fue la percepción de control (beta= .02, p>.05). Revisamos las correlaciones entre actitud e intención de repetir la conducta y arrojó un resultado moderado (r= .48), menor incluso que las encontradas entre la emoción de miedo mientras se realizaba la conducta y la intención de repetirla (r= -.61), y menor también que la dimensión de evaluación afectiva (r= .60).

Dadas las numerosas y polémicas contradicciones en las relaciones encontradas entre actitud y conducta (ver Ajzen y Fishbein, 2000), quisimos añadir a estos análisis prospectivos un análisis retrospectivo. Calculamos la intención media que tenían nuestros participantes de repetir la conducta de riesgo en el futuro, y encontramos una intención baja (M= 2.09, SD= 1.4). Recordemos, sin embargo, que estos participantes habían informado haber realizado «alguna» (31%) o «bastantes» (59%) veces esta conducta, lo que nos indica la necesidad de revisar las relaciones entre los factores que predicen la intención de repetir una conducta y las conductas que luego realmente se realizan. La correlación entre la intención de repetir la conducta en el futuro y el comportamiento realizado en el pasado mostraba una correlación moderada y significativa (r=.46, p<.001).

Nuestras medidas no incluían datos sobre la conducta real de riesgo de nuestros participantes después del autoinforme, de manera que optamos por calcular una regresión retrospectiva sobre la frecuencia de realización de la conducta en el pasado inmediato de nuestros participantes. Dicha frecuencia la medimos en una escala de tres puntos (baja-media-alta frecuencia), que, a decir verdad, introduce claros sesgos en el análisis de manera que los resultados sólo debemos atenderlos como orientación para futuros trabajos.

Cuando utilizamos los factores de la TCP en esta regresión retrospectiva encontramos una predicción del 6.7% de la frecuencia de realización de la conducta, siendo la actitud la variable más relevante (beta= .28, p<.014). Cuando realizamos otro análisis de regresión con la experiencia emocional recordada (dimensiones emocionales y las emociones de alegría y miedo) sobre la frecuencia de realización de la conducta en el pasado reciente del sujeto, el nivel de predicción subió a un 22%, siendo el miedo sentido durante la realización de la conducta (beta= -.48, p<.001) la emoción más relevante. Si utilizamos conjuntamente los factores de la TCP y las emociones, el porcentaje de la varianza explicada por la regresión mantiene los mismos resultados que cuando utilizamos sólo la experiencia emocional recordada (22%).

A pesar de los sesgos introducidos por la escala con la que medimos frecuencia de la conducta en el pasado de los participantes, los datos de las regresiones retrospectivas indican que la experiencia emocional recordada nos ayuda más a explicar la frecuencia de realización de esta conducta de riesgo que las variables procedentes de la TCP. En los análisis prospectivos sobre la intención de repetir la conducta de riesgo en el futuro, la experiencia emocional ha mostrado también mayor relevancia que las variables clásicas de la TCP.

Estos resultados nos hacen pensar en la necesidad de incluir los factores emocionales en la predicción no sólo de las intenciones conductuales, sino de la conducta real de las personas. Debemos recordar que las correlaciones entre los factores de la TCP y la experiencia emocional que los sujetos recuerdan haber experimentado antes, durante y después de realizar la conducta de riesgo (dimensiones afectivas de evaluación y activación, y las emociones de alegría y miedo) fueron siempre moderadas, siendo la más alta la correlación entre actitud y la dimensión de evaluación afectiva (r= .57), lo que nos indica que miden factores diferentes y que no es adecuado considerar que la actitud incluye todos los aspectos afectivos asociados a la conducta de riesgo analizada.

Discusión

En 1991 Ajzen animaba a incluir nuevas variables en la TCP que ayudaran a mejorar los niveles explicativos del modelo. Entre ellas, no se encuentra la emoción. Nuestro trabajo toma en consideración esta variable y explora el papel que la experiencia emocional vivida, y luego recordada, tiene en la predicción de la intención de repetir dicha conducta en el futuro. También consideramos, aunque de manera muy tentativa dada la poca información que teníamos recogida sobre la frecuencia de la conducta de riesgo en el pasado inmediato de los jóvenes, la explicación retrospectiva de esta conducta.

En este trabajo hemos explorado la aportación que los factores «calientes» (Haddock y Zanna, 1999; Ajzen y Fishbein, 2000) juegan en la explicación de porqué las personas montan en un coche conducido por una persona que ha abusado del alcohol. Nuestra elección se ha centrado en la experiencia emocional concreta (emociones, y no afectos o meras evaluaciones) que los jóvenes dicen experimentar antes, durante y después de realizar esta conducta. Estudios previos con otras conductas de salud han mostrado ya la utilidad de esta perspectiva integradora (p.e. Richard, van der Pligt y de Vries, 1996; Sheeran y Orbell, 1999; Sánchez et al., 2001).

Nuestros resultados nos confirman, en primer lugar, que se trata de una conducta bastante frecuente entre los jóvenes, y que la alegría y el miedo parecen ser las emociones que mejor definen la experiencia afectiva de estos jóvenes. La primera se asocia temporalmente con los momentos previos y posteriores a su ejecución, mientras que el miedo sigue una pauta previa, como la alegría, pero se inserta como emoción en el transcurso de su realización. La culpa, como era previsible, hace acto de presencia después de la ejecución de la conducta, aunque sus niveles son moderados y nunca sobrepasan el punto medio de la escala.

Curiosamente, aunque sabemos por datos previos que la actitud ante esta conducta es claramente negativa y su intención de repetirla es baja, la mayoría confiesa realizarla con relativa frecuencia, lo que pone en duda la capacidad del modelo de la TCP para anticipar la ejecución de esta conducta en el futuro. Esta falta de coherencia se ve reflejada en los moderados porcentajes de explicación que las variables procedentes de esta teoría tienen sobre la intención de repetir la conducta en el futuro: un 26.6% en nuestro estudio. Un nivel de explicación que con seguridad sería menor si en vez de manejar la intención manifestada en un autoinforme pudiéramos saber con certeza la conducta que el joven realizará en el futuro. Merece la pena subrayar que el contexto social que rodea la realización de esta conducta, y que en nuestro trabajo queda definido por la norma subjetiva, tuvo un peso similar al de la actitud. En las conductas inscritas en un contexto social relevante, como es el caso de los amigos/as entre los jóvenes, las actitudes y las normas sociales se solapan.

Uno de los resultados más importantes y prometedores es el que subraya la importancia diferencial y relevante (49%) que juega la experiencia emocional vivida en la predicción de la intención de repetir la conducta de riesgo en el futuro. Las emociones, en este caso fundamentalmente la del miedo experimentado durante la realización de la conducta, alcanza un protagonismo central, seguida en importancia por la dimensión afectiva de evaluación y la alegría recordada después de realizar la conducta.

Cuando consideramos los factores de la TCP conjuntamente con la experiencia emocional recordada, llama la atención la reducción de peso que en las predicciones pasa a tener la medida de la actitud, una variable central en la TCP. La falta de relevancia de alguna de las variables clásicas de la TCP, como el control percibido, sin embargo, ya no es novedad (p.e. Sparks, Hedderly y Shepherd, 1992; Morojele y Stephenson, 1994).

Cuando realizamos los análisis retrospectivos sobre la conducta repetidamente ejecutada en el pasado, el mayor peso explicativo recae también sobre la experiencia emocional (22%), y el miedo vuelve a elevarse por encima de las otras emociones, y sobre las variables de la TCP. Aunque bajo, se trata de un resultado que no se diferencia de los niveles medios obtenidos en otros estudios que miden la relación entre las variables de la TCP y la conducta: éstos suelen mostrar niveles entre un 20% a un 40% (ver Sheeran y Orbell, 1999).

Este estudio presenta, sin duda, algunas limitaciones. Tal vez la principal sea que tomamos medidas autoinformadas de la experiencia emocional, y esto significa que es posible que los participantes hayan «racionalizado» su recuerdo de la experiencia emocional vivida. El acceso directo a la experiencia emocional (p.e. medidas psicofisiológicas) es difícil, y en el caso de una conducta en contexto real, casi imposible. A pesar de todo, la información que hemos manejado se ha mostrado tan útil como las medidas clásicas de la TCP, de suerte que la emoción recordada supera a las variables de la TCP en su capacidad a la hora de predecir la intención de repetir la conducta de riesgo. Esto supone un enfoque complementario con la TCP.

Aun con estas prevenciones, creemos que este trabajo contribuye a subrayar la necesidad de incluir la experiencia emocional específica asociada a la realización de la conducta de riesgo como un factor necesario, aunque no suficiente, en la explicación y predicción tanto de la intención de repetir la conducta específica que hemos trabajado (subir a un vehículo sabiendo que el conductor ha bebido alcohol en exceso), como probablemente de otras conductas de riesgo.

Agradecimientos

Este trabajo se ha financiado con el proyecto de investigación «Conductas de riesgo en la población juvenil: la situación social, emoción y cognición» (BSO 2000-0113).

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Impact factor 2022:  JCR WOS 2022:  FI = 3.6 (Q2);  JCI = 1.21 (Q1) / SCOPUS 2022:  SJR = 1.097;  CiteScore = 6.4 (Q1)